Land of Lincoln
Solo niños jugando
En EE.UU. el concepto de seguridad está íntimamente relacionado con la cuestión racial. El miedo atávico del blanco hacia la negritud está elevado a la enésima potencia
Diego E. Barros Chicago , 5/10/2016
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Suelo correr por el barrio en el que vivo. Me gusta mi barrio especialmente por su ambiente académico y su multiculturalidad. De hecho, si no el que más, es uno de los más multiculturales de Chicago, ciudad que entre otros dudosos méritos cuenta con el de ser una de las más segregadas de EEUU. Como la Estrella Polar: norte blanco, oeste hispano/afroamericano, sur afroamericano. Al este está el lago, no cuenta. Una mañana corría por los alrededores del Museo de Ciencia e Industria y vi cómo desde un coche orillado me hacía señas una mujer. Tras decirme que andaba corta de gasolina, la mujer me preguntó si había alguna estación de servicio en los alrededores. Le contesté que si seguía hacia el sur llegaría a Stony Island, una amplia avenida con varias gasolineras. Con un gesto de preocupación, preguntó:
—Pero… ¿es seguro?
En EE.UU. el concepto de seguridad está íntimamente relacionado con la cuestión racial. Se trata de un prejuicio histórico. El miedo atávico del blanco hacia la negritud que aquí, por razones obvias, está elevado a la enésima potencia. Lo vino a reconocer la propia Hillary Clinton en el debate presidencial del pasado lunes. “Los prejuicios raciales no son exclusivos de la policía, sino de todos”. Tiene razón. Cada día, cuando cruzo parte del gueto (me permito el lujo de usar esta palabra) para llegar a casa, me asaltan. Cuando veo un crackero en una esquina y yo estoy detenido en el semáforo inconscientemente busco la presencia de la patrulla de la policía.
Sería estúpido negarlo, lo único que podemos hacer es luchar contra nuestros prejuicios que no son otra cosa que la manifestación de nuestros miedos.
En EE.UU. el concepto de seguridad está íntimamente relacionado con la cuestión racial. Se trata de un prejuicio histórico
En el fondo, conscientes del pecado original, no conseguimos desechar la idea de la venganza. Tarde o temprano llegará, como lo hizo en el Haití de la independencia, donde los esclavos ganaron la libertad pasándose por el cuchillo a los amos franceses. Haití se convirtió (entre 1776 y 1804) en el primer Estado en abolir la esclavitud. En el primer Estado negro. La respuesta del mundo fue colocarle una etiqueta de maldito de la que todavía sigue sin desprenderse.
Abraham Lincoln jugó la carta de la emancipación de los esclavos para justificar una guerra económica contra la secesión de una parte (la más fuerte económicamente, gracias a la esclavitud) de la nación. En realidad, el célebre discurso de Gettysburg (1863) poco o nada significó para los esclavos, ya que en el “people” de la célebre línea final —“…and that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth.” (“…el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”—, nunca estuvieron incluidos los ahora llamados afroamericanos.
Hubo que esperar otros 100 años para que otro presidente estampara su firma en la Declaración de Derechos Civiles que, por fin, venía a ratificar el contenido de la Declaración de Independencia y posterior Constitución: todos los hombres nacen libres e iguales. Tanta espera y tan trágica que a Martin Luther King, cabeza insigne de lo que en EE.UU. se conoce como the Struggle (la lucha), el camino emprendido por the Dreamers (los héroes de los derechos civiles portadores del “sueño” del reverendo), lo acabaron asesinando en el balcón de un hotel de Memphis.
Hablábamos de la dicotomía raza/seguridad que nos lleva a otra igual de peliaguda, armas y violencia. En realidad ambas comienzan a ir de la mano de manera especialmente exacerbada a partir de mayo de 1992. Los Ángeles arde en disturbios durante cinco días, después del veredicto que exonera de responsabilidades a cuatro agentes de policía acusados de apalear y matar a Rodney King, un taxista negro. Toda América vio las imágenes. De la paliza, del juicio, de los posteriores disturbios. Es el estallido de las cadenas de noticias tal y como las conocemos, con la mosca del “directo” como falso garante de la buena información. Desde un el salón de casa, los americanos ven cómo una mujer, blanca, es sacada de su coche y golpeada por una marabunta de afroamericanos furiosos que, a la vez, se entregan al pillaje. La mayor pesadilla de la América blanca se ha hecho realidad, el caos es real: se atenta contra la propiedad privada y sus legítimos poseedores, los blancos. El caos ya no forma parte de los documentos de historia sobre la lucha por los Derechos Civiles.
Hablábamos de la dicotomía raza/seguridad que nos lleva a otra igual de peliaguda, armas y violencia. En realidad ambas comienzan a ir de la mano de manera especialmente exacerbada a partir de mayo de 1992
La respuesta en el imaginario colectivo (blanco) es automática: la policía ya no puede protegernos. La edad dorada de las armas de autodefensa y de la Asociación Nacional del Rifle se lo debe (casi) todo a la muerte de Rodney King. “Aquel fue el momento, y si hablabas de ‘crimen’, todo el mundo entendía qué querías decir”, confiesa Mike Weisser, veterano ejecutivo de la industria en un artículo publicado por The New Yorker el pasado verano.
La ecuación afroamericanos (ahora también hispanos) igual a crimen y violencia permanece inalterable desde entonces. Se pudo ver, una vez más, en el debate presidencial. El momento justo en el que Donald Trump defiende la continuidad de la práctica aleatoria del “Stop and Frisk” (aunque esa aleatoriedad afecte mayoritariamente a afroamericanos y latinos) por parte de la policía, pese a haber sido declarada inconstitucional por un juez federal. “Se trata de quitarles las armas a los malos (bad people)”, argumentó el candidato.
Es decir: afroamericanos igual a BAD PEOPLE.
Las probabilidades de que siendo blanco te pare la policía son mínimas. Todos lo sabemos, los afroamericanos lo saben y por eso todos los padres (afroamericanos) tienen the Talk con sus hijos: el manual de comportamiento ante la policía.
El prejuicio existe también en sentido inverso, claro. Solo así se explica la fascinación que supone la controvertida figura de OJ Simpson cuyo juicio por el asesinato de su mujer y el amante de esta fue convertido en una cuestión racial: blancos contra negros. OJ Simpson fue declarado inocente en medio de un océano de dudas. Tantas que para los blancos es culpable (el propio Simpson ha alimentado la sospecha con su ambigüedad), mientras que para los afroamericanos es una víctima; una más, del sistema. Algo que es falso por la sencilla razón de que en la ecuación OJ Simpson versus el sistema hay un factor clave que añadir. El exjugador era rico.
Las probabilidades de que siendo blanco te pare la policía son mínimas. Los afroamericanos lo saben y por eso tienen the Talk con sus hijos: el manual de comportamiento ante la policía
EE.UU. tiene un presidente negro. Y sin embargo las frías estadísticas son inapelables. Y los comentarios de representantes de un “pueblo” que se supone hoy incluyente no hacen más que dar la razón a los que se sienten perseguidos. Con las protestas convertidas en disturbios en las calles de Charlotte (North Carolina) tras la enésima muerte (todavía sin aclarar) de un afroamericano —Keith Lamont Scott o, días después, Alfred Olango, en California; en realidad da lo mismo, ya nadie se acuerda de ellos— por disparos de la policía, el congresista republicano Robert Pittenger declaró: “[los manifestantes] odian a los blancos porque los blancos tienen éxito y ellos no”.
Tras la frase vino el ritual, la disculpa, el malentendido y el “no quería ofender a nadie”. Puede ser, pero lo dicho refleja un pensamiento que existe y que, en el fondo, añade el tono racista a una de las esencias del pensamiento individualista estadounidense: los pobres como responsables de la propia pobreza.
No fue el único político en sumarse al carrusel de estupideces que alientan redes sociales y cadenas de noticias empeñadas en retratar un EE.UU. al borde del caos y de los saqueos, que nada tiene que ver con el que la inmensa mayoría de sus espectadores observan a través de las ventanas de sus casas. He ahí el gran triunfo (hasta el momento) de la candidatura de Donald Trump: solo es verdad lo que yo digo (y ustedes quieren creer) que es verdad.
El crimen en EE.UU. se encuentra en mínimos históricos. Ha repuntado, es cierto, en el último año debido una circunstancia clave: la situación de 7 grandes ciudades, una de ellas Chicago, a la que Trump gusta de usar como ejemplo. Hablemos otra vez de mi barrio. Con más de un 30% de población afroamericana, la raza no es un problema, más bien es el síntoma de que el color se difumina siempre en verde. Hyde Park es uno de los vecindarios con la renta per cápita más alta de la ciudad; muchos de los afroamericanos de mi barrio viven en casas de más de un millón de dólares.
No es ser negro; o no solo. Es ser negro y pobre.
“Esto es lo que me gustaría que sepas: en Estados Unidos, es tradición destruir el cuerpo negro, es un legado”.
La frase, tan dolorosa como certera, se la escribe Ta-Nehisi Coates a su hijo adolescente en Between the World and Me, su laureado (recibió el National Book Award) y también atacado libro de 2015, que estos días se publica en España. Coates, periodista de The Atlantic (y responsable de la resurrección de Black Panther, el personaje de la Marvel) se inspira en una obra del escritor negro James Baldwin aparecida en 1963 (ojo al año) para, de nuevo y desde una perspectiva contemporánea, realizar un recorrido histórico-sentimental y biográfico por lo que supone ser negro en EE.UU.
Más allá de ofrecer respuestas, la pretensión de Coates es hacer preguntas. Sorprende por su realismo de corte pesimista en el que parece querer decirle a su hijo que está solo: “este es tu país, tu mundo, tu cuerpo, y debes encontrar la manera de vivir con todo ello”. El principal objetivo de un afroamericano en la América de hoy es sobrevivir.
La América de la que habla Coates es la de su infancia en los barrios de Baltimore Oeste (el de The Wire) donde el día a día de un joven afroamericano es convivir con el miedo. El miedo a los que son como tú (las pandillas, la violencia de las calles) y el miedo a la policía (la violencia del Estado). Es también la América de Obama, sí. Esa en la que los afroamericanos son abatidos, día sí día también, en las calles del país por esa violencia endémica, lo de menos es ya quien la ejerza. De hecho, el libro es también la respuesta a la incomprensión del propio autor. Está escrito después de la muerte de Eric Gardner por vender cigarrillos en las calles de NY, después de que la justicia exima de responsabilidades al agente que mató a Michael Brown en Ferguson o de que dos policías abatieran a Tamir Rice, de 12 años, en un parque de Cleveland porque una llamada reportó que el menor estaba armado.
Es también la América de Obama, esa en la que los afroamericanos son abatidos, día sí día también, en las calles del país por esa violencia endémica, lo de menos es ya quien la ejerza
Nombres, nombres y más nombres. Y, al final, solo nombres a unir a una lista interminable.
Coates —y quizás por esto ha levantado tantas ampollas; desafía tanto el pacifismo de MLK como el nacionalismo negro— se sitúa frente a un concepto básico en el imaginario afroamericano: nadie va a venir a ayudarnos, y menos dios. El dios que se esconde tras el We shall overcome y el pensamiento de los dreamers de MLK de que, en el fondo, por mucho sufrimiento, “dios está de nuestra parte y al final ganaremos”. Postura herética por una razón: históricamente, los líderes de la comunidad afroamericana son pastores. La iglesia y la propia comunidad cerrada han sido y son el lugar al que acudir frente al vacío de las autoridades estatales.
Es la visión de Coates visceralmente autocrítica. Él mismo ha polemizado con el llamamiento de Obama a la “toma de responsabilidades” por parte de la comunidad afroamericana y, mediante una experiencia personal, introduce el dedo en la llaga. Recuerda el episodio de su amigo de la universidad, Prince Jones, asesinado a tiros por un miembro del Departamento de Policía del Condado de Prince George, tras el cual, el autor se radicalizó presa de la rabia. Años después del suceso reflexiona: el aparato político que conspiró para privar de su vida a Jones estaba a cargo de personas de raza negra, un hecho que a él le resulta incomprensible. “El oficial que mató a Prince Jones era negro. Los políticos que concedieron a este oficial la capacidad de matar eran negros. Muchos de los políticos negros, muchos de ellos buenas personas, parecían despreocupados. ¿Cómo podía ser posible?”
Los disturbios en Charlotte, principal ciudad de uno de los Estados con mayor concentración histórica de esclavos, han coincidido con otro hito; la inauguración hace dos semanas del Smithsonian National Museum of African American History & Culture en Washington. Más allá del abrazo-pop de Michelle Obama al expresidente George W. Bush, el importante fue otro. El protagonizado por el congresista John Lewis y Barack Obama. Lewis es uno de los llamados Big Six, el grupo de líderes que organizaron la Marcha sobre Washington de 1963; un dreamer original cuyo abrazo con un presidente negro pretendía cerrar más de 200 años de heridas que, pese a todo, siguen sin cicatrizar.
El libro de Coates parece encerrar un reproche. No se trata, como soñó King, de “niños y niñas negras jugando con niños y niñas blancas; sino más bien de ver a niños y niñas y no apreciar diferencia alguna entre ambos.
Todas las educadoras (y la mayoría de los niños) de la guardería a la que van mis hijos son afroamericanas. Fue mi esposa, estadounidense y blanca, la que hace poco señaló algo que me pareció muy bonito. Desde el principio de sus vidas mis hijos juegan con niños, y solo con niños; y son educados por personas, solo personas.
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Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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