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Georgina Rodríguez, Gio para sus amigos y para su pareja Cristiano Ronaldo, es una mujer hecha a sí misma. Bueno, más bien es casi una niña hecha a sí misma porque sólo tiene 24 años. Nacida en Argentina y criada en Jaca, trabajó en un bar de copas y de dependienta para pagarse el alquiler. Hecha a sí misma, recuerden. De familia desestructurada, que es otra manera de decir que los padres se divorciaron. Que conoció al jugador del Real Madrid mientras trabajaba en la tienda de Gucci de Madrid.
Hubo un flechazo, como en las películas de Divinity que tanto daño nos han hecho. Él cayó tan rendido a ella como al logotipo de la marca. Estaba a punto de dar la bienvenida a dos criaturas gestadas por vientre de alquiler. Decidió que Gio tenía la juventud y la carga genética de la Ivy League oscense para engendrar otra criatura. Fueron padres de una niña. Gio es una mujer enamorada de “su chico” (otra horterada), hecha a sí misma y absolutamente volcada en la familia. “El mundo se divide en Georginas o Irinas. Cristiano buscaba una niñera pero Irina prefirió seguir siendo chica Vogue”, me dice una amiga.
Me gusta la actitud con la que posa Georgina, altiva como la Jolie, mientras mece a sus varias criaturas, propias o ajenas, y en el avión privado con su novio. Me gusta Georgina porque ha prescindido de la fase WAG (ésa en la que todas se juntan y ponen cara de interés y de compartir multitud de aficiones) y ha pasado directamente a la de madre de familia numerosísima, y de paso se ha traído a su hermana al casoplón de La Finca para que le eche una mano. Georgina crea empleo, qué más queremos. Lástima que en su perfil de Instagram acompañe sus imágenes de mensajes edulcorados plagados de autoayuda y emojis de corazones. No todo iba a ser bueno.
Ah, se me olvidaba. Georgina es también solidaria, que la vida no es solo crianza, gimnasio y esas cosas. “A diferencia de la anterior pareja de Ronaldo, la súper modelo Irina Shayk, Georgina es como parece: una joven enamorada de su chico, que se preocupa por los cuatro niños de la familia, que se lleva bien con su suegra y que mantiene una relación estupenda con su propia familia, en especial con su hermana. Involucrada con la Asociación de Nuevo Futuro, su vertiente solidaria es evidente. En varias ocasiones ha reconocido que ahora tiene la “oportunidad de hacer muchas cosas por los demás porque es más visible”. Y le gusta. Y a nosotros también”. Es parte de un artículo que leí ayer y de la Operación Blanqueo de Georgina. Hasta a mí me dan ganas de abandonarlo todo y echarme en sus brazos. Pero Gio, no te fíes, nunca serás chica Telva. Las mismas que te alaban hoy en el fondo no te consideran más que una choni con suerte. Esto con un jugador del Getafe no pasa.
La primera vez que leí acerca de Irina Shayk fue cuando vino a España para desfilar en la pasarela de moda madrileña, cuando era Cibeles y no ese nombre endemoniadamente largo que es hoy. Recuerdo que la periodista Rosa Belmonte destacó que al hablar con la prensa declaró su amor por la literatura rusa (no recuerdo si era más de Tolstoi o de Dostoievski). Maldita sea, guapa y leída. También escribió acerca de su belleza imponente y su escasez capilar, cosa que me reconfortó profundamente. Sí, soy una mala persona que también lee.
Desde entonces, Irina ha ocupado las portadas de unas cuantas ediciones internacionales de cabeceras como Vogue y Elle, entre otras, ha sido la primera portada rusa en Sports Illustrated, imagen de marcas de moda y belleza y ha lucido los sujetadores de Intimissimi como nadie. También intentó probar suerte con el cine con un papel en Hércules y ha tenido una criatura con Bradley Cooper.
Entre Cibeles y la maternidad se paseó cinco años del brazo de Cristiano Ronaldo (él confirmó la ruptura en una rueda de prensa). Un lustro en el que les dio tiempo a acudir como reclamo a decenas de fiestas en Madrid con cara de tedio, no se sabe si ante la vida o ante su propia relación. La de veces que acusaron a la rusa de permanecer al lado del portugués con cheque de por medio.
En el mundo del deporte hay más Georginas que Irinas, sin que la segunda sea mi Simone de Beauvoir de los Urales. Este fin de semana, mientras veía a Rafa Nadal ganar a un alemán de nombre impronunciable, pensaba en su novia, a la que una vez ¡Hola! auguró una brillante carrera en el Banco Santander y que hoy se dedica a acompañar a su novio durante los once meses que suele jugar al tenis al año. Y de ahí salté a Ana Boyer, la mujer de Fernando Verdasco, de la que nos cansamos de leer que iba a ser aún más brillante que su padre y cuyo trabajo profesional más reciente es ser imagen de una marca de sandalias. Cuando juega Garbiñe Muguruza no inciden en que la acompaña su pareja, tampoco cuando Mireia Belmonte gana medallas de oro veo a su novio en la grada poniendo cara de entregado enamorado. Estarán trabajando, digo yo.
Si al nacer hubiera que escoger entre Georgina e Irina, yo me quedaría con la rusa, aunque para ello tuviera que prescindir de algo de pelo y leerme Crimen y castigo en su idioma original. Porque en esta vida las Irinas trabajan y tienen hijos cuando quieren y con quien quieren. Porque dentro de diez años Irina seguirá siendo madre y mirará con nostalgia (o no) las portadas en las que estaba imponente, en esa época en la que el teléfono no paraba de sonar por motivos de trabajo. Quién sabe qué habrá sido de Bradley Cooper, y a quién le importa. Porque si en diez, o en cinco años, Georgina ya no está con Cristiano Ronaldo y ha dejado de ser su sombra, le quedará una niña y una piscina de bolas. Eso sí, seguirá teniendo una enorme vertiente solidaria. O no. A quién le importa.
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Autora >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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