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No hace falta volver la mirada muy atrás para darnos cuenta de todo lo que hemos avanzado. En unos pocos años. Hemos pasado de hablar del amor romántico, o de las múltiples identidades que se están creando a medida que deconstruimos los roles, a arrojar luz sobre lo que estaba invisibilizado y olvidado: nada menos que las estructuras sociales y el origen sistémico de muchas de las cosas que nos pasan a las mujeres y de todas las que tienen que ver con nuestra discriminación y que determinan nuestra posición social.
Que no se me malinterprete: tanto la construcción del mito del amor romántico, como la normatividad, son dispositivos funcionales a la reproducción del poder patriarcal. Pero habíamos dejado de mirar a qué estructuras respondían estas construcciones. Hasta el concepto de “cuidados” se ha llegado a analizar en algunas ocasiones vaciándolo de contenido y de potencia transformadora, como si se tratase de una cuestión de buen trato y no del trabajo reproductivo que no se remunera y sin el cual el capitalismo no podría funcionar. Los roles normativos se habían convertido en el blanco a abatir como si fuese un acto individual (la “deconstrucción”) que fuese a liberar a las mujeres de todas las opresiones que sufrimos. El empoderamiento parecía también una tarea que dependía simple y llanamente de la voluntad de cada una, como una especie de “sueño americano”. Y en esa individualización de los problemas, la lucha colectiva y la organización social cada día carecían más de sentido.
Veníamos de varias derrotas políticas. En este país, durante la Transición, el movimiento feminista participó muy activamente en el proceso social y político que aspiraba a reflejar un cambio en la correlación de fuerzas y un nuevo modelo político, económico y social en una Constitución. Pero “los siete padres” de la Constitución no sólo pasaron por encima del movimiento obrero, también lo hicieron sobre el movimiento feminista: demandas sobre el aborto, sobre la familia, sobre el trabajo reproductivo, muchas de las cuales hoy son de absoluta actualidad. La filosofía del consenso en nuestro país se acompasaba con la llegada del nuevo orden neoliberal que se abría camino sobre las derrotas del movimiento obrero internacional después de los años 70. Y que venía de la mano de la globalización, y una nueva vuelta de tuerca a la depredación del planeta, de los derechos sociales, del cuerpo de las mujeres.
De las reivindicaciones por la remuneración del trabajo reproductivo en los años 70 pasamos a lo que Nancy Fraser llamó “giro cultural”
Estos cambios tuvieron enorme efecto sobre la teoría feminista y las luchas por los derechos de las mujeres. De las reivindicaciones por la remuneración del trabajo reproductivo en los años 70 pasamos a lo que Nancy Fraser llamó “giro cultural” y ha sido durante décadas el centro de sus preocupaciones. Ese giro cultural consistió en desvincular la discriminación y opresión de las mujeres en la esfera pública –y en la privada– de las estructuras sociales y de las condiciones materiales que determinan esa posición. Es el caso, por ejemplo de la división sexual del trabajo previa al modo de producción capitalista y al reparto entre trabajo productivo y reproductivo, absolutamente funcional a este. Con esa desvinculación, las demandas en el ámbito de la redistribución quedaron olvidadas o prácticamente invisibilizadas y se produjo lo que ella llama la “paradoja histórica”: “el giro de la redistribución al reconocimiento se ha producido en el mismo momento en el que un capitalismo agresivamente globalizador, liderado por Estados Unidos, estaba exacerbando la desigualdad económica”.
Se popularizó una concepción de las relaciones de dominación sobre las mujeres como si se tratase únicamente de un problema de identidad, y que convirtió a la “teoría de género” en una rama de los estudios culturales. Fueron los años de adaptación a los consensos de la Transición, de la entrada en la Unión Europea y de la institucionalización de buena parte de la izquierda social y política. El Partido Socialista tuvo un peso fundamental en la institucionalización del movimiento feminista y en el vaciamiento de buena parte de sus demandas. Se crearon los institutos de la mujer y las universidades se llenaron de estudiosas feministas. ¡Cuántos años ha costado poder volver a hablar de violencia machista frente a violencia de género! ¡Cuántas veces escuchamos aún hoy que si existe el machismo tiene que ver únicamente con la educación que ha recibido “ese” hombre!
Evidentemente no todo fueron derrotas y retrocesos. El feminismo de la identidad abrió nuevos espacios para el cuestionamiento por parte de las mujeres de temas como la sexualidad dominante y opresora, e incidió en las relaciones que hasta ese momento parecían privadas e intocables siguiendo esa máxima de “lo personal es político”. La derrota del movimiento obrero ofreció también la oportunidad de que la lucha por los derechos de las mujeres dejase de estar relegada a un papel secundario tras cientos de años de arrogancia, economicismo, y sobre todo, machismo. Pero “el economicismo truncado se cambió por un culturalismo truncado”, según Fraser, que dio fuerza a concepciones individualistas para las cuales la organización social y política de las mujeres, colectiva, no era importante. Esto a su vez iba acompañándose de un discurso optimista sobre la igualdad entre hombres y mujeres, como si esta fuese ya real, aun cuando se mantuviese en el ámbito de lo puramente formal.
Es ejemplificador de esta deriva del feminismo durante estas décadas el desarrollo semántico de la palabra “empoderamiento”. Un término acuñado por Paulo Freire en 1970 dentro de la psicología comunitaria, que más tarde fue incorporado al lenguaje de la cooperación y desarrollo sobre todo por el impulso del Banco Mundial o Naciones Unidas. A día de hoy, es un concepto repetido en la ideología de empresa neoliberal que apela a la confianza en uno mismo y a la reducción de la vulnerabilidad desde un enfoque absolutamente individualista. Una utilización del concepto que choca con la realidad: son muchas voces las que alertan de los riesgos de hacer un taller de empoderamiento con mujeres en comunidades con antecedentes de violencia, ya que al volver esa mujer a su casa, supuestamente empoderada, es posible que el hombre no acepte esos cambios, ni lo haga el resto de la comunidad, y el resultado final sea un aumento de la coerción sobre ella.
Esta concepción individualista es lo que a día de hoy está cambiando. El feminismo está siendo capaz de cuestionar los pilares fundamentales del modelo político, social y económico que tenemos, de cuestionar instituciones como la judicial o relaciones como la de la Iglesia y el Estado. Está volviendo a conectar las demandas de reconocimiento y las de redistribución (como cuando reaccionábamos al “no nos metamos en eso” de Rajoy) y arrojando luz sobre lo que tiene de estructural que a una mujer no la valoren, que a una mujer la violen, que a una mujer le peguen, que una mujer se ocupe de cuidar a los familiares dependientes o que una mujer cobre menos. Arrimadas no puede apoyar la huelga del próximo 8 de marzo, porque es contradictorio con su proyecto político, pero, cuando no lo hace, teme quedarse fuera de la foto de un movimiento cada día más masivo y transversal. Por eso trata de disputar la hegemonía del discurso por los derechos de las mujeres presentándonos un feminismo light, vacío, individualista. Como lo tratan de hacer varias dirigentes del PP al salir en estos días previos a la huelga para sumarse, a su manera, a las mujeres que reclaman igualdad. Por eso es precisamente ese avance del feminismo el que desplaza tanto al PP y a Cs de la posibilidad de capitalizar estos avances.
Pero es sobre todo la organización desde abajo lo que está dando potencia al movimiento. Que sea un movimiento organizado a nivel internacional y que más de 70 países vayan a tener fuertes movilizaciones, y que la convocatoria del movimiento feminista desborde las estructuras de los propios sindicatos nos dice que estamos ante un punto de inflexión. Y por eso, el debate estratégico debe ser ahora: ¿Y después, qué? ¿Cómo trasladar toda esa fuerza en organización social? ¿Qué iniciativas desarrollar ahora que todas las demandas se pueden plasmar en políticas reales que los poderes económicos y políticos no están dispuestos a poner en marcha? ¿Cómo hacer que los pasos que juntas damos sean irreversibles?
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Isabel Serra es diputada de la Asamblea de Madrid por Podemos.
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Isabel Serra
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