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Más de mil personas en un Auditorio madrileño. Muchas banderas españolas y cánticos de “Viva España”, “yo soy español” y similares. Aval de las asociaciones de militares, de policías o de las víctimas del terrorismo. Patrioterismo lacrimoso con Marta Sánchez. Más cánticos a España. Y lo peor: un Albert Rivera con guiños joseantonianos en un discurso de make Spain great again, eso sí, con maquillaje moderno y liberal a modo de disimulo. Ha escrito con acierto Enric Juliana que se esperaba el macroniano “En Marcha!” y se escenificó un “Forza España” en toda regla. El nacional-populismo naranja, a la cabeza en las encuestas para sustituir a un Partido Popular que algunos sectores del nacionalismo español ven demasiado flojo.
Paralelamente, en Cataluña, el nuevo presidente Quim Torra sigue recibiendo numerosas críticas por una extensa y explícita hemeroteca que, más allá de los famosos tuits, pone al descubierto un pensamiento persistente y articulado al entorno de una concepción esencialista de la nación y la catalanidad. Torra representa el sector más duro del nacionalismo catalán, ensimismado en sus mitos históricos, y es hoy el espejo perfecto donde puede reflejarse también el nacionalismo español. Pero la diferencia, seguramente, es doble: por un lado, el nuevo inquilino de la Generalitat no dispone de todo un aparato militar, policial y judicial para lanzar contra sus minorías nacionales; y de otro lado, la amenaza del uso de la fuerza –o su uso mismo– para resolver problemas políticos siempre ha venido del mismo lado. Con relación a Torra, entre banalizar el racismo y disculpar sus diatribas excluyentes hay un amplio espacio para el análisis que, a mi entender, es más ponderado y se ajusta mejor a la realidad.
En todo caso, el paisaje político que tenemos hoy en Cataluña es desesperanzador y altamente polarizado. Aun los esfuerzos honestos de una parte del soberanismo para “desnacionalizar” la cuestión, llevándola hacia el terreno de los derechos civiles, lo cierto es que la adhesión de los electores a uno u otro proyecto político tiene mucho de identitario. El origen de los padres o el sentimiento de pertenencia territorial tienen un peso creciente en la decisión de voto de la ciudadanía. Hace unas semanas, en este sentido, Oriol Bartomeus mostraba con datos del último CEO (Centre d’Estudis d’Opinió) cómo en los últimos años el factor lingüístico es también determinante: si en 2010 uno de cada cuatro catalanohablantes votó a una candidatura constitucionalista, en 2017 fueron menos del 10%. Lo mismo para los castellanohablantes: un tercio de ellos votó a partidos nacionalistas en 2010. Hoy, menos de la mitad de éstos lo hacen (15%).
Sin llegar a dramatizar la situación –la sociedad catalana está mucho menos dividida que sus élites–, lo cierto es que la negativa persistente de los grandes partidos españoles de resolver esta cuestión por los cauces democráticos, así como la reacción unilateral del independentismo sin contar con las mayorías suficientes como para tener alguna posibilidad de victoria, han llevado a Cataluña a una situación de estancamiento de difícil solución. La represión impía y continuada del Estado contra todo lo que destile olor a secesionismo no hace sino acrecentar el problema y dar más razones a los sectores que abogan por el enfrentamiento directo y a corto plazo contra el Leviatán español.
Un objetivo, dos estrategias, tres proyectos
En las últimas semanas se han hecho más explícitas que nunca las diferencias en el seno del independentismo catalán. Aun compartiendo el objetivo, se pueden distinguir claramente tres proyectos ideológicos, por un lado; y dos estrategias políticas, por el otro. Los proyectos son de sobra conocidos y no hace falta extenderse mucho en esta cuestión: Junts per Catalunya y su entorno, de matriz liberal pero con relativa diversidad interna, se parece un poco a lo que quiso hacer Jordi Pujol en los años setenta. A través de la adhesión personalista a su máximo dirigente, en este caso a Carles Puigdemont, se proponen hegemonizar el espacio nacionalista subordinando el resto de los conflictos sociales al bien superior, esto es, Cataluña. Siendo ellos, claro está, el máximo baluarte de la defensa del país. Aunque el PDeCAT presenta ciertas resistencias al proyecto del exalcalde de Girona, en parte por cuestiones tácticas, en parte por discrepancias estratégicas; todo hace prever que por su propia supervivencia van a diluirse en esta enésima refundación –quizá la exitosa– del espacio tradicional del nacionalismo conservador.
Por otro lado, Esquerra Republicana de Catalunya vio frustrada su aspiración de convertirse en la fuerza más votada en las pasadas elecciones catalanas, como venían apuntando muchas encuestas, pero sigue creciendo de forma exponencial desde que Oriol Junqueras llegó a la presidencia del partido en 2011. Esquerra tiene en mente disputar la hegemonía al nacionalismo conservador con un proyecto alternativo, a diferencia de su tradicional posición más bien satelizada en relación con la antigua Convergencia. El objetivo de ERC es convertirse en el gran partido socialdemócrata catalán, ideologizando el campo soberanista y apartando, así, las tentaciones unitaristas y los frentes nacionales que defienden algunos sectores del independentismo. Su apertura hacia espacios socialistas y ecosocialistas, y su implantación creciente en el área metropolitana de Barcelona –el antiguo cinturón rojo–, sitúan a Esquerra en una buena posición para convertirse en la fuerza central de la izquierda en Cataluña. Está por ver si sus bases más tradicionales darán apoyo a esta estrategia.
Por último, las CUP combinan un modelo socioeconómico de extrema izquierda con una pulsión revolucionaria también en lo territorial. Para algunos sectores –los más nacionalistas–, la independencia es la oportunidad de liberar a los Països Catalans del yugo colonial español, mientras que otros conciben el objetivo secesionista como el modo más viable para romper con el régimen del 78 y construir una nueva República popular en el sur de Europa. Las contradicciones entre defender una posición anticapitalista y al mismo tiempo pactar con la derecha neoliberal en el camino hacia la autodeterminación siguen tensando la organización, pero su coherencia en la vía unilateral y de la desobediencia, reforzada por la actuación del Estado, les confieren un cierto potencial de crecimiento social y electoral.
Descritos brevemente los tres proyectos, lo cierto es que de estrategias hay más bien dos. Por un lado, la extraña coalición entre la CUP y el entorno de Puigdemont, avalada por la Asamblea Nacional Catalana, y en cierto modo, mayoritaria también entre los entornos autoorganizados de los CDR. Esta vía combina el “legitimismo” en relación con el gobierno destituido por el 155 con una vocación frentista y desobediente a corto plazo, más o menos retórica según de quien estemos hablando. No es casual que la primera acción de Quim Torra fuese ir a Berlín a visitar a Puigdemont –el presidente legítimo–, o que nombrara a algunos de los consellers destituidos, todos de JxC –y Comín como alma libre–, aun sabiendo que esto restaría operatividad al nuevo gobierno desde un inicio dada la intransigencia de Rajoy y sus acólitos para con Cataluña.
Por otro lado, la estrategia de Esquerra Republicana y de la dirección del PDeCAT, que enlaza con el plan de trabajo aprobado por Òmnium Cultural, se basa en un honesto reconocimiento de la derrota del 27 de octubre –aunque siguen sin explicar el porqué de este giro de 180 grados–, y en modular los tiempos y el tono para alcanzar mayorías más sólidas y estar preparados en un futuro, cuando las condiciones sean propicias para el objetivo independentista. Estas organizaciones pretenden enmarcar el debate exclusivamente en el terreno de los derechos civiles y sociales, atrayendo así el espacio de los comunes y reforzando su pluralidad interna. Sin ir más lejos, y retomando la cuestión sobre la lengua que mencionábamos al principio, hoy en día el espacio de ERC es el más híbrido en términos lingüísticos: el 56% de sus votantes son catalanohablantes, el 40% castellanohablantes. Ni los partidos que se reivindican a sí mismos como equidistantes son tan plurales en estos términos –Catalunya en Comú, por ejemplo, presenta unos porcentajes del 17%-77%. Es evidente, empero, que la elección de Quim Torra como presidente va a dificultar, a corto plazo, que los republicanos consigan imponer su visión al conjunto del soberanismo catalán.
Entre el autoritarismo y la equidistancia
Si a los dirigentes independentistas se les puede acusar de irresponsabilidad en algunos casos, o de ingenuidad en otros, el núcleo del nacionalismo español en Cataluña presenta unas actitudes abiertamente autoritarias y alérgicas a cualquier definición de España que no pase por algún tipo de homogeneización de matriz castellana. En lo identitario, esto se manifiesta en una tolerancia de baja intensidad a la diversidad, reducida a lo folklórico –recuerdo por ejemplo a una diputada de Ciudadanos, en 2015, afirmando que hablar catalán es de aldeanos. En lo político, esta visión se traduce en un centralismo acérrimo donde la autonomía de las regiones, en todo caso, no tiene que ir más allá de lo meramente administrativo. Nada de repartir un poder que pertenece, casi por naturaleza, al Estado.
La eclosión de Ciudadanos, que ha conseguido capitalizar casi todo el antiguo electorado del PP, surgió como respuesta a las demandas de más autonomía cristalizadas en el Estatuto de 2006, con la liquidación de la inmersión lingüística como medida estrella –un modelo de éxito, además, impulsado por la clase trabajadora castellanohablante del cinturón industrial de Barcelona. La razón de ser del partido naranja en Cataluña es sacar tajada electoral de la división social y lingüística, a la que el PP se ha sumado para no quedar relegado al extraparlamentarismo.
Por su parte, el partido socialista ha quedado atrapado por un escenario de polarización que no le es nada cómodo, aun habiendo dado apoyo a la aplicación del 155. Si el espacio de los comunes se mueve entre la equidistancia y el soberanismo catalán, el de los socialistas tiene también un pie en la equidistancia, pero otro en el consenso del mal llamado “constitucionalismo”. Sociedad Civil Catalana, la ANC del españolismo, intenta ejercer de bisagra por este último lado. A mi entender, sus relaciones orgánicas con un PSOE que ha estado al lado del gobierno del PP en sus medidas represivas y de involución democrática, impide a los socialistas presentarse como garantes del pluralismo y la convivencia en Cataluña, como se prevé que va a ser su discurso durante esta legislatura.
Por último, el espacio de los comunes es quizá el más plural en términos de preferencias territoriales. Aunque dominan los federalistas (65,85%), en una pregunta directa sobre la independencia el 25% votarían a favor y el 65% lo haría en contra. Esta diversidad entre sus votantes provoca que los equilibrios internos que deben construir sus dirigentes no acaben contentando a nadie. Más allá de esta cuestión, la formación liderada por Xavier Domènech y Elisenda Alamany sí que se ha posicionado claramente en contra de la represión y a favor de un pacto por los derechos civiles en Cataluña. Aun su escasa relevancia electoral en las últimas elecciones, es posible que las posiciones de Catalunya en Comú sean importantes en un futuro próximo para recoser algunos de los puentes que se han roto.
Sin la bola de cristal
Dibujar la cartografía de la situación política en Cataluña es complejo pero realizable –y discutible en los términos en que lo he expuesto, claro está. La predicción de lo que va a ocurrir próximamente, a menos que nos encomendemos a la astrología o a algún tipo de arte sobrenatural, es completamente imposible. Todo parece indicar que el gobierno español, presionado por el auge de Ciudadanos y con la connivencia incómoda del PSOE, va a seguir bloqueando sistemáticamente todas las acciones del gobierno catalán. Esto, a su vez, puede contribuir a la radicalización del movimiento independentista y a reforzar la vía de la desobediencia, que puede ser legítima pero que, de nuevo, corre el riesgo de no calibrar correctamente la correlación de fuerzas.
En este sentido, quizá veamos también una cierta escisión entre las bases del movimiento y sus élites, que mayoritariamente no están estas últimas –¿aún?– por un nuevo embate contra el Estado. Incluso con relación al entorno de Puigdemont, pues su insumisión tiene más que ver con la imposición de un relato que con pasos efectivos y materiales hacia el objetivo independentista. El procés, en general, ha sido un poco eso. Incluso hoy, el objetivo no explicitado del soberanismo catalán sigue siendo un referéndum pactado, que es como los países maduros resuelven sus problemas políticos. Está en las manos del gobierno español seguir poniendo en riesgo el sistema democrático –antes lo-que-sea que rota– o encauzar el conflicto por las vías políticas.
El problema, con respecto a eso, es “más de mil personas en un Auditorio madrileño. Muchas banderas españolas y cánticos de “Viva España”, “yo soy español” y similares. Aval de las asociaciones de militares, de policías o de las víctimas del terrorismo. Patrioterismo [...]”.
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Carles Ferreira es profesor asociado de Ciencia Política en la Universidad de Girona. @carlesferreira
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Carles Ferreira
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