El Evangelio según Paul Ryan
De cómo el presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, un cínico embaucador randiano, se la jugó a la incauta prensa acreditada en Washington D.C.
Chris Lehmann (THE BAFFLER) 6/06/2018
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Hace algún tiempo un amigo me recordó yo había entrevistado a Paul Ryan. Estaba seguro de que me estaba gastando una broma; sin duda me acordaría de haber requerido las opiniones políticas del futuro presidente de la Cámara de Representantes. Para otros escribas de la política de Washington D.C. hablar de los vaivenes del presupuesto federal con Ryan, conocido por su dominio de los números, era poco menos que una revelación. ¿Es que me había sumido en un estado de letargo en mi momento “camino de Damasco” durante la gran búsqueda de la sagesse política de Washington? ¡No es posible!
Y, sin embargo, así fue. En 2006, cuando escribía crónicas sobre política nacional para el New York Observer, había sondeado a varios adustos legisladores republicanos acerca de las perspectivas de su partido en la inminente votación de mitad de legislatura—y del poco alentador ascenso de John Boehner al cargo de líder del Grupo Mayoritario—. Alguien me había sugerido que me pusiera en contacto con Ryan, entonces un relativamente inesperado miembro de la comisión de presupuestos en la Cámara de Representantes, para que hablara de la por entonces urgente cuestión de la reforma de las asignaciones especiales. Él aceptó educadamente, yo redacté mi columna, proseguí con otros asuntos laborales y enseguida me olvidé del asunto.
Ahora que Ryan ha anunciado que abandona tanto el Congreso como la presidencia de la Cámara, parece evidente que la decisión (ciertamente distraída) de olvidar a Paul Ryan era muy aconsejable. Por toda su constantemente alabada competencia en las místicas artes del apaño presupuestario, Ryan no fue más que el burdo ideólogo que había aparecido en mi columna: un charlatán andante con temas de debate meramente casuísticos que toda la estructura del poder de Washington D.C. había confundido con una Formulación Seria de Políticas. Incluso hace una docena de años debí haber tenido la suficiente agudeza periodística para darme cuenta de que Ryan me estaba tomando el pelo con su inofensivo parloteo sobre las asignaciones especiales. Con toda esa ferviente devoción que manifestaba hacia un cálculo presupuestario inflexible, tres años antes, Ryan había votado con entusiasmo a favor de la ampliación de la Parte D del programa de salud Medicare de la administración de Bush aunque carecía descaradamente de financiación: una vacía oferta preelectoral para asegurarse el voto de la tercera edad a favor de Bush en 2004 que debía haber convertido para siempre el concepto de disciplina fiscal republicana en una oportunidad para reírse, estruendosa y amargamente, a carcajadas.
Ryan no fue más que el burdo ideólogo que había aparecido en mi columna: un charlatán andante con temas de debate meramente casuísticos que toda la estructura del poder de Washington D.C. había confundido con una Formulación Seria de Políticas
En otras palabras, el cínico fraude del ryanismo permanecía siempre oculto a plena vista. Ryan nunca había sido el gran tecnócrata y solucionador de problemas que afectuosamente querían imaginarse los expertos de Washington. No, como cualquier arribista en ciernes dentro de los círculos del poder, adquirió fama de intelectual político como una especie de coloración protectora que le permitía efectuar sus diversos ataques directos a las ayudas fiscales federales, a la atención sanitaria asequible y a la Seguridad Social de modo que aparecieran como el triste resultado de un constante cálculo bienintencionado con números crueles e implacables. Tal y como señaló Alec MacGillis en 2012, en un magistral desmontaje de la imagen pública de Ryan publicado en New Republic:
Ryan no es el tipo de intelectual magnánimo que se enfrenta a los problemas del mundo con independencia de criterio y un espíritu abierto a información nueva. Se trata de un ideólogo con talento político para aferrarse a la ortodoxia partidista ante pruebas en sentido contrario. “Posee verdadero talento para ceñirse a los temas de debate que desea abordar”, afirma Earl Blumenauer, un demócrata de Oregón que forma parte de la Comisión de Presupuestos. “La mayoría de la gente se distraería cuando alguien señala: ‘Vaya, Paul, tu presupuesto coge todos esos supuestos ahorros y los redistribuye [en forma de reducciones de impuestos a los ricos]’. Posee la habilidad de simplemente repetir el tema de debate que desea abordar… Es un don”.
En realidad, el verdadero don procede del hecho de conseguir que la irreversiblemente crédula prensa de Washington considere que tus temas de debate, infatigablemente entonados, sean fruto de criterios políticos medidos y rigor intelectual. Desde el momento en que Ryan desembarcó en Washington, su gran pasión no era ajustarse a los presupuestos o barajar diferentes opciones políticas de actuación para poner remedio a la pobreza. Ryan era un recalcitrante seguidor del objetivismo de Ayn Rand y creía que el apoyo estatal a los menos favorecidos no solo no era fiscalmente inviable, sino inmoral. Enseguida encontró cómplices: tras un par de años con el gabinete estratégico de Empower America de Jack Kemp, Ryan, con veinticinco años, se convirtió en el director legislativo del senador de Kansas Sam Brownback. Rob Wasinger, que trabajó con Ryan como asistente en el despacho de Brownback a finales de la década de 1990, le dijo a MacGillis: “en cuanto a sus ideas, probablemente oí hablar más de Ayn Rand que de cualquier otra cosa. Básicamente eran numerosas referencias a La rebelión de Atlas y El manantial”. De hecho, la propia ruptura de Ryan con Brownback llegó cuando llenó el equipo político del senador de verdaderos adeptos randianos hasta el punto de que, tal y como escribe MacGillis: “La agenda de Ryan finalmente se ganó la desaprobación de su jefe, que estaba más interesado en asuntos que eran marcadamente anti-randianos”. Es cierto. Paul Ryan dirigía los temas políticos parlamentarios desde una posición demasiado a la derecha para Sam Brownback, el hombre que posteriormente, como gobernador de Kansas, sumió la economía estatal en el abismo al promulgar una serie de demoledores recortes fiscales sin ninguna buena razón más allá de su carga ideológica.
No es de extrañar que, después de que fuera elegido para el Congreso en 1998, Ryan estuviera decidido a imponer la ortodoxia ideológica en las filas de su propia plantilla y obligara a los becarios recién llegados a leer La rebelión de Atlas. (Desde que Mitt Romney le nombrara candidato a la vicepresidencia en 2012, Ryan ha intentado desprenderse de su idolatría por Rand calificándola de errónea obsesión juvenil, pero uno no organiza a su personal en el Congreso y las agendas políticas entorno a un enamoramiento intelectual de residencia de estudiantes).
No obstante, cuando Ryan se prepara para dejar el escenario de Washington D.C., que exageró su prestigio de un modo absolutamente desproporcionado, surge, como es natural, un gran aluvión de expertos rechinando los dientes y rasgándose las vestiduras por la marcha del prohombre. En la sección editorial del periódico de mi ciudad, tan demente como cabe esperar, tenemos a Megan McArdle —otra randiana insensata elevada a la primera línea de la respetabilidad política— advirtiéndonos de que no deberíamos estar “tan contentos de que Ryan se vaya”. Megan McArdle interpreta los datos históricos totalmente al revés y presenta la carrera de Ryan como un dramático estudio sobre la sinceridad frustrada y doblegada por las feas exigencias del poder parlamentario. He aquí, querido lector, el caballero de la reforma de las prestaciones en su hora de solemne derrota: “Las nuevas realidades de la política estadounidense le obligaron a abandonar el trapicheo académico que lo llevó hasta Capitol Hill en un principio”, delira McArdle. De modo aún más irrisorio sostiene que “la renuncia de Ryan a sus principios para asumir la presidencia no fue una simple apuesta cínica para medrar profesionalmente. La mayoría de los parlamentarios persiguen ávidamente el liderazgo dentro el partido; sin lugar a dudas, a Ryan en realidad se lo impusieron. Y después, se lo impusieron también a Donald Trump”.
Por favor. Es la definición del diccionario de cinismo —y muchas cosas peores— para denunciar públicamente que un candidato a presidente es racista y después acogerlo como candidato de tu partido y dedicar todo tu capital político para acordar su programa. La única cosa “impuesta” al héroe-experto Ryan es esa especie de sutil fabricación de mitos, alegremente entonados, como una especie de mantra temático propio, por parte de los ambiciosos analistas de Washington D.C. desde el centro neoliberal hasta la derecha ultraliberal. Esta, efectivamente, es la verdadera lección del disparatado ascenso de Ryan: la clase a la que pertenecen nuestros analistas necesitaban que existiera Paul Ryan para proyectar una imagen benigna que lograba que pareciera que había una agenda política seria —¡de hecho, un fidedigno principito de importancia política!— asignada al devastador festival de la estafa conocido como el movimiento conservador estadounidense. De modo que la clase a la que pertenecen nuestros analistas se inventaron a Paul Ryan, el dramáticamente incomprendido experto político.
A decir verdad, por supuesto, es demasiado fácil comprender a los Paul Ryan del mundo cuando te explican con entusiasmo quiénes son en una recepción del Cato Institute o con un par de botellas de vino de 350 dólares junto a algunos colegas economistas de derechas plenamente convencidos. Lo mismo cabe decir, por supuesto, de nuestros corresponsales políticos nacionales, que se entregan a lúdicas escapadas y retrógradas bacanales selectas. De hecho, ahora que Ryan está preparado para sacar rédito como una especie de divinizado miembro de un lobby, los periodistas de Washington D.C. probablemente podrán mostrar su afecto hacia él más abiertamente en los ritos de apareamiento autorizados del poder en la sombra. Todo el mundo alzará una copa en honor del gran hombre y tal vez, alguien un poquito indecorosamente borracho gritará: “¡Brindemos por los tiempos en los que fingíamos que nos importaba la política!”
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Este artículo se publicó en inglés en The Baffler
Traducción de Paloma Farré
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Chris Lehmann (THE BAFFLER)
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