Tribuna
¿Se ha feminizado el gran sindicalismo?
Apelar hoy únicamente a las trabajadoras, solo en su calidad de tales, es una entelequia de escasísimo recorrido
María Eugenia R. Palop 30/04/2018
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Hablar de la feminización del gran sindicalismo no es solo hablar del número de mujeres que están afiliadas a los sindicatos o que ocupan puestos de representación en las diferentes organizaciones, aunque estos son datos de indudable importancia. Las mujeres constituyen el 44% de la afiliación en CCOO y el 35.6% ocupa puestos relevantes de representación. La secretaría general de CCOO en Andalucía y Euskadi la ostentan mujeres y una buena parte de la comisión ejecutiva está también liderada por ellas. Sin embargo, feminizarse no es únicamente una cuestión de números.
La feminización no se reduce tampoco a hablar del modo en que la lucha sindical puede mejorar las condiciones de vida de las mujeres trabajadoras, entre otras cosas, porque este es un objetivo que ya se le presupone. El 8M UGT y CCOO convocaron una huelga de dos horas, uniéndose a las movilizaciones feministas con el hashtag #VivasLibresUnidas y solicitando la activación del Pacto de Estado contra la violencia de género, el incremento de las políticas activas de empleo, planes de igualdad, medidas de acción positiva para combatir las brechas salariales, la eliminación de las desigualdades en la protección social, el fortalecimiento de los servicios públicos, la representación paritaria en los órganos de poder, y una medida efectiva de corresponsabilidad, que pasaba por la aprobación de la quinta semana del permiso de paternidad o la retribución de las excedencias por cuidado familiar. Los dos grandes sindicatos apostaban, además, por la ratificación del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre el trabajo digno de las trabajadoras del hogar, cuidadoras a tiempo completo, en buena parte mujeres migrantes.
Con todo, si hay algo que quedó claro el 8M fue que los sindicatos de las dos horas infravaloraron la movilización de las mujeres que habían optado, además, por una conexión y una interacción no mediada que el sindicalismo tampoco supo ver. Desde luego, era difícil prever las dimensiones de la eclosión feminista y el rotundo éxito de una huelga que, por primera vez, consiguió abarcar a la totalidad del mundo del trabajo, el remunerado y el no remunerado, porque la huelga de cuidados no suele estar en la agenda de paralizaciones del sindicalismo clásico.
El 8M visibilizó que el mundo del empleo que preocupa a los sindicatos, depende directamente de la reproducción y el sostenimiento de la vida de esas invisibles que no pueden sindicarse, y que las etiquetas que dividen a las mujeres entre trabajadoras y “no trabajadoras” empiezan a ser irrelevantes cuando se trata de ocupar una barricada feminista. Lo cierto es que hoy apelar únicamente a las trabajadoras, solo en su calidad de tales, es una entelequia de escasísimo recorrido. Y lo es, no solo por razones sistémicas, sino porque no se puede desvincular la agenda social de la política identitaria, y la posición laboral ha dejado de ser nuestra única causa de pertenencia y nuestra única fuente de subjetividad.
Por lo demás, el sindicalismo convencional ha mantenido un feminismo institucional centrado en impulsar el acceso de las mujeres al mercado y en promover un cambio de valores que reconociera a las trabajadoras como ciudadanas, pero ha subalternizado, colateralmente, a las que “no trabajaban”. Lamentablemente, las acciones afirmativas que se han impulsado, han acabado teniendo un impacto más positivo sobre la competitividad del mercado que sobre el nivel de vida de las mujeres, sin lograr subvertir, en realidad, las desigualdades que estaban en el origen de su discriminación y su opresión. Y no se ha entendido que el 8M ha clamado también contra este feminismo homogeneizador y abstracto que ha sido más sensible a los lobbies feministas de salón que a su reivindicación organizada, y que no ha conseguido anclar las políticas sociales en el mundo materializado y relacional que sustentan las mujeres. Esta revolución feminista ha reivindicado el cuidado como una virtud cívica y un deber público de civilidad, colocando en primer plano las prácticas feministas, la experiencia y el aprendizaje de las mujeres. Y una muestra de que el sindicalismo no ha logrado captar la crisis de cuidados que se denunciaba, ha sido su renuncia a reivindicar los permisos de paternidad y maternidad obligatorios, intransferibles y pagados al 100%, con los que se obligaría a los varones a asumir sus responsabilidades como padres, dándoles, además, la oportunidad de mejorar como personas y como ciudadanos.
Finalmente, el 8M ha subrayado la resistencia de las mujeres frente al expolio de los comunes por parte de los grandes oligopolios extractivistas. Por eso se hablaba de huelga de consumo; porque el colapso civilizatorio que hoy padecemos, el cambio climático, el fin de la biodiversidad, la crisis alimentaria o la crisis hídrica que ha provocado ese expolio, es también el de los valores masculinos asociados a un crecimiento desenfrenado. Y, francamente, nada sugiere que los grandes sindicatos hayan renunciado al crecimiento como objetivo prioritario, aunque sea con la buena intención de aumentar la tarta para repartirla equitativamente.
En fin, me parece que el sindicalismo avanza indudablemente hacia la feminización, pero me temo que sigue corriendo el riesgo de llegar demasiado tarde.
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María Eugenia R. Palop es profesora de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III. @MEugeniaRPalop
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