Análisis
El mal de altura de López Obrador
Corrupción, pobreza e inseguridad son los ejes que dominan la precampaña para las elecciones presidenciales de julio, en las que es favorito el exjefe de Gobierno de Ciudad de México
Luis de la Calle 17/04/2018
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Se dice que los himalayistas que alcanzan la llamada zona de la muerte, esa por encima de los 8000 metros de altitud, a veces desarrollan comportamientos completamente contraproducentes para salvar el pellejo: a pesar de estar a punto de congelación, sienten calor y se quitan la ropa; a pesar de la violencia del sol, se retiran las gafas y se quedan ciegos. Andrés Manuel López Obrador, el candidato que lidera todas las encuestas para la próxima elección presidencial del 1 de julio en México, está a punto de entrar en esa zona en la que pequeños errores conducen a grandes decepciones. Ya le ocurrió en las pasadas dos elecciones presidenciales de 2006 y 2012. ¿Será capaz esta vez de mantener su cómoda ventaja de diez puntos sin dilapidarla con respuestas incómodas o posicionamientos inoportunos?
Recordemos la elección de 2006. La derrota del hegemónico PRI en el año 2000 supuso la llegada a la presidencia de Vicente Fox y su conservador Partido de Acción Nacional. Incapaz de enfrentarse a la estructura clientelar y corrupta del PRI, el sexenio pasó sin pena ni gloria, y parecía llegado por fin el turno de la izquierda. AMLO, como popularmente es conocido López Obrador, arrancó la campaña con una cómoda ventaja, pero el agresivo candidato oficialista, Felipe Calderón, redujo la distancia rápidamente. Al poner el foco sobre los supuestos vínculos entre AMLO y los gobiernos bolivarianos de América Latina, Calderón consiguió deslindarse de la mediocre gestión de su compañero de partido y centrar la contienda en el supuesto mesianismo del candidato de la izquierda. Por supuesto, AMLO no ayudó: no acudió al primer debate entre candidatos y aceptó con agrado las comparaciones. Por no hablar del famoso plantón del Zócalo que organizó una vez que la elección acabó a favor de Calderón por menos de un punto, y con claros indicios de fraude electoral. Durante casi dos meses paralizó el corazón del país y amenazó con “mandar al diablo las instituciones”. Se disparó en el pie, podríamos decir. En la elección de 2012 el mal de altura le dio a través de la “república amorosa”, la ridícula utopía que AMLO se sacó de la manga para borrar su imagen de mesías autoritario. No le sirvió. Incapaz de aprovecharse del desgaste del PAN, de las miserias del candidato priista (el actual presidente, Enrique Peña Nieto) y del movimiento juvenil “yo soy 132”, AMLO acabó en segundo lugar a seis puntos del vencedor.
De vuelta a 2018, el candidato de la izquierda está capturando los temas principales de la campaña (seguridad y corrupción) y evitando meter la pata. Gracias a ello y al fenomenal desgaste de la actual administración, lidera todas las encuestas y las casas demoscópicas le otorgan una cómoda ventaja de alrededor de diez puntos sobre el segundo contendiente. Con un sistema electoral a una única vuelta donde el que cuenta con el mayor porcentaje de votos gana la presidencia, diez puntos podrían ser suficientes. Pero está por ver que AMLO no vuelva a dilapidarlos.
Los temas de la campaña
Sin duda alguna, el tema de esta campaña es la corrupción. Baste un ejemplo. Javier Duarte, el anterior gobernador priista del estado de Veracruz (tercera entidad más poblada del país), se robó alrededor de 1.000 millones de euros (según datos del propio gobierno federal). Sí, ha leído bien: 1.000 millones de euros. Es famosa la frase de la esposa del exgobernador, quien escribió “yo también merezco abundancia”. La cosa no pasaría de anécdota si no fuera porque el actual presidente de México, Peña Nieto, puso a Duarte como ejemplo virtuoso del nuevo PRI que supuestamente se encargaría de modernizar al país.
López Obrador es percibido como un político honesto y con un discurso sincero contra la corrupción
En esto del robo están juntos todos los partidos. El PAN también tiene gobernadores que han pasado por la cárcel y la corrupción del moribundo PRD en las pocas entidades que gobierna es casi su única seña de identidad. Así no es de extrañar que el enojo por esta corrupción descomunal haya aupado a AMLO en las encuestas. López Obrador es percibido como un político honesto y con un discurso sincero contra la corrupción. Además, su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) apenas tiene cuatro años de vida, por lo que aún no se ha visto envuelto en escándalos de corrupción. El repetitivo discurso de AMLO contra lo que llama la “mafia del poder” cobró fuerza durante esta administración, no sólo por la corrupción sino también porque las reformas económicas del denominado “Pacto por México” presentaron una fotografía de unidad de los tres grandes partidos (PRI-PAN-PRD) que no les ha ayudado a deslindarse de los fracasos de la actual administración.
Y este es el segundo tema de campaña: la economía y la pobreza. Los operadores de Peña Nieto, con su Rasputín Videgaray a la cabeza, fueron capaces de convencer a PRD y PAN para pasar una amplia agenda legislativa con cambios fiscales, energéticos, educativos y de telecomunicaciones. Algunas leyes han tenido éxito, pero en general el mantra de que con las reformas se crecería al 5 por ciento ha fracasado. Aunque es cierto que el país ha superado la crisis petrolera mejor que países vecinos como Venezuela o Brasil, los votantes no saben de argumentos contrafácticos y lo que ven es que las reformas han ayudado a disparar la deuda y la inflación, sin que suban los salarios. El candidato oficialista insiste en que su victoria es necesaria para consolidar las reformas y que el triunfo de AMLO las pondría en peligro, pero más allá de los cenáculos ilustrados, la ciudadanía no acaba de creerse los milagros reformistas del PRIAN, como popularmente se conoce a la entente de los dos partidos de la derecha (el equivalente mexicano al PPSOE de aquí).
La (in)seguridad es el último tema de campaña. Debería ser el primero por el bárbaro número de muertes relacionadas con el crimen organizado (más de 100.000 durante el actual sexenio), pero tanto PRI como PAN evitan el debate para no hacerse cargo del fenomenal legado de violencia que han dejado. La historia es conocida. Para legitimarse por su minúscula victoria, Calderón tuvo la ocurrencia de enviar al Ejército a luchar contra los grupos criminales en Michoacán. Y una vez fuera de los cuarteles, los militares alimentaron la oleada violenta. Peña Nieto mantuvo la misma estrategia, pero le bajó el foco mediático. Durante unos años funcionó, pero al final de su sexenio la violencia está otra vez en niveles máximos. Frente al PRIAN, AMLO se ha sacado de la chistera algunas propuestas interesantes, como la negociación con los criminales. Si estamos en guerra, vendría a decir AMLO, ¿por qué no buscar una negociación que reduzca la violencia criminal a los niveles bajos que cualquier modelo teórico sobre actividades criminales predeciría? Por supuesto, los candidatos de la derecha se han opuesto, pero su negligencia habla por sí sola.
En resumen, en dos de los tres temas principales de campaña AMLO tiene la posición ganadora (seguridad y corrupción), y en el tema económico no parece que el PRIANISMO tenga mucho de qué presumir.
Los candidatos
Empecemos con el puntero. Esta es la tercera vez que AMLO se presenta a la elección presidencial. A pesar de llevar toda la vida en política, su único período de gestión fue la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, la cual detentó entre 2000 y 2006. Allí consiguió consolidar la supermayoría que ha disfrutado desde entonces la izquierda en la capital (ganó por menos de cuatro puntos, mientras que su sucesor arrasó por casi veinte), tuvo una gestión progresista enfocada en la ampliación de derechos (como las pensiones para mayores), la reducción de la inseguridad y el mejoramiento de la movilidad vial. Frente a la cara agresiva del candidato mostrada en el plantón del Zócalo, su gestión capitalina es ensalzada por sus seguidores como ejemplo de lo que AMLO haría si llegara a la silla presidencial.
La estrategia de AMLO ha sido no negociar con nadie y esperar que toda la izquierda acabara confluyendo bajo su manto
Tras la derrota de 2012, muchos daban a AMLO por acabado, más aún teniendo en cuenta sus problemas de salud. Pero tuvo la genialidad de romper con el PRD a raíz de la participación de este partido en el Pacto por México y crear su propio partido, MORENA. El fracaso de las reformas arrastró no sólo al PRI sino también a la oposición y ha hecho que muchos votantes se fijen en MORENA como un partido no contaminado por la corrupción y el seguidismo presidencial. La estrategia de AMLO ha sido no negociar con nadie y esperar que toda la izquierda acabara confluyendo bajo su manto. Esto no le funcionó en las pasadas elecciones del Estado de México (entidad más rica y poblada del país), en las que la candidata de MORENA se quedó a tres puntos del priismo, ya que el PRD cosechó un nada despreciable pero inservible 18 por ciento de las papeletas. AMLO cree que esta estrategia de fagocitación sí tendrá éxito esta vez, sobre todo si tenemos en cuenta que el PRD va en una coalición ideológicamente suicida con el PAN.
Hablemos de esta coalición que por ahora ocupa el segundo lugar en las encuestas. Su abanderado es Ricardo Anaya, un joven político que combina altas dosis de astucia estratégica con una notable indigencia ideológica, alimentadas ambas por su insaciable apetito de poder. El llamado “joven maravilla” ha ocupado cargos en política desde su más tierna juventud. Algunas informaciones filtradas por la fiscalía apuntan a que, siguiendo la máxima del priista Carlos Hank de que “un político pobre es un pobre político”, decidió hacer algunos negocios turbios que le dieran el dinero necesario para vivir cómodamente y mantener a su familia a buen recaudo en los Estados Unidos. Tuvo una meteórica carrera en el congreso mexicano y traición tras traición se hizo con los mandos del partido. Con mucha visión, apostó sus cartas al rescate del PRD para convertirse en el candidato de una coalición ideológicamente aberrante. Sin cartas en la manga para competir, más allá de su juventud, ha decidido centrarse en la lucha contra la corrupción y en el combate frontal contra el presidente Peña Nieto (incluso ha amenazado con meterlo en la cárcel si hubiera pruebas para ello). Es una estrategia extraña, porque hasta hace media hora Anaya convalidó la mayor parte de las políticas del Pacto por México y apenas dio muestras de ese celo persecutor contra los priistas.
Más allá del discurso combativo contra la corrupción, la componenda pragmática domina la campaña de Anaya. Una forma sencilla de ilustrar esto es echar una ojeada a su equipo de coordinación de campaña, compuesto por 35 “coordinadores de área”. Por un lado, ninguno de esos 35 coordinadores se dedica a los temas clave de la elección como la corrupción o la inseguridad, aunque sí hay espacio para áreas tan relevantes como coordinador “de campaña sin candidato”, o coordinador “de relato político”. Y por otro, hay cargos para todo quisque, no sólo para los políticos profesionales de los tres partidos que apuntalan su coalición, sino también para otros tantos personajes de aluvión que han visto en la candidatura de Anaya la posibilidad (incierta pero real) de poder volver a meter la cuchara en el plato del presupuesto público.
En tercer lugar en las encuestas va el candidato oficialista, José Antonio Meade, acabado ejemplo de político prianista. De formación académica (tiene un doctorado en economía por Yale), estaba llamado a ocupar un discreto segundo lugar pero las meteduras de pata de su jefe Luis Videgaray (sobre todo con la invitación a visitar México al entonces candidato Donald Trump) le convirtieron en el candidato más potable. Meade empezó su carrera política con Calderón en el Ministerio de energía y durante la actual presidencia ha pasado por los ministerios de Exteriores, Desarrollo Social y Hacienda. A pesar de no ser militante del PRI, su cercanía al grupo compacto peñanietista y su supuesta honestidad (aparentemente, no tiene cola que le pisen), le hacían el candidato menos malo.
Pero Meade tiene un gigantesco problema de credibilidad, porque si no es corrupto, debería deslindarse de Peña Nieto cuanto antes; y si sí lo es, entonces no le importará deslindarse de forma cínica (y si ni siquiera se deslinda, ¿qué se puede esperar de un candidato así?). Además, sus gestiones tampoco se han caracterizado por la excelencia. Podríamos decir que Meade es el Rajoy mexicano, salvando las distancias entre el máster en complacencia del notario gallego y el doctorado en economía del candidato priista.
Meade dispondrá de la poderosa red clientelar priista y del control remoto de todos los árbitros electorales. Sin ir más lejos, esta semana el Tribunal Electoral permitió el registro de Jaime Rodríguez, candidato supuestamente independiente cuyas firmas para estar en la boleta en gran parte eran irregulares, y que en la óptica miope del PRI podría ayudarles a quitar votos a AMLO. Pero el actual grupo priista que controla el poder ha hecho tanto daño al país que se antoja casi homérico su intento por conseguir la reelección.
Finalmente, están los llamados “independientes”, Margarita Zavala (esposa del expresidente Felipe Calderón) y el mencionado Jaime Rodríguez (exgobernador independiente del Estado de Nuevo León). Sus probabilidades de vencer son nulas, pero igual pueden rebañar unos pocos puntos porcentuales que bien podrían decidir la elección en uno u otro sentido.
El pronóstico
Como el sistema electoral mexicano no cuenta con segunda vuelta, los meses previos al inicio oficial de la campaña se convierten en una competición entre los candidatos por ocupar los dos primeros lugares, a la espera de que los candidatos con más preferencias en las encuestas atraigan el voto útil de los que prefieren a candidatos menores. Así, la dinámica en lo que llevamos de campaña ha sido el enfrentamiento brutal entre Meade y Anaya para consolidarse en la segunda plaza y atraerse el voto útil del prianismo. El gobierno de Peña Nieto ha utilizado a la fiscalía para congelar las investigaciones relacionadas con escándalos de gobernadores priistas y, a la vez, para publicitar los supuestos malos manejos de Anaya. Al igual que le pasó a Michael Ignatieff, candidato liberal a las elecciones canadienses de 2009, cuando su rival le acusó de estar “just visiting” (recuerden que Ignatieff había sido profesor en Harvard y llevaba años sin vivir en Canadá), a Anaya las acusaciones de corrupción le han caído como una media verdad: aunque sean falsas, hay suficientes visos de verdad como para que los votantes las crean.
La victoria sería para el que suene más creíble en su lucha contra la corrupción: si el carisma de AMLO o el institucionalismo de Anaya
Por desgracia para Meade, el frenazo que ha sufrido Anaya en las encuestas no se ha convertido en más apoyos para el PRI. Si Meade no alcanza a Anaya, sólo le cabe la estrategia de conseguir que alguno de los independientes salgan de la contienda y pidan el voto para él. El 6 por ciento de preferencias que las encuestas dan a Margarita Zavala podría ser un bocado muy apetitoso para el equipo de Meade, ya que le permitiría alcanzar a Anaya. Pero a pesar de que Meade empezó su carrera política con el esposo de la candidata, no parece que esta esté dispuesta a declinar a favor del abanderado priista. Expulsada de su partido, ir de la mano del PRI sería la última deshonra para el panismo rebelde.
El otro escenario más interesante es si Anaya consolida su ventaja de unos seis puntos sobre Meade. Esta es la peor pesadilla de AMLO. En primer lugar, Anaya bloquearía parte del voto útil de la izquierda al dar la posibilidad a los votantes del PRD de tener opciones de vencer. Segundo, podría captar el voto útil de Margarita Zavala, a pesar de que es muy poco probable que esta decline a favor de Anaya. Y finalmente, porque podría atraer el voto estratégico de los votantes que se sienten cómodos con el prianismo. En este escenario probable, la victoria sería para el que suene más creíble en su lucha contra la corrupción: si el carisma de AMLO (si yo gano, la ejemplaridad reinará sobre todas las instituciones) o el institucionalismo de Anaya (la corrupción se acaba con más instituciones que vigilen a los servidores públicos). La institucionitis mexicana no parece haber servido para atar las manos a los gobernantes corruptos. Todo apunta a que esta vez sí AMLO tendrá la posibilidad de demostrar si su ejemplo es suficiente para amarrar las riendas del desbocado caballo de la corrupción, siempre y cuando no le vuelva a dar el mal de altura.
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Luis de la Calle es profesor de ciencia política en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE, Ciudad de México).
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Luis de la Calle
Es profesor de Ciencia Política en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE, Ciudad de México).
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