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Miedo a un universo negro

¿Puede ayudar la 'Pantera negra' de Marvel a mantener viva la llama del radicalismo negro?

Kaila Philo (The Baffler) 25/04/2018

Pixabay

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La América negra se está acercando al precipicio. El 16 de febrero se estrenó en los cines de EE.UU. la película Pantera negra, dirigida por Ryan Coogler. Las expectativas sobre la película comenzaron a crecer desde el momento en que se publicó el primer avance: la preventa superó a todas las películas estrenadas durante el primer cuarto del año a lo largo de la historia. Luego, después de batir récords en su primer fin de semana, los fans la consideraron como una seria candidata a los premios de la Academia.

La película, si todavía no lo sabes, sigue las andanzas de T’Challa, la Pantera negra, poco después de los eventos que tienen lugar en otra película de Marvel, Capitán América: Civil War. T’Challa regresa a su tierra natal, la utópica y aislacionista Wakanda, para acceder al trono tras la muerte de su padre, T’Chaka. Sin embargo, poco después, su primo Erik Killmonger, que ha crecido en EE.UU. y que estaba desaparecido desde hacía mucho tiempo, reaparece para disputarle el puesto, buscar venganza e iniciar una revolución mundial con la ayuda de la superioridad armamentística y tecnológica de Wakanda. Es una historia de lazos rotos, disforia cultural e ideologías en conflicto; o al menos en el caso de esto último, podría haberlo sido.

En un artículo publicado en la revista Time, Jamil Smith intentó capturar qué aspectos de la película habían provocado tanto entusiasmo entre las personas negras que hasta entonces no habían mostrado un gran interés por el universo cinemático de Marvel:

En pleno proceso de regresión cultural y política, alimentado en gran parte por el movimiento nativista blanco, la existencia misma de Pantera negra suena a resistencia. Su temática pone en duda la imparcialidad institucional, sus personajes critican abiertamente a los opresores y su discurso incluye una visión poliédrica de la vida y la tradición negras.

Lamentablemente, la lectura que hace Smith del sentir negro es al mismo tiempo emocionada e impersonal. Los ciudadanos negros no se identifican con Pantera Negra porque sea otro hito, sino que más bien nos hemos acostumbrado tanto a producir cultura para el signo de la época, que todavía no nos reconocemos como valiosos consumidores dentro del mismo. Ni tampoco, en ningún caso, la película destaca por su carácter político en un período hiperpolitizado; todo el arte negro es político por naturaleza. 

La película destaca por su abundancia, en todos los sentidos de la palabra: es un espectáculo afrofuturista diseñado para insuflar orgullo panafricanista en sus espectadores. La fuente original, rica en cultura y en todo lo demás, se presta bien al medio audiovisual, y crea una obra de arte que ha dejado asombrados, con razón, a millones de estadounidenses.

Lamentablemente, también está escrita de manera bastante torpe, algo en parte inevitable, ya que Coogler está obligado a conformar un reparto coral, exponer la geopolítica de un imaginario y utópico estado africano, comprimir la narración para que se ajuste a los esquemas predestinados del universo cinemático de Marvel y estar a la altura de las expectativas que genera una película negra estrenada durante el mandato de Trump. Para muchas personas, se suponía que Pantera negra sería revolucionaria por definición. No es el caso, aunque da pistas de lo que podría ser.

En primer lugar, para despejar dudas: Pantera negra tiene poco (o nada) que ver con el Partido Pantera Negra, a pesar de las alusiones que se hicieron durante la campaña de publicidad. El personaje de T’Challa, la Pantera negra, creado por Stan Lee y Jack Kirby, hizo su primera aparición en un cómic de los Cuatro Fantásticospublicado en julio de 1966, tres meses antes de que Huey Newton y Bobby Seale fundaran el Partido Pantera Negra. (En 1972, el partido había adquirido tanta mala fama, según Lee, que intentó cambiarle el nombre a T’Challa por el de “leopardo negro”, aunque no funcionó). Según Lee, el nombre era un tributo a un héroe de aventuras popular que tenía una pantera negra como ayudante. Cuando Newton y Seale eligieron el nombre del partido, optaron por la vía poética: “La naturaleza de la pantera es nunca atacar, pero si alguien la ataca o la acorrala contra una esquina, la pantera salta y aniquila al atacante plena, total y completamente”.

Sin embargo, la influencia que ejerció el partido sobre la política negra hizo que su existencia terminara por definir a T’Challa mediante un proceso de ósmosis semiótica, que ha continuado hasta su encarnación en la gran pantalla. Cuando T’Challa debuta en el universo cinemático de Marvel, Capitán América: Civil War, el personaje interpretado por Chadwick Boseman es un diplomático pacífico hasta que el Soldado del invierno asesina a su padre. Ahí comienza un desarrollo narrativo basado en la venganza, que continúa durante la mayor parte de la película. Cuando Ojo de halcón hace uno de sus comentarios, que han terminado por definir el tipo de diálogos de Marvel, su respuesta es: “No me importa”, y persiste en el ataque. Aun así, se muestra razonable y proporciona al Soldado del invierno los mejores cuidados médicos que existen en Wakanda, su patria utópica, una vez que se demuestra que le habían lavado el cerebro a su adversario.

El T’Challa que interpreta Boseman se inspira sin ninguna duda en el estoicismo de los panteras negras: un machismo silencioso combinado con un cierto tono dignificado característico de África del Este. La forma que tiene de comportarse recuerda a los armados hombres de cuero del partido, el ejército silencioso que se situó alrededor de Eldridge Cleaver durante el discurso que pronunció fuera del juzgado donde se estaba procesando a Newton. Boseman tampoco fue el único que se dejó influenciar por el Partido Pantera Negra: durante la campaña publicitaria de la película, Michael B. Jordan posó vestido de cuero y con boina para una sesión fotográfica de la versión británica de GQ. Asimismo, Beyoncé evocó la vestimenta de los panteras negras cuando cantó el himno femenino negro “Formation” durante el concierto de la Super Bowl 50. Unos años antes, Jay-Z también les mencionó en la canción “Murder to excellence” de su disco (y de Kanye West) Watch the Throne: “Nací el día que murió Fred Hampton / Oh, los negros de verdad se multiplican”. Jay-Z se refiere al hecho de que la policía de Chicago asesinó a Fred Hampton, de 21 años, el 4 de diciembre de 1969, el mismo día que él nació.

Parece que la familia Carter se ha enamorado de la idea de la liberación negra (o al menos de su estética), al igual que muchos otros artistas negros actuales. El Partido Pantera Negra es una fuente de imágenes seductoras para una generación de artistas y famosos que buscan inyectar negrura en la cultura de masas sin caer en los incipientes estereotipos tan odiados por los Cosbystas (los pantalones caídos y el gangsta rap, por ejemplo). Y las imágenes resultantes de esta influencia son a menudo muy llamativas: en tanto que colectivo, el partido exuda resistencia, obstinación, rectitud y descarada masculinidad en una sociedad decidida a destruir al hombre negro sea como sea, ya sea disparándolo, linchándolo, encarcelándolo o mediante una lenta erosión psicológica. Los artistas negros veneran a los panteras negras porque nos han dado imborrables imágenes de radicalismo negro y, lo que es más importante, de poder negro. Sin embargo, la firme ideología socialista y anti-imperialista del partido a menudo pasa a un segundo plano porque el poder que buscan es económico y no solo una función del credo capitalista blanco, que margina a los más pobres. Hasta el día de hoy, ese es el credo que fundamenta en silencio a nuestros mejores y más ilustres famosos negros.

En un momento dado, existió consanguinidad entre los negros estadounidenses de todo el espectro económico, y eso representaba un nexo unificador de revanchismo y Espíritu Santo. El movimiento de los derechos civiles hizo que estallara en todo el país un conflicto cultural: el sur mediante parábolas talmúdicas y el norte mediante rhythm and blues. Todo esto era subversivo hasta en su vertiente más centrista, sobre todo si se considera que la doctrina que predominaba por aquel entonces en Estados Unidos era una auténtica supremacía blanca. Entre los ejemplos de obras radicales de mediados del siglo XX figuran Notes of a Native Son, “Mississippi Goddam” o “Lawdy Mama”, y conforman un panteón cultural negro tan heterogéneo en su composición económica como en sus diferentes tonalidades de marrón. El libro de Manning Marable, Más allá del negro y el blanco, rememora cómo esas infraestructuras binarias constituían una fuerza vinculante: “Antes, la segregación proporcionaba un sentimiento de sufrimiento compartido y una identidad grupal. Se había construido un muro de raza artificial, pero poderoso, alrededor de nuestra comunidad, que nos daba al mismo tiempo un sentimiento de opresión y el deseo colectivo para resistir”. También añade que durante la época en que escribió el libro, las décadas de los 80 y los 90, “hasta el término ‘comunidad negra’ está sometido a debate”.

Aunque sea problemático, como poco, insinuar que la segregación era lo único que mantenía viva a la comunidad negra, el ubicuo movimiento del Black Power que dominaba esa época influyó definitivamente en el pensamiento de Marable. El sueño de M. L. King (una ciudadanía estadounidense unida por la igualdad socioeconómica) no se pudo cumplir, sino que más bien acabó distorsionándose como consecuencia del integracionismo liberal, que creó una pequeña burguesía negra que exacerbó las disparidades interraciales entre clases, en ciudades como por ejemplo Washington D.C. Durante finales de los ochenta y comienzos de los noventa se pudo observar cómo la clase media negra estadounidense prosperaba, y los matrimonios negros con títulos universitarios llegaban a ganar un 93 % de lo que ganaban los hogares blancos similares. Mientras tanto, el salario medio de las familias negras no superaba los 22.000 dólares anuales. En palabras de Marable: “La experiencia general de la clase trabajadora negra, de las personas negras con bajos ingresos y de las familias negras dependientes de la asistencia social (la abrumadora mayoría de los afroamericanos) es una de continuo deterioro”. 

En su libro Estuvimos ocho años en el poder, Ta-Nehisi Coates cuenta cómo los milenials negros perdieron paulatinamente el interés por la política racial antes de que Obama anunciara su campaña:

El carácter nacional cambió a raíz del 9/11. La cuestión más importante sobre justicia durante los años de Bush giraba en torno al espionaje y la tortura. La vieja generación de los derechos civiles estaba envejeciendo y existía un sentimiento generalizado de cansancio, incluso entre los activistas negros, con el modelo de liderazgo que encarnaban Jesse Jackson y Al Sharpton. La coreografía se había vuelto repetitiva: se cometía un incidente horrendo, se organizaba una marcha, se intercambiaban predecibles opiniones y tópicos, y el delito original terminaba por olvidarse. En la mayoría de los casos, el escándalo era decisivo y muy real, pero la falta de cualquier tipo de acción de peso y, más aún, el hecho de que la táctica no hubiera cambiado en aproximadamente unos cuarenta años, hacía que muchos de nosotros sintiéramos que no estábamos siendo testigos de un movimiento político, sino más bien de un tipo de representación catártica. 

Fue la victoria de Obama en 2008 lo que consolidó una cultura de individualismo negro. La frase “Excelencia negra”, inspirada de nuevo en Jay-Z, terminó por convertirse en dogma; nos tocó vivir en un país “posracial” basado en lo que Aziz Rana describió en la publicación n+1 como “un moribundo centrismo actual”: “[Obama] era la prueba viviente del excepcionalismo estadounidense, que personaliza el desarrollo personal a través de la meritocracia”. El letargo que asolaba al anteriormente sólido movimiento del Black Power se dio entonces a conocer a través de la producción cultural de esa época, en la que el programa de televisión más radical y negro era The Boondocks, una teleserie animada en la franja Adult Swim de Cartoon Network que se emitió entre 2005 y 2014. Ese programa, basado en la tira cómica de Aaron McGruder que publicaba The Washington Post, ofrecía una crítica de izquierdas sobre la cultura negra, y comentaba desde los programas que vemos hasta las comidas que comemos o la gente que nos negamos a criticar a causa del miedo (a que los blancos estadounidenses nos pierdan el respeto). Sin embargo, The Boondocksduró solo cuatro temporadas. En lo que respecta a McGruder, comenzó la tercera temporada con una crítica frontal contra Obama y la obsesión que rodeó a las elecciones de 2008; poco después abandonó el programa y su calidad bajó considerablemente durante la cuarta y última temporada. 

No me voy a morder la lengua: la representación, y nada más, sigue siendo el principio sobre el que se sustenta el arte negro. El esfuerzo incondicional por proyectar caras negras sobre pantallas grandes y pequeñas no es solo una iniciativa meritoria (fue el modus operandi del Black Arts Movement durante la década de los 60 y los 70). De acuerdo con las palabras de Kellie Jones en el capítulo “El oeste negro, pensamientos sobre el arte de Los Ángeles”: “El Black Arts Movement promovió el placer estético de la negrura y se centró en la recepción por parte de un público negro”. En 1970, el colectivo artístico radicado en Chicago, AfriCOBRA, publicó Diez en búsqueda de una nación, un manifiesto que proporcionaba un conjunto de principios estéticos que deberían utilizar los artistas radicales negros, y que generalmente se centraban en la “maravilla expresiva” del arte.

No obstante, el asunto que queda por abordar es qué se busca representar, y a partir de ahora la misión debería ser descolonizar la conciencia colectiva negra. La cultura estadounidense negra no se ha divorciado de la cultura estadounidense: cualquier impronta fascista que deja la américa blanca, la negra también. Toni Morrison teorizó una vez que el arte estadounidense blanco tomó como ejemplo a la esclavitud africana, pero ahora parece que los estadounidenses negros se están inspirando en el paradigma de progreso europeo, aunque irónicamente sea a través de una tierra imaginaria (la Wakanda de Pantera negra) que nunca fue colonizada. 

Pero la culpa no es de los cineastas de Pantera Negra, ya que la mayoría de los estadounidenses (quizá más que nadie los estadounidenses negros) nunca han tenido la oportunidad de estudiar la historia precolonial de África. Nuestro arte siempre dependerá de la sociedad en que vivimos y Coogler parece ser consciente de ello. Por eso aprovecha (igual que muchísimos otros escritores negros de cómic antes que él) el potencial descolonizado de Wakanda, y plasma su africanismo como si estuviera libre del saqueo a su alrededor. Sin embargo, Wakanda sigue siendo una creación blanca y es en este aspecto donde las posibilidades radicales de Pantera Negra permanecen sin desarrollar: ¿cuestiona la película nuestra veneración por la monarquía, o la razón de descubrir un linaje de reyes y reinas africanos, cuando la vasta mayoría de nosotros seguiría siendo un plebeyo, o peor aún, un esclavo? Esta es una pregunta pertinente que formularse porque vivimos en una cultura que venera a los artistas multimillonarios que alzan puños combativos mientras emplean mano de obra de Sri Lanka en talleres miseria, una cultura que venera a una figura neoliberal que vende esperanza en el credo estadounidense cuando la esperanza solo genera miseria. Pantera Negra, hay que admitirlo, no cuestiona esa cultura. Al contrario, distorsiona y denigra de forma deliberada y por completo al radicalismo negro mediante el personaje de Eric Killmonger.

Killmonger, interpretado por Michael B. Jordan, está siendo ahora aclamado como el mejor villano del universo cinemático de Marvel. Está claro que se acerca más al heroísmo trágico que T’Challa, en el sentido de que posee un defecto fatídico, que en última instancia provoca su destrucción: un chovinismo racial que se demuestra en su anhelo persistente y violento por armar a los negros de la diáspora con la tecnología de Wakanda y por alzarse con el control del planeta. Esta política parece estar llena de matices, pues la retórica de Killmonger se asemeja a la del partido, a la de Frantz Fanon o incluso a la de Malcolm X, pero al final la ideología de Killmonger resulta ser desordenada, errónea y lo suficientemente ilógica como para matarlo esté justificado en un universo donde un dios nórdico utilizó un ejército extraterrestre para destruir el planeta, y luego solo lo llevaron a una acogedora cárcel espacial y terminó redimiéndose en películas posteriores. 

Se podría objetar que los motivos de Killmonger no casan con el radicalismo negro tal y como lo conocemos (porque quizá encontró algunos textos nacionalistas negros mientras estudiaba en la MIT, o porque su única motivación es la venganza por la muerte de su padre), pero a lo largo de la película se burla sistemáticamente de la realeza de Wakanda por haber privado de sus recursos a los estadounidenses negros durante generaciones. Esta es la postura (personal y política) que guía su discurso vengativo (calcado al de T’Challa en Civil War), aunque comienza a desmoronarse cuando la película intenta navegar por el plano liminal que separa una realidad alternativa de nuestra propia realidad. Por el momento, Wakanda no es sino una extensión de nuestra realidad, en lugar de ser una completa aberración de las políticas raciales tal y como las conocemos, y Killmonger adolece de una clara falta de desarrollo. Se asume su dolor porque es heredado, casi genético. Y ¿qué mejor manera de conformar el carácter de un villano que hacerlo a través de problemas con los que el público puede asociarse? Su dolor es igual que el nuestro.

Los defectos también se extienden a la ejecución de Pantera negra. Una temprana secuencia sirve como puente entre la verdad y la fantasía: la película comienza con el príncipe N’Jobu, magníficamente interpretado por Sterling K. Brown, llevando a cabo una venta de armas en un apartamento de Oakland. Así es como se presenta a Killmonger, el hijo de N’Jobu, como un doble de la experiencia del estadounidense negro en este sueño utópico, tan eficaz que muchos videntes han argumentado que tiene razón en hacer lo que hace. Aunque, en este sentido, si la actitud de Killmonger está provocada por la opresión institucional, su trayecto es político, y si está provocada por la opresión institucional de nuestra realidad, la película es política. Por eso desconcierta que los guionistas huyan de la evidente consecuencia: una batalla ideológica entre Killmonger y T’Challa, análoga a la que existió entre Malcolm X y King. (Y no es que Marvel no lo haya hecho ya antes: una versión similar es lo que mueve gran parte de la franquicia de X-Men).

En su lugar, Pantera negra coquetea con una alegoría que no termina por confrontar. Coogler basa la película en un debate sobre lo que la utopía negra le debe al resto de la diáspora (un argumento que en gran medida no se puede aplicar a nuestra realidad porque Wakanda no existe), y al mismo tiempo se apoya en el realismo social de la opresión institucional. Y Killmonger se presenta como un revolucionario negro, si bien con una “revolución” que equivale a un propósito políticamente sesgado que se consigue por medios malévolos: una guerra mundial como proyecto imperial africano. Esta caricatura del poder negro se expresa sobre todo a través de un machismo desequilibrado, que lleva a Killmonger a estrangular a una anciana que cuestiona su liderazgo. En ese sentido, Killmonger es la encarnación física del “grupo armado negro” que tanto temía el poder blanco durante la época álgida del Black Power. En resumidas cuentas, un personaje de Marvel que abraza un criticismo lúcido del imperio estadounidense solo puede ser aceptado si es blanco. 

Y ahí es donde reside el daño. Pantera negra es capaz de introducir temas políticos incisivos solo porque renuncia a cualquier responsabilidad de otorgarles la debida atención. No es que Killmonger tendría que haber mirado a la cámara y recitado un discurso de Marcus Garvey, pero tampoco hacía falta que maltratara a viejitas ni que pretendiera instaurar una versión negra de lo que hicieron los blancos. Sus razones deberían tener una base más sólida en nuestra realidad filosófica, sobre todo si ese mundo se basa en nuestra realidad política, para que millones de videntes no terminen con el sentimiento de que el no-liberalismo negro es bruto e irracional. Incluso hasta habría sido suficiente con no matarlo al final de la película. 

La película está lejos de ser revolucionaria (ni siquiera hacía falta), pero la campaña de publicidad pregona lo contrario. Mientras tanto, el efecto que ha tenido en la cultura popular ha sido peculiar en el mejor de los casos y preocupante en el peor: los aficionados alaban ahora a la película como un representativo acto de progreso, un cambio en el amplio debate cultural, cuando, más bien, Pantera negra ha sumado su bandera a la fantasía neoliberal y ha declarado: “Aquí me tienen”. Aunque no era necesario que la película fuera una declaración de intenciones, tampoco era necesario que bastardeara el radicalismo negro, o peor incluso, que intentara adueñárselo obligando a sus actores a lucir la vestimenta del Partido Pantera Negra durante la gira publicitaria, o que utilizara en su tráiler un remix de la canción “The revolution will not be televised” de Gil Scott-Heron.

Con todo y eso, Pantera negra es importante porque ha dado pie a un impulso afrofuturista en el cine. El objetivo del afrofuturismo, como de la ciencia ficción en general, es abrir la imaginación racial y remendar el tejido social, para ayudar a crear una sociedad alejada de la nuestra, quizá como forma de escapismo. Ese es el objetivo de Pantera negra, pero esa es una hazaña que necesitará más de una película, puede que todo un universo. En cualquier caso, el éxito de Coogler ha servido para abrir la puerta a que auténticas épicas afrofuturistas del mismo tipo puedan facilitar que ese proyecto llegue a buen término. Hemos logrado conseguir relevancia, pero la pregunta es qué vamos a hacer con ella.

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Kaila Philo es una escritora que reside en Baltimore. Escribe principalmente sobre cultura, tecnología y arte, y publica una columna mensual a través de Full Stop.

Este artículo se publicó en The Baffler

Traducción de Álvaro San José

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Kaila Philo (The Baffler)

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