eloy fernández porta / ensayista
“Nadie se enfada tan bien como las personas calmosas”
Luis Magrinyà 6/04/2018
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Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974) es doctor en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra con la tesis Estética del relato posmoderno (Premio Extraordinario de Doctorado) y profesor de Teorías de la Cultura y Arte Contemporáneo. Es crítico cultural, performer −solo o en compañía de otros−, guionista de videoarte, antólogo. Sus primeros libros publicados (Los minutos de la basura en 1996, Caras B. De la música de las esferas en 2001) fueron de relatos. Luego, como ensayista, ha sido autor de Afterpop. La literatura de la implosión mediática (2007, 2010), Homo sampler. Tiempo y consumo en la era afterpop (2008), €®O$. La superproducción de los afectos (2010, Premio Anagrama de Ensayo) y Emociónese así (2012, Premio Ciudad de Barcelona), y recientemente de En la confidencia. Tratado de la verdad musitada (Anagrama, 2018), que es un poco el pretexto por el que lo traemos aquí. Un blurb lo define como “pensador espectáculo”; él dice que “vergonzoso lo soy un rato”, y se le ve a menudo vestido de blanco. Según algún obispo deseoso de purgar con violencia sus antecedentes en revistas de tendencias, es uno de los hombres más poderosos y peligrosos del planeta. Su comida favorita es el niguiri o el foie, según el día. La última película que ha visto es Francofonía de Aleksandr Sokúrov y le ha gustado mucho.
Vamos a empezar por mis manías, si me lo permites. Siempre me llama la atención tu revoltoso aprovechamiento, cuando escribes, de lo más irremediablemente gráfico: tus desviaciones con las grafías, la tipografía, la puntuación… Hay mayúsculas enfáticas, cuerpos menores en la misma línea que otros cuerpos, cosas que podrían haber ido a texto seguido (entre paréntesis y comillas) y que sin embargo saltan a línea aparte con guión de diálogo, combinaciones con símbolos (“el @sujeto”, “Nadie + 1”)… Como no he leído las Cosmocómicas de Italo Calvino, cuando vi “la señora Phi(i)Nko” pensé que eras tú haciendo de las tuyas… ¡No se puede olvidar que eres autor de un libro titulado €®O$! Todo esto es irreproducible fuera del ámbito de la escritura-lectura: no tiene efecto (no existe ni puede existir, de hecho) si no es leído (visto) en una página. Aunque me pone nervioso porque soy antigua y muy convencional, sé que es interesante
Hay varias maneras de explicarlo. Podríamos decir, a la derridiana, que no hay afuera del texto, y que éste está hecho de interferencias que modulan, perturban, sin romperlo, el carácter “compacto” de la Buena Comunicación. Por eso mi canción favorita sobre filosofía del lenguaje es The Death of Ferdinand de Saussure de los Magnetic Fields. Y también está mi gusto por modalidades experimentales de la literatura, que al escribir no me lleva tan lejos como a Raymond Federman, quien buscaba una composición distinta para cada frase y cada página, sino a ir introduciendo inserts anormativos. No soy experto en tipografía pero tengo heredada una buena biblioteca al respecto, y la única conclusión a la que me han llevado sus lecturas es ésta: no hay nada, en las anomalías tipográficas, que sea un juego. Nada. Se ha abusado mucho del término juego para hablar de procedimientos creativos que resultó complicado concebir, y que no tienen el carácter mecánico e iterativo de la jugabilidad.
Pero vayamos a lo más importante, ya que lo has sacado a colación: los nervios. Esos recursos, según he observado, afectan al sistema nervioso de quien lee de diversas maneras, no siempre previsibles. He conocido a filólog@s, de varias lenguas, que, en vez de perder los nervios, que sería lo suyo, se divierten y, tal como lo cuentan, parecen sentirse un poco liberados, uf, al ver cómo un chiflado parece confundir la ortotipografía con el espectáculo de varietés. Necesitan que el chiflado exista, no en su clase ni en su departamento, pero en otra parte sí. Asimismo, me he encontrado con su contrafigura: lectores acostumbrados al léxico de la prensa de tendencias y de la prensa musical, donde se practica un tipo de jerga barroca moderna, muy vital, pero que, mira por dónde, lo que exigen a sus articulistas de referencia no lo acaban de aceptar en un ensayo. De donde aprendemos que en el acto de lectura siempre se busca, en parte, escapar de uno mismo o, como diría Millán Salcedo, “de sí pispo”.
Sigo. También son muy características las maniobras –a las que todos, por otra parte, nos vemos obligados en español− con el léxico importado. Dan pie a explosivas cercanías de registros, como “Llora (como lumbersexual lo que no supiste defender como macarrucia)” o “Das absolute universelle comadreo”, y sobre todo a adaptaciones asombrosas como “estetisién” o “epileidi”: algunas tanto que he tenido que leerlas varias veces para saber qué adaptaban, como “cuír” (queer)… donde por cierto la tilde sobraría (igual que en “estríptis”). Personalmente te doy las gracias por escribir soundtrack y no… ¿“sáuntrac”? Bueno, ya dije en alguna parte que la elección de grafías no solo puede ser un rasgo de estilo sino casi una visión del mundo y que realmente no es lo mismo “güisqui” escrito por Sánchez Dragó que escrito por Fernández Porta…
Te diría “pues sí”, pero procede decir “pozí”. Aquí identificas, en una cuestión formal, un asunto que convoca la gramática, la política lingüística, la psicología y la estructura del Yo. Empecemos por el principio: yo mantengo una relación estrecha con la Norma, nos llamamos cada día, y de un vínculo como ése surgen a veces, desavenencias. Nuestro trato empieza a finales de los setenta, cuando accedo, como sujeto pedagógico, al sistema educativo en una comunidad, Cataluña, donde el idioma llevaba cuarenta años prohibido en la práctica, y solo se pudo conservar gracias al voluntarismo activista de algunos hablantes. Normalització lingüística es el proceso social y pedagógico que trató de empezar a solucionar ese problema. La mía es la primera generación que estudia en la normalització, y el personaje de cómic más conocido de la época era un dibujo de Núria Pompeia que representaba a una niña con un pantalón de peto, y se llamaba Norma. Y en TV3, en viernes noche, en horario de máxima audiencia, cuando solo había dos canales más, emitían un debate al principio del cual se proyectaba un cortometraje donde el espectador debía identificar errores lingüísticos en el habla de los personajes. Que la vida se vivía en una relación compleja de aceptación y hartazgo de lo normativo lo vi claro desde niño; en cambio, me llevó más años leer, en un estudio de Christopher Bollas, a quien cito en mi libro, una descripción etológica de la afección normótica, más conocida como normopatía, en que reconocí, punto por punto, un retrato del carácter de mi madre. Estas cosas son duras de explicar pero hay que contarlas, porque cuando la cultura médica no está lo bastante extendida ocurre −y les ha sucedido a las mujeres más que a los hombres− que un cuadro clínico que está identificado y se puede tratar y atenuar es percibido por quien lo padece y por sus allegados como un defecto de carácter, y eso causa más padecimientos de los necesarios.
Que la vida se vivía en una relación compleja de aceptación y hartazgo de lo normativo lo vi claro desde niño
Y ¿adónde lleva la normopatía?
Me podría haber llevado a escribir en jerigonza refinada, como Pedro Lemebel, que me encanta, o mejor dicho me encaaaaanta, si bien sus libros requerirían una edición crítica, por contener tantos términos que hoy ni siquiera un chileno que hubiera vivido en los mismos espacios donde él vivió conoce ya. O podría haber hecho de mí, por sobreexposición a la Regla, el psicópata de quien hablo en la sección “La vía diplomática”, y que sentí la necesidad de escenificar, porque solo cuando representas a un personaje te acabas de convencer de que no eres él: fue un alivio.
Pero, de hecho, tras darle muchas vueltas, me llevó a una solución clásica; bíblica, de hecho. Moisés: las tablas, los Diez Mandamientos, deben ser destruidos, en un ataque de ira, para, acto seguido, ser rehechos, repetidos −¿puede Dios repetirse?, ¿debería?−, en una copia o similar, quién sabe si alterada, de la Ley que fue, en su origen, astilla. No hay, por tanto, una oposición binaria entre norma y transgresión, entre institución y heterodoxia, entre regla y excepción. Hay, en cambio, una dinámica continua, productiva y creativa entre esas categorías. La barra inclinada que suele usarse para separar esos pares de opuestos (/) no es recta, ni plana; evidentemente se está cayendo, y es un material maleable y poroso a través del cual van pasando, de un lado a otro, cualidades de cada una de esas categorías. Por eso en mis textos se da una alternancia entre ultracorrección ortográfica −corrijo a mis correctores cuando se proponen poner un acento sobre la primera e de elite− y psicotronía lingüística, que me la pide el cuerpo. Añado que soy flaubertiano, porque sufro bucho al escribir y por creer en la búsqueda de la expresión exacta. Cuando digo “bucho” quiero decir “bucho”, y al escribir “Das absolute universelle comadreo” esa es la forma de la idea: yo no quería decir “la tendencia extendida a cotillear”, ni That International Rumor −como en la canción de Hidrogenesse incluida en la lista de reproducción del libro−, ni “Y ¿quién no comadrea?”, que es una opción sintética que suelo preferir, pero en este caso no procedía. Yo me refería, específicamente, a “Das absolute universelle comadreo”.
Como todos los tuyos, En la confidencia es un libro muy organizado, muy clásico en su estructura de tratado. Pero éste, además de su prólogo y epílogo, de su expositio en capítulos numerados divididos en claros apartados, todo siempre titulado –muy titulado, de una forma apelativa−, tiene algo nuevo: unos interludios en cursiva. Lo que en ellos se cuenta tiene un formato autobiográfico y es progresivamente trágico: la peripecia de un yo que se ha visto a menudo elegido por otros para ser “todo oídos” y que, a partir de las terribles circunstancias de muerte de sus padres en un solo año, pierde “el don de la empatía”, se convierte en un “hombre sin nervios” que no echa de menos al confidente, al “oyente que fui”. Luego te pregunto más por estos interludios, pero ahora me gustaría saber cómo los ves en el orden del discurso, especialmente, del discurso-ensayo, si como una amenización, un sabotaje, un reflejo narrativo de su tema... Siempre he pensado que, si es razonable que un narrador nos diga por qué motivo personal nos cuenta lo que nos cuenta, también lo sería que un ensayista hiciera lo mismo. Pero el caso es que el ensayo personalizado dedicado a un tema no personal es raro, ¿no?
¡Hosanna! ¡Mis plegarias han sido atendidas! Por fin alguien, al leer un libro mío, se abstiene de usar el palabro fragmentarismo y declara lo evidente: que el Índice debió llevar bastante trabajo, y que la estructura del texto es un asunto en el que no dejo de pensar ni un solo día durante la redacción. La canción de Genesis Supper's Ready −una suite de rock sinfónico, 23 minutos, organizada en siete secciones−, escuchada por vez primera a los quince años, me dio mi primer vislumbre de la estructura como cualidad creativa. Nunca he dejado de vivir en esa canción; hace pocos meses se la escuché en directo al grupo de homenaje a Genesis The Musical Box y, junto con el sentimiento de lo Sublime, no bromeo, sentí esta extrañeza: mi casa puede estar también en otra parte. Siempre he tratado de inventar, para cada texto, una “idea de orden”, como diría Wallace Stevens, o una “estructura imaginativa”, así las llama Guy Davenport, o una “flexible, y que se corresponda con necesidades reales”, à la Seth Sieglaub. Cuando usas el término clásico, con el que no tengo problemas, se me ocurre que la forma clásica del tratado, como en la historia natural, es la miscelánea, mientras que las modalidades denominadas “posmodernas” son −las que me interesan, que no son las más conocidas−, son arquitecturas que no por ser heterogéneas dejan de ser muy organicistas y cerebrales.
En cuanto al estatus del discurso autobiográfico −qué expresión tan altisonante para un tipo tan delgadín−, en la estructura lo concebí como un capítulo-hilo, el capítulo 10, que, en vez de reservarse para el final, se va desplegando desde el inicio. Veo que a algunos lectores les hace la experiencia, como tú dices, más amena, y facilita, a quien no le concierna el psicoanálisis, la lectura de algunas páginas sobre el superego. Me hizo dudar. Sufrí con él, no bucho sino mucho, lloré escribiendo, me acostumbré, durante unos días, a escribir con lágrimas.
En otros libros sí he practicado el autosabotaje −también esto lo aprendí de Genesis, que en su último disco con Peter Gabriel incluyen una gran canción y, más adelante, su antiversión−, pero aquí no busqué el contraste sino la modulación. Me animó a trabajar en esa línea el que algunas lectoras de las versiones previas me dijeran que el texto –un tratado de sociología de las relaciones personales– lo sentían, en el tono, próximo, confidente.
Hay varios momentos en el libro donde se habla del efecto de arrastre de la confidencia, del “paroxismo confesivo”, de su “energía”. De hecho, se empieza con una descripción bastante fisiológica del acto de musitar, y a propósito de un sketch de Monty Python surge la idea de un “cuerpo confidencial” que entra “en estado efervescente” y ya no puede parar. A veces parece que “la verdad es solo un efecto de la oralidad”, de una oralidad que necesita ejercerse, incluso entrar en barrena, contando lo que sea: chismes, pecados, secretos de Estado... Hay pasajes en el libro, sobre todo –pero no solo− en los interludios personalizados, en que el propio estilo se contagia de esa “energía” física, incurre en dramáticas (o cómicas) acumulaciones retóricas, y se ve sacudido por la cadena expresiva, irrefrenable a veces, ya no de la confidencia, sino del enfado o la indignación (la “escena” de la farmacia, los ejemplos del mundo como “unidad homogénea de comadreo 24/7”). Pero ahí parece que uno se queda bastante a gusto… ¿o no?
Así es: episodios breves de paroxismo estilístico, picos del encefalograma o histeria masculina. O misantropía pasajera, como en el epígrafe “Quien busca a la Humanidad hallará la muchedumbre”, una frase que creo cierta, pero solo la siento en ocasiones determinadas. Por eso la escogimos, con Carles Congost, para hacer el segundo booktrailer. Lo que describes es la expresión de una economía emocional o, como se decía en el psicoanálisis antiguo, de una “estructura del carácter”. Carácter contenido, contemporizador, de sangre fría −las personas fóbicas, contrariamente a lo que suele creerse, tenemos más capacidad para mantener la calma en situaciones extraordinarias, precisamente porque lo está ocurriendo, por raro que sea, no es el objeto de la fobia−, y, a la vez, una energía acumulada que brota muy raramente y de modo intenso. Nadie se enfada tan bien como las personas calmosas. Otro tanto ocurre en el monólogo teatral con que presento el libro, “Granito del Nuevo Mundo”, donde predomina un tono discursivo, lírico... y luego, en una escena, cubierto por una bandera nacional, a cuatro patas, gruñendo, ladrando, soy un animal, una bestia de país, y solo se me ven las patas, pero bajo la bandera se oye a un lobo que olisquea el terreno, a punto de saltar... Esos momentos... como tú dices, uno los vive muy a gusto, sí, son catárticos. En Valencia, en el IVAM, el dibujante Carlos Maiques hizo motu proprio una ilustración de la escena donde hago de cerdo −el Puerco de la Unión Europea, por supuesto− y, bueno, quizá no sea el retrato ideal para el currículum académico, pero también es mi retrato. No es un esbozo de un escritor performando un cerdo, es un dibujo de mí.
Decía lo anterior también porque los tímidos, al menos los que quieren superarse, son expertos, con tal de no parecerlo, y en aras de la sociabilidad, en soltar intimidades a desconocidos, tan solo para evitar silencios incómodos. Estoy convencido de que hay que superar la timidez (un tímido que no la supera acaba convertido en un soberbio), y por eso me he visto varias veces contando cosas muy personales a alguien a quien me acaban de presentar simplemente porque nos han dejado a solas y no sé qué decir… ¿Tú eres tímido? ¿Te ha ocurrido? ¡Eso sí que es la energía de la confidencia encontrando sus “canales”, como dices en el libro!
Mmmh... Mi padre decía que esa actitud que describes es característicamente gallega. Lo dijo a propósito de su propio padre, y había en sus palabras algo de celos −imposible expresarlos para un carácter, como el suyo, castellano y viril, forjado en la Palencia de posguerra− por el pasavolante que acababa de escuchar, de boca de su progenitor, lo que a él nunca se le contó. Lo viví una vez, él miraba al desconocido como diciendo: “¡Esa confidencia era para mí! ¡Devuélvemela!”. Lacan, que en el fondo era gallego, dice que todo afecto es desplazado, y a mí me da que esos envíos a remitente equivocado, esas esperas inútiles por una carta que nunca llega, nos equilibran, dan alivio: nos permiten ahorrarles a los seres queridos las modalidades de la sinceridad que más daño les harían. Sí, es preciso contarle cosas personales a los desconocidos, como también hace falta, en trances graves, entre allegados, hablar del tiempo. Tú mismo lo explicaste al final de tu narración “Paisaje invernal”, en el pasaje en que Jeffrey Dahmer es visitado por su padre en la cárcel, y allí haces el mejor y más razonable desmantelamiento del ethos comunicativo confesional que he leído nunca. Eso sí fue sabotear; lo demás, fuegos de artificio.
LOL.
Por lo demás, nunca he sido tímido. Cuando estoy en un diálogo con alguien que no piensa como yo me suscita más curiosidad intentar entender qué razones se da a sí mism@, y cuál es la lógica parcial de su argumentación, que escucharme expresar una opinión que ya conozco. En una era de hiperexpresividad compulsiva ser poco hablador es resistir. He ido conociendo a algunas mujeres que hacían lo contrario de lo que hace la mayoría, el antónimo de lo que se espera de ellas: siendo hipersexuales, son poco habladoras. Siempre me han generado simpatía, sin menoscabo de si participé de su populosa y casi inexpresada biografía erótica, y percibí en ellas una ironía detached, como si dijeran “pero qué de problemas idiotas os hacéis todos”, que me resulta más atractiva aún que su sex appeal. Nada que ver con la bobada aquella de Neruda de la mujer callada, al contrario: trata de la persona, mujer u hombre, que no acepta que la sexualidad consiste principalmente en hablar sobre ella. Resistirse a esa idea, y además hacerlo como quien no quiere la cosa y sin fundar un partido político, es admirable, me quito el cráneo.
Entre ese automatismo casi fisiólogico aunque con jouissance y un mundo donde, llegas a decir, “no hay más yo que el de la multinacional”, las afirmaciones de subjetividad siempre acaban sonando patéticas: el yo vocinglero que necesita crearse enemigos para existir (los linchados profesionales de las redes), el que se afirma como “interrogado” (oh, cuestionadme) cuando está claro que esa es una posición “subalterna”, el que confía lo más íntimo de su ser a un canal que se apropiará de sus palabras –por lo demás muy parecidas a las de cualquier otro− y hará con ellas lo que le dé la gana… En este panorama de tremenda constricción, la verdad, uno casi preferiría ser un robot… una fantasía que me parece que tú acaricias, por cierto. Pero… pero… veo asimismo que tienes alguna esperanza en la “espontaneidad”, en lo “inesperado”, en una posible relación con los demás de “complicidad sin confidencia”, ¿no?
El interrogado, sí... Precisamente anoche volví a oír, en una adaptación al cine de Macbeth, esa frase fatal, que pronuncia el rey asesino: “Vos, ¿estáis vivo? ¿Sois algo que pueda ser interrogado?”. La crítica cultural siempre ha descrito la tesitura del interrogado como subalterna... con tanta insistencia que un día empezó a despertarme sospechas. ¿De veras no quieres ser interrogada? Quienes ejercen un trabajo que no genera interés mediático ¿nunca fantasean con que les hacen una entrevista o les llevan a comisaría, que viene a ser lo mismo?
Esta sospecha se combinó con algunas observaciones sobre el metamedio Formspring, donde se consolidó una nueva lógica del cuestionario en que el sujeto decide irse a vivir a la sala de interrogatorios, aceptando el riesgo y mal tenga que caminar cien millas. Porque hay algo en la constitución del individuo del siglo XXI que ya solo puede darse en ese protocolo comunicativo, policial y expresivo, extractivo y personalísimo. Yo mismolo estoy viviendo al responder a tus cuestiones, y no quisiera estar en ninguna otra parte.
En cuanto al devenir-robot, por supuesto, a ser posible Mr. Smith en Matrix, quien nos dice, en un monólogo memorable, la verdad, la que los humanos no osamos decirnos. Que olemos, que tenemos el planeta hecho unos zorros, que somos un puto virus. Que no nos soporta más −el robot, el androide, Dios, quien sea, pero está claro que a alguien superior le tenemos hasta el coño. No nos engañemos, dejemos de hacernos los subjetivistas, de jugar a los neorrománticos y de idealizar, contra toda evidencia, lo “irreductiblemente personal”. Desde hace más de un siglo ha habido, en las artes y en la vida cotidiana, un devenir-máquina, un deseo de ser objetivo que es humanísimo (los animales no lo tienen): el de de ser un bote de Colón y ser anunciado por televisión, o, como en unos versos de Siles, convertirse en león de piedra y ver los siglos pasar.
Desde hace más de un siglo ha habido, en las artes y en la vida cotidiana, un devenir-máquina, un deseo de ser objetivo que es humanísimo
Y ¿qué hay de la esperanza?
Sí, algo dejo caer, siempre me gusta dejar, junto con la teoría, un pálpito, un cabo suelto; suelo retomarlo en el libro siguiente. No estoy seguro de que haga falta esperanza, ignoro si en un referéndum global ganaría la opción HOPE. Quienes hemos leído, en Kafka, “hay esperanza pero no es para nosotros”, hemos asentido. Y las críticas a la “deshumanización” suelen ser monsergas humanistas de la peor ralea, misas laicas oficiadas por santurrones que, no hay más que verles, no practican lo que predican.
Puede hallarse, en la espontaneidad, esperanza, porque lo tecnológico no es solo la cadena de montaje: es prueba y error, son gazapos sucesivos cometidos en Silicon Valley, donde saben que el trasto de última generación que están armando, ahora mismo, es, antes que nada, un error parcial que deberá ser subsanado, en la versión siguiente, por un fallo menor. Pero la disposición distintivamente actual de la espontaneidad es el Error de Sistema, el robot de Asimov que se da un coscorrón y adquiere, también es mala pata, Conciencia. O la distorsión comunicativa que, en un trato comercial, como escribí en Emociónese así y desarrollé en el tema de spoken word Teleoperation, crea Amor.
Otro personaje memorable en el universo de la confidencia es el pudoroso, el que no hace confidencias por pudor. Lo he echado de menos un poco en tu libro, porque además tiene que ver, creo, con algo que he visto en otras partes que te interesa: el temple como valor en el código masculino. A mí me fascina, sobre todo porque el discurso del pudoroso se parece sospechosamente al del misterioso, del interesante: está compuesto no solo de silencios, sino de alusiones, vaguedades, circunloquios… de todo lo que parece pensado para suscitar preguntas. Y, cuando uno va y hace las preguntas que tan sinuosamente le requieren, pueden ocurrir dos cosas: que le insulten llamándolo cotilla y morboso y a continuación le obsequien con una meada territorial (“aquí no se entra”); o, en caso de que el pudoroso acabe contando algo, que deba quedarle eternamente agradecido y reconocido por semejante concesión.
Objection sustained. Ese personaje secundario falta en mi libro, o, cuando asoma, no está lo bastante desarrollado. Podría remitirme a El ocaso del pudor de Miguel Dalmau, que leí en una fase de la redacción; su tesis, por ser completa, no me inspiró apostillas ni extensiones. No sé si lo experimentas igual, pero para mí al escribir importa tanto la voluntad expresiva como la certidumbre de que algo que se te había ocurrido ya lo ha dicho alguien mejor. Esa certeza la llevo bien, no es “Rayos, me han pisado el tema”, es más bien “Uf, gracias, todo ese trabajo que me ahorro”. Durante una temporada yo sentí también la pulsión pudorosa en el estilo literario, la voluntad de crear un estilo fundado en la omisión y el circunloquio, y desaparecer tras él. No había perseverado, hasta ahora, porque los textos que escribí en esa línea me salían muy rígidos, y temía caer en la gran trampa del el estilo jamesiano español estándar, ya sabes, la mala imitación de la mala traducción del original. Por mucho que sus cuentos me gustaran, la praxis textual del pudor la entendí mejor, y me pareció más aplicable, cuando asistí a un taller de dramaturgia que impartió José Sanchis Sinisterra en la Sala Beckett, y del que aprendí algunos usos más puntuales de esa estética...
Mi respuesta, parcial, a tu pregunta: En la confidencia el personaje pudoroso es, en varios tramos importantes, y aunque no se note mucho, el yo autobiográfico, porque de cada episodio que cuento excluyo la parte sensacional y uso los recursos que has descrito y, desde luego, practicado con excelencia en tu literatura. El caso más claro, al menos para mí −hay cosas que para el escritor están más claras que al agua y el lector no tiene por qué captar− es el capítulo sobre violencia sexual, donde hablo de dos de las muchas mujeres que me han contado cómo fueron violadas. En esa selección ya hay un circunloquio, o quizá una antonomasia. Omití nombres, fechas y datos que pudieran permitir identificar la situación incluso a quien estuvo implicado en ella −ese procedimiento lo he usado en casi todas las partes en cursiva. Mantuve un intercambio de e-mails con una de ellas, y no me decidí a entregar la versión definitiva hasta estar seguro de que mi descripción de ese tema, por ser tan cuidadosa con sus sentimientos como supe ser, la aprobaba. Es la única parte del texto que habría cambiado, si ella me hubiera dicho: “No, no me hagas volver a recordar eso, no lo cuentes”. Pero me dijo que adelante y que eso, ahora mismo, le hacía bien, aun cuando no saliera su nombre ni el de sus violadores; por eso está en el libro. Por tanto, los graves delitos que allí se cuentan, y la obscenidad que su mera mención convoca, están, en la redacción, modulados con un ecualizador muy sensible.
Pero a lo mejor la postura del pudoroso es, al fin, la más poderosa... y quizá tenga algo de honrosa en una cultura donde confesar ha pasado de ser un acto esperado a uno exigido. Por cierto, ¿qué opinas de la mis lit, esa literatura experiencial que parece voluntaria y que está siempre blindada contra toda crítica sencillamente porque el autor expone al público comprador sus desgracias?
El término mis lit fue acuñado en el mismo país del que proceden los estudiantes a quienes doy clase, desde hace más de una década, en programas universitarios internacionales. En el curso les pido que se organicen en grupos para preparar una exposición oral acerca de un@ artista español@, quien queráis, decidid vosotras –hay dos o tres hombres por grupo, no más. Y bien: después de todo ese tiempo, miles de alumnas de todo Estados Unidos, ¿cuál es el tema que han escogido más veces? Con gran diferencia: la Época Azul de Picasso. Y ¿por qué ese asunto, que no suele considerarse el más importante de su autor, concita mucho más interés que el Guernica, o el mural sobre la Guerra de Corea, casi desconocido allí? Pues porque en el Guernica al patetismo, que consideran un valor estético, le falta un segundo factor, decisivo para ellos: la miseria. Sublimada, claro. Esa combinación de elementos es el constructo cultural que España ha vendido a Estados Unidos desde siempre. Es el estilo español. De las Visiones de España de Sorolla, la Fiesta del pan en Castilla, que ellos leen como celebración de la carestía rural. Miseria infrastructural (el Cela terribilista), miseria sexual (La casa de Bernarda Alba), miseria material (arpilleras deshilachadas de Millares), austeridad primitivista (el Barceló de Mali). De Almodóvar les sobrecogen, sobre todo, los detalles neorrealistas de patetismo de barriada: por eso el Oscar se lo dieron a Todo sobre mi madre y no a alguno de sus melodramas más elegantes a lo Douglas Sirk, que son sus obras mayores. Y de Soldados de Salamina, a partir de la reseña que le hizo Susan Sontag −puro sensacionalismo para letraheridos−, la pura Miseria de la puta guerra. Pero es que incluso en música electrónica, y en el marco de la corriente chillwave, donde este argumento parece imposible aplicarlo, cuando El Guincho consigue, con Alegranza, la bendición de la revista Pitchfork, los “datos” que allí dan las reseñas y entrevistas acerca de la cultura canaria abundan en mitos coloniales –que también muchos españoles tienen– como la precariedad insular, la isla como esqueje de país, los elementos “tribales y tradicionales” y su conexión con el tropicalismo, que, a sus ojos y oídos, es el -ismo de los pobres. Todo ello pesó más que el hecho, notorio, de que El Guincho es un productor-sampleador tan moderno como Noah Lennox.
We are the mis lit, colega: eso nos piden. Y claro, desde esa perspectiva el Picasso que, supuestamente, “pintaba con el color más barato” −una trola que solo puede creerse quien está muy predispuesto a creérsela−, les conmueve, a la mayoría, no a todos, observado desde las alturas de su geopolítica y de su clase social. Y esas birrias tardosimbolistas que me pintarrajeaba, qué harapos tan cucos, esa espiritualidad franciscana de Tercer Mundo y esos alfeñiques exhaustos que parecen personajes de Maeterlinck a dieta de Biomanán −todo eso que el artista Jonathan Millán parodió tan bien en su serie Niña pobre antigua−, les puede llevar al borde de las lágrimas and beyond.
¿Es responsable quien inspira tanta lágrima?
En cuanto al chantaje emocional de la víctima y el sufriente, estoy de acuerdo contigo −con tu jamesianismo personal− y, en algunos pasajes de En la confidencia, lo he hecho. Es una manipulación y la he practicado a conciencia. Cuando cuento mi deambular de farmacia en farmacia, buscando, receta en mano y con el DNI en la boca, opiáceos para aliviar un poco los dolores de la agonía de mis padres, y me encuentro... lo que cuento en ese capítulo... pues sí, espero de quien lo lea que se ponga de mi lado, exijo su compasión, dámela ahora mismo, toda. Claro que eso es manipular, como lo es mi autorretrato como nervio reventado, con los ritmos circadianos convertidos en una canción de math rock; sí, ahí hay un imperativo: comprende y empatiza o no eres un humano. Y, ya lo sabes, no suelo tratar así con quien tiene la bondad de dedicar su tiempo a leerme, no lo había hecho antes; es, sencillamente, el recurso de interpelación que, así lo creí, convenía a esos tramos de la historia. Por tanto, la mis lit la entiendo como un modo peculiar y más intenso de interpelar. Puede usarse a discreción, o con indiscreciones obscenas; luego, si ese recurso se sistematiza, o si el autor no dispone de otros, se articula y consolida en un relato articulado por el doble eje de la pulsión voyerista y la compulsión compasiva. Pero eso, que me hace ponerme en guardia, no me animo a llamarlo “error estético”, menos aún “error moral”. Porque en las lides confidenciales, y en las artes in extenso, voyerismo y compasión son indisociables. No hay Estética sin esa extraña pareja; es otro más de esos pares conceptuales que, pareciendo excluyentes, se solapan. Esos sentimientos encontrados son una estructura emocional sobre la cual se erige el arte.
De acuerdo, la miseria material es uno de nuestros exporting goods, pero yo me refería más bien al reparto de medallas al mérito civil que propicia cierto tipo de libros que satisface la demanda del mercado de autenticidades. Yo no calificaría el tuyo de confidencia, ni de literatura confesional, ni por asomo: como he dicho, creo que los interludios constituyen una interesante, quizá necesaria, mediación en el género del ensayo, despersonalizado por excelencia y con cierto temor, diría, a que la aparición del yo rebaje o anule la visión “científica” (me han dicho que en los papers está prohibido hasta el “nosotros” impersonal). En fin, el asunto sería más bien lo que decía tu querido Leo Bersani: “Toda confesión es un acto de ventriloquia”. Nadie confiesa voluntariamente, ni inocentemente, de hecho; responde a una exigencia, tal vez tácita, pero exigencia en cualquier caso. En una confesión, es posiblemente el poder quien habla por nosotros, y eso se ve muy bien cuando uno confiesa cosas que no son “de interés general”: a nadie le interesan y mucho menos le dan medallas. Pero también creo que, sabido esto, puede haber formas de canalizar la “energía” irreprimible de la confesión a la contra, no acomodaticias y efectivas.
La confesión se ha codificado en el cristianismo −y en una cultura que, creyéndose laica, sigue anclada en el sustrato cristiano− como un procedimiento institucional de inquisición. Es mérito de Foucault haber señalado que en ese protocolo se difunden saberes que el poder no podrá controlar, y que el poderoso, en ese abuso, goza… lo que le lleva a decir que los padres disfrutantratando de impedir que sus hijos, de niños, se masturben. La consecuencia la ha articulado, en efecto, Bersani, cuando, con Adam Phillips, habla de un “narcisismo impersonal”. Es un término con el que me encontré cuando ya había escrito la parte del libro en que describo las críticas del arte conceptual al idealismo autobiográfico como narcisismo sin yo.
La confesión se ha codificado en el cristianismo −y en una cultura que, creyéndose laica, sigue anclada en el sustrato cristiano− como un procedimiento institucional de inquisición
Habría otra versión posible de En la confidencia, un libro paralelo, que en parte escribí, en que seguiría esa línea sin apartarme ni un palmo, acumularía ejemplos de la faceta convencional y codificada del musitar... y al final lograría que algunos lectores me volvieran a decir lo que oí acerca mis dos libros anteriores: que al leerlos sentían, a ratos, la angustia de quien se sabe atrapado, llegaban a perder la confianza en la verdad de su yo. Pero de ese libro, que tendría una cubierta menos alegre, yo quería escribir unos capítulos, algunos tramos; ya venía de redactar setecientas páginas que tratan, aunque no se use mucho el término, de biopoder. Además, buena parte de mi trabajo lo hago en el campo del arte, donde la idea que tú has enunciado, esa crítica al idealismo de la subjetividad, es, desde finales de los sesenta, una convención, una carta del repertorio: sale una y otra vez en cada expo, aun tres generaciones después del movimiento conceptual. Así pues, renuncié a repetir una cosa que ya sabía −aun cuando la sabía cierta−, me agarré a la noción de instante confidencial −ese fue el título de trabajo− y, sin ser muy consciente de que hay también ahí un idealismo del momento único, not knowing, me puse a teclear en aras de esa energía, y fue muy intenso, muy evocador, muy largo −para mí, no para los lectores, que pueden disponer ahora de mi libro más breve−, sentí, en algunos párrafos, escalofríos de ternura, le hablé a mi madre muerta y sonreímos. Me sentí vivo.
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Luis Magrinyà
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