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Héroes de familia

Transcurridos varios meses desde su publicación, la lectura de ‘El monarca de las sombras’, de Javier Cercas, produce al autor de este artículo, descendiente también de una familia franquista, un enojoso efecto de sobreactuación

Ignacio Echevarría 15/12/2018

<p>Manuel Mena, tío abuelo de Javier Cercas</p>

Manuel Mena, tío abuelo de Javier Cercas

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Héroes, mártires y vencedores. 

Dado que me propongo discurrir sobre una novela de Javier Cercas, tolerarán, supongo, que les hable un poco de mí mismo. Yo también –como Cercas, como buena parte de la franja generacional a la que los dos pertenecemos– procedo de un entorno familiar afecto al franquismo. Nacido en Barcelona en el año 1960, mis orígenes son vascos y andaluces y catalanes, y mis antepasados más inmediatos fueron casi todos de derechas. Monárquicos, falangistas, incluso carlistas... pero todos, al cabo, franquistas, es decir, afectos, con más o menos entusiasmo y convencimiento, al régimen impuesto por Franco después de la Guerra Civil. Sólo una rama de mi familia paterna –unos primos de mi abuelo vizcaíno, nacionalistas– tuvo que exiliarse a México al terminar la guerra. Una guerra que, por lo que a mi familia toca, se cobró numerosas víctimas por las dos ramas, tanto la de mi madre como la de mi padre. De hecho, mi historial familiar está lleno de “héroes” y “mártires” –el matiz es importante, dado que el tradicionalismo católico jugó en todo esto un muy destacado papel, a menudo obviado– que poblaron con sus muertes y leyendas mi imaginación infantil. Más o menos como dice Cercas que le ocurrió a él, aunque más a lo bestia. Y lo curioso es que varios de esos héroes y mártires se llamaban también –como el tío abuelo de Cercas, Manuel Mena, el protagonista de El monarca de las sombras– Manuel, o Manolo.

Manuel Echevarría, hermano de mi padre y por lo tanto tío mío directo, murió a los veintidós años de edad en el frente de Castellón, el 13 de mayo de 1938. Era un tipo apuesto y brillante, arrollador, y jugaba como delantero en el Athletic de Bilbao. 

Manuel Pérez Albert, hermano de mi madre y por lo tanto tío mío también, murió a los diecinueve años de edad a bordo del Baleares. Fue uno de los 786 tripulantes muertos o desaparecidos a causa del hundimiento del crucero, torpedeado por un destructor de la armada republicana el 6 de marzo de 1938. Mi tío Manolo se había presentado voluntario poco antes. 

Previamente a ellos, mi bisabuelo materno, Luis, fue asesinado en una cuneta en las proximidades de La Garriga (Barcelona), donde veraneaba. Se conserva una impresionante foto de su cadáver tiroteado. Lo fueron a buscar unos milicianos al balneario Blancafort, donde se había refugiado con parte de su familia después de que su casa –una mansión modernista– fuera saqueada y la capilla adjunta incendiada. Mi madre, que contaba entonces diez años de edad, recuerda bien cómo su abuelo se despedía de su padre en la entrada del balneario, poco antes de ser introducido en el auto en que se lo llevaron para matarlo. Por los mismos días también asesinaron a uno de los tíos de mi madre (tío abuelo mío, por lo tanto), llamado... sí, Manolo. Un pequeño pilar conmemorativo todavía señala el lugar de la carretera de La Garriga a Samalús en que lo ejecutaron. 

Hubo más muertos en mi familia, varios más. Recordaré sólo a otro tío de mi madre, hermano de mi abuela (es decir, tío abuelo mío, como Manuel Mena lo es de Cercas), Manolo Albert, que acompañó a parte de la familia en su huida de Barcelona a Génova, a bordo de un carguero, pero que enseguida regresó para alistarse como voluntario en el bando «nacional», cayendo en combate a los pocos días, en septiembre de 1936.

También mi abuelo materno, el padre de mi madre, José María, murió durante la guerra, en este caso no en el frente (era mayor para combatir), sino cumpliendo servicio como enlace motorizado. Su moto se salió de la carretera y se golpeó la cabeza, fracturándosela a pesar del casco. Corría el mes de febrero de 1939.

Varios de mis tíos –entre los de cierta edad, pues otros eran todavía adolescentes durante la Guerra Civil, como mi padre– lucharon en el bando nacional, y sus experiencias y hazañas nutrieron muchas sobremesas de mi infancia. A casi todos los recuerdo como franquistas declarados, vencedores, jactanciosos (ese bigotito). Contaban horrores de “los rojos”, y ya en los estertores del régimen escrutaban con aprensiva suspicacia cualquier indicio de progresía –melenas, atuendos, actitudes, aficiones musicales (¡Joan Baez!), lecturas– entre sus sobrinos. 

Cuento todo esto para dejar clara la perspectiva “personal” –vamos a llamarla así–  con que he leído la novela de Cercas. Para que se entienda, también, la curiosidad añadida con que, conociendo su argumento, emprendí su lectura (con algún retraso, discúlpenme). Pero sobre todo para explicar la extrañeza que me han producido los escrúpulos, melindres y retorceduras de conciencia que al bueno de Cercas le produce haber tenido un remoto tío abuelo fascista, fallecido veinticinco años antes de su nacimiento.

Culpa y responsabilidad.

«¿Tú te sientes culpable por haber tenido un tío facha?»

«¿Tú te sientes culpable por haber tenido un tío facha?», pregunta sorprendido el personaje de David Trueba al compungido narrador de El monarca de las sombras, Javier Cercas, quien le contesta: «Un tío no. La familia al completo».

David: «No te jode: más o menos como la mitad de este país. ¿Te he contado alguna vez que mi padre también hizo la guerra con Franco? Y bien convencido que la hizo, el tío... Además, quien no hizo la guerra con Franco lo aguantó durante cuarenta años. Digan lo que digan, aquí, salvo cuatro o cinco tipos con agallas, durante la mayor parte del franquismo casi todo el mundo fue franquista, por acción o por omisión».

Comprenderán, después de lo que les he contado, que yo piense más bien como Trueba, pese a las reservas que me produce su última afirmación. Y que, como a él, me saliera una y otra vez, mientras leía su libro, preguntarle a Cercas, en mi fuero interno: ¿De verdad te sientes culpable por haber tenido un tío facha?

Me cuesta muchísimo aceptar que tal cosa sea posible. Siempre he tenido dificultades para asumir otras culpas que no sean las mías propias. Me cuesta pensarme a mí mismo históricamente, menos todavía institucionalmente, aun si me esfuerzo por adoptar una perspectiva genérica, racial, nacional, religiosa, cultural, profesional o familiar. Por grande que sea el espanto que me produzca enterarme de las fechorías cometidas por los españoles en la Conquista del continente americano, no siento ningún impulso de hacerme perdonar por ellas, aun si me toca resistir –como en efecto me ha ocurrido– las miradas rencorosas de quienes, quinientos años después, se sienten víctimas de tantas atrocidades y saqueos. No me alivia de ningún peso que, luego de cuatrocientos años, la Iglesia católica absuelva a Galileo de la condena por herejía que promulgó contra él. Por la misma regla de tres, no me siento directamente concernido por las posiciones ideológicas de mis familiares durante la Guerra Civil, ni derivo de ello ninguna culpabilidad personal, por imprecisa que sea.

Pero me temo que estoy frivolizando. Pido disculpas. Las cosas no son tan sencillas, lo sé. Me estoy aferrando a una acepción casi jurídica del concepto de culpa, que es en rigor intransferible. Pero, sin salir del mismo campo semántico, las cosas admiten matices, complicaciones.

Vuelvo a la pregunta de Trueba: «¿Tú te sientes culpable por haber tenido un tío facha?».

Cercas: «Hannah Arendt diría que no debería sentirme culpable, pero sí responsable».

Trueba: «¿Y tú qué dices?».

Cercas: «Que lo más probable es que Hannah Arendt tenga razón, ¿no crees?». 

El concepto de responsabilidad, y más en concreto el de responsabilidad política, al menos tal y como Hannah Arendt lo plantea, resulta bastante menos eludible que el de culpa, al cual ella misma lo opone. A su luz, parece bastante más plausible el malestar que Cercas dice experimentar en relación al pasado franquista de su familia. Pero la misma Arendt, en los diferentes escritos en que aborda esta cuestión fundamental, insiste en la naturaleza colectiva de la responsabilidad política. Para Arendt –como para cualquiera que lo piense dos veces– “la culpa, a diferencia de la responsabilidad, siempre es estrictamente personal. Se refiere a un acto, no a intenciones o potencialidades”. De ahí el resuelto rechazo de Arendt a la noción de “culpa colectiva”, en la que se tantos criminales nazis –empezando por Adolf Eichmann– buscaron amparo. “Donde todos son culpables nadie lo es”, dice Arendt. 

Por el contrario, la “responsabilidad colectiva” presupone que una persona pueda ser considerada responsable por algo que no ha hecho, para lo cual debe cumplirse una condición indispensable: que la persona en cuestión pertenezca irreparablemente –indisolublemente, dice Arendt– al grupo (al colectivo) en cuyo seno se ha cometido la actuación considerada.

Para Arendt, la responsabilidad colectiva es siempre de naturaleza política, “tanto si aparece en la antigua forma, cuando una comunidad entera asume ser responsable de lo que haya hecho uno de sus miembros, como si a una comunidad se la considera responsable por lo que se ha hecho en su nombre”. En este último sentido, que es el que interesa a Arendt, “se nos considera siempre responsables de los pecados de nuestros padres de la misma manera que recogemos la recompensa por su méritos; pero, por supuesto, no somos culpables de sus malas acciones, ni moral ni legalmente, ni podemos arrogarnos como méritos propios sus logros”.

Arendt hace estas y otras muchas reflexiones en varios lugares de su obra, mas en particular un ensayo titulado “Responsabilidad colectiva”, de 1968, que concluye así: “No hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda nunca excusarnos de la responsabilidad colectiva. Esta responsabilidad vicaria por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias de actos de los que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida encerrados en nosotros mismos, sino en nuestros semejantes, y que la facultad de actuar, que es, al fin y al cabo, la facultad política por excelencia, sólo puede actualizarse en una de las muchas y variadas formas de comunidad humana”.

Vergüenza. 

En el diálogo citado entre David Trueba y Javier Cercas, “personajes” los dos de El monarca de las sombras, la distinción que este último, invocando a Hannah Arendt, hace entre culpa y responsabilidad mueve a pensar que será en la esfera de esta última –la responsabilidad, y más en concreto la “responsabilidad colectiva”, que como hemos visto equivaldría a “responsabilidad política”– en la que Cercas dirimirá su problemática relación con el pasado franquista de su familia. Pero está lejos de ser así. En primer lugar porque, a pesar de la clara conciencia que Cercas manifiesta tener acerca de la diferencia sustancial entre los dos conceptos –el de culpa y el de responsabilidad–, se empeña en conjugar caprichosamente sus acepciones. Y ello por cuanto insiste en ceñir esa responsabilidad a una esfera particular, por así decirlo: la de su propia familia, restringiendo así drásticamente –y menoscabando, en cierto modo– el alcance de “responsabilidad colectiva” que Hannah Arendt invoca. 

Parece que para Cercas el problema del pasado es, en primer lugar, un problema de filiación. ¿Cómo ser nuevo si uno es hijo de lo viejo?

En un lúcido y certero análisis de El monarca de las sombras publicado en lamarea.com –y que por sí solo actúa de contrapeso al aluvión de reseñas elogiosas con que fue recibida la novela de Cercas, acaso el único novelista español que cuenta con una selecta e influyente élite de académicos que le sirve de guardia pretoriana–, Sebastiaan Faber discernía muy bien los motivos por los que obra así. Permitan que lo cite por extenso: 

“Parece que para Cercas el problema del pasado –su verdad, su significado, su peso sobre el presente– es, en primer lugar, un problema de filiación. ¿Cómo ser nuevo si uno es hijo de lo viejo? ¿Puedes ser demócrata si tu padre sirvió al régimen? ¿Qué significa que la España democrática naciera de la franquista? Aunque en el caso español el desafío de la filiación ha adoptado un cariz político, en el fondo se trata de un problema común en la modernidad, definida, a fin de cuentas, como un constante corte violento con todo lo antiguo (‘la tradición de la ruptura’, en la conocida frase de Octavio Paz). En uno de sus primeros libros, Edward Said observa, por ejemplo, que la literatura de vanguardias parece rechazar la filiación como principio, rechazo expresado en la presencia ubicua de parejas sin niños, niños sin padres u hombres y mujeres célibes. En lugar de la filiación rechazada –dice Said– estos textos buscan una forma alternativa, no biológica, de concebir las relaciones intergeneracionales. Esta atadura no determinada por el factor genético la define Said como afiliación. Si la relación filiativa es impuesta por el destino biológico, la afiliación a ‘instituciones, asociaciones y comunidades’ es, en cambio, un acto consciente, de emancipación.

”Aunque las formulara en otro contexto, las reflexiones de Said pueden servir para pensar la producción literaria española en torno a la Guerra Civil y el franquismo. Si algo distingue a la generación literaria de Cercas –argumenté en otro lugar– es precisamente su afán por romper la camisa de fuerza de la filiación biológica e ideológica. Dulce Chacón, por ejemplo, se ‘des-filió’ públicamente de su genealogía derechista para declararse solidaria de las víctimas del franquismo, dedicándoles novelas como La voz dormida. Así también Soldados de Salamina cabe leerse como un intento logrado de emancipación afiliativa: el narrador, cuyo relato arranca poco después de la muerte de su padre biológico, acaba por adoptar como figura paterna al miliciano republicano Antoni Miralles.

”Ahora bien, en este sentido, El monarca de las sombras  marca una ruptura. Quizás lo más curioso de esta nueva novela es que, con ella, Cercas se vuelva a colocar, voluntariamente, las esposas filiativas, movido por lo que siente como una imperiosa necesidad: reconciliarse de lleno, y en público, con su propia genealogía franquista. Para Cercas —o al menos para el personaje de ese nombre—, descubrir y contar la historia de su tío abuelo tiene un efecto catártico similar al que tenía en Soldados descubrir a Miralles. Pero en El monarca la catarsis no implica una liberación de los lazos genealógicos o filiativos sino todo lo contrario. Lo que Cercas se quita de encima al contar esta historia familiar, parece, es sobre todo el rubor que le produjo esa historia durante muchos años: lo que llama ‘la vergüenza de los orígenes políticos de mi familia’. Narrarla le permite convertir esa vergüenza en una forma de orgullo, al reivindicar a su tío abuelo como un hombre que dio su vida por una causa, un gesto que –decide– no fue menos noble porque esa causa fuera la equivocada. Lo que escenifica la novela, en otras palabras, es una salida del armario.”

Ni culpa, pues, ni responsabilidad: vergüenza, este es el sentimiento que se dirime en la novela de Cercas, lo cual deja fuera de lugar –o como mucho desplaza a un segundo plano–las consideraciones de Hannah Arendt, y me mueve a mí a preguntarme, dados mis propios antecedentes familiares, hasta qué punto se trata de un sentimiento suscribible o, cuando menos, creíble. Pues, a diferencia de la culpa o la responsabilidad, susceptibles de ser más o menos objetivables, la vergüenza es un sentimiento enteramente subjetivo, cuyo cuestionamiento atañe a la sinceridad de quien lo ostenta. Y dado que en mi caso no reconozco asomo alguno de vergüenza motivada por la genealogía franquista de mi familia, lo primero que me sale, frente a la vergüenza de Cercas, a modo casi de reflejo defensivo (pues me resisto a considerarme un desvergonzado, como me resistía a considerarme culpable, lo que no me priva, como se ha visto, de compartir cierta responsabilidad, que trato de gestionar como puedo), es poner en duda sus fundamentos, primero, y enseguida su autenticidad. 

El pasado “bochornoso”. 

El diálogo entre David Trueba y Javier Cercas tiene lugar en la página 50 de El monarca de las sombras. A esas alturas del libro, el lector tiene ya muy claro que el haber tenido un tío abuelo falangista caído en el frente del Ebro a los diecinueve años de edad, del que su madre le hablaba con veneración, ha marcado a Cercas indeleblemente. Al parecer, el recuerdo de ese tío abuelo facha le infundió, ya desde muy niño, la idea –antojadiza donde las haya– de que, si se convertía en escritor, se vería obligado escribir un libro sobre él. Una “obligación” de la que Cercas se habría sustraído tozudamente durante décadas, resistiéndose a acatarla. Y es que para Cercas la figura de su tío abuelo, Manuel Mena, “era la cifra exacta de la herencia más onerosa de mi familia”, de modo que “contar su historia no sólo equivalía a hacerme cargo de su pasado político sino también del pasado político de toda mi familia, que era el pasado que más me abochornaba”.

Pasemos por alto, de momento, la sospechosa tendencia a la sobreactuación que denotan estas últimas palabras, con las que el lector se topa ya en la primera página de la novela. Conforme a ellas, la historia de Manuel Mena –la de un joven falangista muerto a los diecinueve años en la batalla del Ebro– vendría a ser el hilo que permitiría cobrar conocimiento de ese pasado político que a Cercas le resulta tan “bochornoso”. Lo cierto, sin embargo, es que, una vez leída El monarca de las sombras, de ese pasado político apenas acertamos a vislumbrar unas pocas generalidades, envueltas en muy amplias consideraciones sobre el impacto que tuvo la proclamación de la Segunda República en Ibahernando, “un pueblo remoto, aislado y miserable de Extremadura”, del que Cercas es originario. 

A la luz de esas pocas generalidades, lo único claro es que, al producirse la sublevación militar de 1936, toda la familia de Cercas tomó el partido de los sublevados. Algo bastante fácil de comprender, si se atiende a las circunstancias que el mismo Cercas detalla. En el caso de su familia no parece haber “agravantes” que hagan particularmente infame ese alineamiento con las fuerzas rebeldes contra la República. Quiero decir que, de creer a Cercas, sus miembros no pertenecían a ninguna estirpe aristocrática o plutocrática detentadora de antiguos privilegios amasados a fuerza de abusos e iniquidades. Lejos de eso –y a pesar de la jactanciosa insistencia que al comienzo pone Cercas en referirse a su “estatus acogedor de vástago de una familia patricia de Ibahernando”–, nos enteramos de que la suya era una familia recién integrada en una “minoría ascendente de patricios ilusorios y siervos reales” que apenas había comenzado a prosperar a comienzos del siglo XX, gracias a los beneficios de arrendar tierras a los aristócratas del lugar, de cuyos intereses se hicieron solidarios. Se ocupa Cercas de subrayar el carácter ilusorio de una prosperidad que apenas suponía salir de “una miseria de siglos” y que sólo podía estimarse como tal en la medida en que contrastaba con el hambre y la miseria que padecían los campesinos sin tierra, que trabajaban al servicio de quienes las arrendaban o las acababan de adquirir con ímprobos esfuerzos.

Del padre de Manuel Mena dice Cercas que “como casi todo el mundo en el pueblo, se ganaba la vida trabajando en el campo”, explotando “la única finca que poseía la familia”, en tanto que su mujer “regentaba un estanco”. “Tenían siete hijos. No podían permitirse ni el más mínimo lujo, pero no pasaban hambre.” ¿Y es de gente así –se pregunta uno–, de una estirpe de “siervos” recién manumitidos (permítanme la expresión), de la que Cercas se avergonzaba tanto? El que esa gente, en un comprensible reflejo conservador de sus privilegios recién conquistados, apoyara las opciones políticas que parecían asegurárselos, abogando por el mantenimiento del statu quo –así fuera a sangre y fuego– frente a los vientos reformistas o revolucionarios, ¿podía abrumar tanto a Cercas como para debatirse durante décadas con la posibilidad, una y otra vez rechazada, de contar el destino trágico de uno de sus hijos?

Cuesta creerlo, no me digan que no. Pero de la credibilidad de este sentimiento de bochorno depende la tramoya entera de toda la novela.

La guerra de nuestros antepasados.

Si al menos la determinación de Cercas de contar por fin la historia de Manuel Mena hubiera sido acompañada de la de destapar en sus entresijos el incipiente –y al cabo abortado– proceso de desclasamiento de sus progenitores; si, en cuanto “cifra exacta” de “la herencia más onerosa” de su familia, el destino de Manuel Mena hubiera sido el pretexto empleado por Cercas para descomponer esa cifra, iluminando las razones que movieron a quienes apenas estaban dejando de ser “siervos” a tomar el partido de sus “señores”, El monarca de las sombras hubiera ilustrado, acaso, algunas de las aparentes contradicciones a las que se enfrenta quien se interesa por la historia de la Segunda República y de la Guerra Civil. Y, puestos a ello, hubiera sido ése el mejor modo, probablemente, de asumir la “responsabilidad”, o la “culpa” o la “vergüenza” –tan gravosa para Cercas, al parecer– de contar, entre los propios ancestros, a “un tío facha”.

Pero no. Como ya se ha dicho, la cosa queda en un desnudo y pormenorizado recuento (encuadrado en esas pocas generalidades ya aludidas, y amenizado con algunas pocas fotos y reproducciones de documentos) de la vida breve de Manuel Mena. Sólo accesoriamente alude Cercas a los otros miembros de su familia, y, por si fuera poco, no todas las noticias que nos da sobre ellos, siempre superficiales y pasajeras, terminan de encajar en su relato.

El historiador Francisco Espinosa, colaborador de CTXT, se ocupó muy pronto, en una tribuna de el diario.es que levantó polémica, de subrayar el sesgo tendencioso con que Cercas reconstruye su pasado familiar y las circunstancias históricas que afectan a su relato. Sus severas observaciones, hechas a la luz de un conocimiento experto de los hechos, me ahorra el trabajo de exponer aquí las sangrantes contradicciones con que Cercas urde su relato. Me limitaré a abundar en un episodio particularmente elocuente.

Del abuelo paterno de Javier Cercas, Paco Cercas, nos dice el novelista que, como su abuelo materno, Juan Mena, era concejal de derechas. Los dos fueron destituidos, al parecer, cuando el Frente Popular ganó las elecciones en febrero de 1936. De Paco Cercas y Juan Mena alcanzamos a saber que en la primavera de 1936 pasaron “una corta temporada en la cárcel de Trujillo acusados de almacenar armas” en una finca del pueblo. Poco después, ellos mismos, junto a otros representantes de la derecha del pueblo, retomaron el poder. Enseguida, Paco Cercas (“un labrador instruido y con fama de hombre cabal, dotado de una autoridad congénita y de una congénita capacidad para ejercerla”) fue elegido alcalde del pueblo. Este Paco Cercas había militado años atrás en Acción Republicana, el partido progresista de Manuel Azaña, e incluso –nos dice su nieto– “había simpatizado con el socialismo”. No obstante, ya en octubre de 1935 “estaba presidiendo la Sociedad de Agricultores, el sindicato conservador del campo”, en lo que Cercas dice que fue una evolución ideológica “en absoluto insólita durante la República”. Ya comenzada la Guerra Civil, Paco Cercas, junto a otros veinticuatro derechistas del lugar, todos ellos ya de cierta edad, como él, se incorporó al ejército sublevado. Formaban una partida constituida “por siervos, campesinos con tierra o arrendatarios [como el mismo Paco Cercas], casi todos los cuales eran hace sólo unos años republicanos, ahora asustados por la deriva revolucionaria de la República o por lo que consideran la deriva revolucionaria de la República y sobre todo por la atmósfera de violencia que desde hace meses se respira en Ibahernando”; los acompañaban “otros siervos de siervos, campesinos sin tierra, jornaleros adictos al orden, gente humildísima asustada por las tropelías sin esperanza de otros siervos de siervos como ellos y traumatizada por el estallido en mil pedazos de la convivencia pacífica del pueblo”. 

La partida que encabezaba Paco Cercas –“un puñado heterogéneo de hombres sin la menor preparación para la guerra”– fue enviada a Madrid con las columnas del general Yagüe. “Es dudoso –escribe Cercas– que alguna vez entraran seriamente en combate”. A los pocos meses, sus miembros fueron devueltos a su pueblo, probablemente –especula Cercas– por hacerse evidente “la ineptitud de aquellos campesinos entrados en años, inexpertos y armados de cualquier manera”. Aunque cabe también la posibilidad de que fueran retirados del frente por el capitán José Luna, “falangista de primera hora y jefe provincial del partido en Cáceres”, en una maniobra destinada a no dejar engullir sus efectivos “por el omnívoro conglomerado franquista”. Como fuere, durante el viaje de retorno a Ibahernando de la partida liderada por Paco Cercas, “a finales de 1936 o principios de 1937”, tuvo éste oportunidad de hacer valer su autoridad moral sobre el grupo para evitar que sus compañeros despeñaran a un pobre tipo que viajaba con ellos, un tal Antonio Cabrera.

Antonio Cabrera había sido alcalde socialista de Ibahernando y, en el verano de 1936, cuando los rebeldes «liberaron» el pueblo, fue obligado a sumarse a “las tropas de Franco” para servir en ellas “en labores de intendencia”

Este Antonio Cabrera había sido alcalde socialista de Ibahernando y, en el verano de 1936, cuando los rebeldes «liberaron» el pueblo, fue obligado, a parecer, junto a “algunos republicanos y simpatizantes o militantes de partidos de izquierda”, a sumarse a “las tropas de Franco” para servir en ellas “en labores de intendencia”. Pretende Cercas que Cabrera fue liberado poco después, y que llevaba varios días andando en busca de un medio de transporte para regresar a su pueblo cuando casualmente topó con la partida de Paco Cercas, de camino también a Ibahernando. El mismo Cercas –que dedica diez páginas a narrar con detalle este episodio– estima “sorprendente” la liberación de Cabrera por parte de sus enemigos, aunque sortea su extrañeza diciéndose que “tal vez sólo habían olvidado su pasado republicano, o consideraban que lo había redimido en la guerra”. Una pobre explicación, en cualquier caso. Pues cuando se informa uno sobre la barbarie y la crueldad que caracterizaron la Guerra Civil en Extremadura, recibe con escepticismo el dato de que los “liberadores” de un pueblo como Ibahernando limitaran el castigo de los “republicanos y simpatizantes o militantes de partidos de izquierda” a unos pocos meses de servicios de intendencia. Admitamos que se libraran de ser fusilados o linchados, pero ¿es verosímil que un tipo como el tal Antonio Cabrera volviera tan campante a su casa apenas comenzada la guerra? Estamos hablando de un ciudadano que fue alcalde socialista de su pueblo de 1933 a 1934, y luego de nuevo entre febrero y mayo de 1936, conforme Cercas nos dice. ¿Cabe que a un hombre con estos antecedentes lo consideraran “redimido” por prestar durante seis meses servicios de intendencia, o que unos y otros se “olvidaran” de su pasado? ¿No contradice esto algunos de los extremos sobre la brutalidad de la guerra que Cercas comenta en su novela? Sin embargo, él mismo pasa de puntillas sobre el asunto. Y debemos imaginar que el tal Cabrera se disponía a volver por su propio pie a un pueblo en el que todo invita a pensar que enseguida lo identificarían, lo cual lo expondría a todo tipo de escarnios y escarmientos.

Como sea, el caso es que el afortunado Antonio Cabrera topó, como va dicho, con el camión en que viajaba a Ibahernando la partida de Paco Cercas, el abuelo de nuestro escritor, un camión rebosante de “soldados eufóricos de victoria” (¿pero no habían sido retirados del frente por ineptos, sin entrar en combate?), de los que Cabrera quizás receló en un primer momento, especula Javier Cercas, pero a los que finalmente, venciendo sus cautelas, pidió una plaza de transporte que Paco, el líder de la partida, le concedió. El viaje transcurrió al principio sin sobresaltos, pero, conforme se acercaban a Ibahernando, los compañeros de Cabrera la fueron tomando con él, obligándolo primero a cantar el Cara al sol y luego “a beber hasta embriagarse”. “Por fin, cuando estaban a punto de cruzar un puente sobre el Tajo, algunos soldados decidieron lanzar a Cabrera al vacío”. Ya se disponían alegremente a hacerlo cuando tronó una voz que preguntaba, severa: “¿Qué vais a hacer”. Era la voz de Paco Cercas, el líder de la partida, que añadió, tajante: “A este hombre le hemos dicho que vamos a llevarle a casa, y eso es lo que vamos a hacer”. 

Llegado aquí, el suspicaz lector levanta la oreja y se pregunta de qué le suena una situación así. En el marco de la guerra civil española, un hombre acosado por sus enemigos se halla expuesto a una muerte casi segura cuando, imprevistamente, quien estaba naturalmente destinado a ser su ejecutor lo absuelve y lo deja marchar. O más o menos. ¿No estamos ante una réplica invertida de Soldados de Salamina? Invertida, digo, porque ahora el hombre acosado pertenece al bando republicano, y su magnánimo liberador es un franquista. Y no sólo eso; es además, mira por dónde, uno de los miembros de esa familia cuyo pasado político ha “abochornado” a Javier Cercas hasta el punto de forcejear durante décadas con la sola idea de tener que asumirlo públicamente en un libro que se resistía a escribir. 

No tan fachas. 

Se ha dicho ya que Paco Cercas, el abuelo de Javier Cercas, militó en Acción Republicana, y que, al parecer, hasta llegó a simpatizar con el socialismo, antes de presidir la Sociedad de Agricultores, “el sindicato conservador del campo”, y de pasar “una corta temporada en la cárcel de Trujillo”, en la primavera de 1936, por almacenar armas en una finca del pueblo. Ya en plena guerra, “desde la primera mitad de 1937 hasta la primera mitad de 1939”, fue jefe local de Falange. ¿Nos las tenemos, pues, con un “facha”, por emplear el calificativo que al apesadumbrado Cercas adjudica a su ¨familia al completo»? Nooo, qué va. Pues, aparte de su vieja militancia republicana y sus eventuales simpatías por el socialismo, el abuelo Paco, terminada la Guerra Civil, abandonó el mando de Falange, al parecer asqueado por las luchas de poder que se sucedieron en la cúpula del partido entre “falangistas puros y franquistas pragmáticos”. Paco Cercas, cómo no, pertenecía a los primeros. Y no le bastó con renunciar a su puesto de jefe local, sino que, desencantado de la política y del franquismo, abandonó “la propia Falange”, se fue de Ibahernando, y en Mérida se dedicó en lo sucesivo a “trabajar de sol a sol” en las parcelas que allí arrendaba, para permitir a sus hijos acudir a la universidad, prohibiéndoles, eso sí, que se afiliasen a la organización, a pesar de que ésta era, como dice Cercas, “el primer instrumento de socialización juvenil durante la dictadura”. 

De modo que no sólo nos enteramos de que el grueso de esa familia de “fachas” cuya “onerosa” herencia abochornaba tanto a Cercas pertenecía, presuntamente, a una humilde gleba de campesinos en incipiente proceso de desclasamiento (una condición que invitaría a ser comprensivos, si no indulgentes, con sus alineamientos ideológicos), sino que el primero de sus miembros del que acertamos a saber un poco resulta que, lejos de ser un “facha” en toda regla (como sugerían su episódico encarcelamiento por el almacenamiento de armas tras la victoria del Frente Popular, su voluntario alistamiento para ir al frente, su puesto de mando en Falange), lo era, al parecer, con reservas y titubeos, y se convirtió, una vez terminada la guerra, en poco menos que un exiliado interior, desengañado de la Falange, del franquismo, de la política. 

Pues vaya. Así no hay manera. ¿Será que no había un solo facha que no preservara su corazoncito?

Un pobre muchacho desengañado. 

¿Realmente podía Cercas pensar que su tío abuelo Manuel Mena es –o era, antes de escribir El monarca de las sombras– “la cifra exacta de la herencia más onerosa” de su familia? Hay que aceptar que sí, y atribuirlo al aura mítica que rodeó siempre al personaje, dentro de su familia, y sobre todo en los recuerdos de su madre. Así y todo, no deja de resultar chocante que, ya entrando en la madurez, el mismo Cercas no intuyera que, más acá de la leyenda, iba a ser muy poco lo que podría arrancar a los fervores de un adolescente intoxicado por las fraseologías de la época y muerto tempranamente.

De las 280 páginas que tiene El monarca de las sombras, más de una tercera parte parte están dedicadas a reconstruir minuciosamente, a la luz de los escasos testimonios y documentos conservados, la vida de Manuel Mena. Es decir, la vida de un muchacho fallecido a los diecinueve años de edad cuyas vivencias apenas se distinguen de las de tantos otros muchachos de su misma promoción, crecidos en un entorno campesino, sin trayectoria ni experiencia suficientes para adquirir una personalidad perfilada.

Como era de esperar, el resultado de la investigación que hace Cercas de la vida de su tío abuelo arroja un relato más bien tedioso, salpicado de unas pocas anécdotas sin apenas sustancia, desdibujadas en la memoria de quienes las refieren. Todo son conjeturas cuando se trata de imaginar cómo Manuel Mena fue captado por las prédicas falangistas en Cáceres, adonde se trasladó para hacer el último curso de bachillerato, pues estaba destinado, por sus méritos como estudiante, a ser “el primer miembro de la familia que salía del pueblo y estudiaba y se preparaba para tener una carrera universitaria”. 

El estallido de la guerra sorprendió a Manuel Mena en Ibahernando. Pese a tener apenas diecisiete años, enseguida tomó la decisión de alistarse voluntariamente, desoyendo los ruegos de su madre. Partió al frente ya a principios de octubre de 1936, y lo que va desde esa fecha hasta la de su muerte, el 21 de septiembre de 1938, es el previsible relato de un joven con la cabeza llena de pájaros que, desencantado de la rutina del soldado, ingresa en la Academia Militar de Granada para obtener en pocas semanas el grado de alférez, participando a continuación en algunos de los más sangrientos combates de la guerra, en los que fue herido en varias ocasiones antes de sucumbir definitivamente, víctima de una bala “que le entró por la cadera, le perforó el hueso y se le quedó atrapada en el vientre”.

El único dato relativamente disonante en el relato que Cercas hace del destino de su tío abuelo es una confidencia no del todo fiable: la de que, ya avanzada la guerra, Manuel Mena, a la vista tanto de su crueldad como de sus rumbos, trocó bruscamente su exaltación original “en zozobra o en algo parecido a la zozobra”. 

“¿Estás diciendo que Manuel Mena estaba harto de la guerra”, le pregunta Javier Cercas a su tío Alejandro cuando éste le sugiere que fue así.

“Exactamente”, le contesta su tío. “Harto. Si hubiera podido habría vuelto a casa. Pero estaba atrapado y no podía.”

A lo que Javier Cercas –al menos el Javier Cercas que protagoniza El monarca de las sombras– arranca la siguiente epifanía:

“De golpe comprendí. Lo que comprendí fue que Manuel Mena no siempre había sido un joven idealista, un intelectual de provincias [¡un intelectual de provincias!, ¡a los diecisiete años!] deslumbrado por el brillo romántico y totalitario de Falange, y que en algún momento de la guerra había dejado de tener el concepto de la guerra que siempre han tenido los jóvenes idealistas y había dejado de pensar que era el lugar donde los hombres se encuentran a sí mismos y dan su verdadera medida”. 

Una intuición –pues no deja de ser una intuición, no avalada por evidencia alguna–que enseguida adquiere para Cercas la contundencia de una certeza, a partir de la cual sintió, nos dice, cómo “Manuel Mena dejaba de ser para mí una figura borrosa y lejana, tan rígida, fría y abstracta como una estatua, una fúnebre leyenda de familia reducida a un retrato confinado en el silencio polvoriento de un desván polvoriento de la desierta casa familiar, el símbolo de todos los errores y las responsabilidades y la culpa y la vergüenza y la miseria y la muerte y las derrotas y la pasión y el deshonor de mis antepasados, para convertirse en un hombre de carne y hueso, en un simple muchacho pundonoroso y desengañado de sus ideales y en un soldado perdido en una guerra ajena, que ya no sabía por qué luchaba”. 

¿Será posible? Otra vez sobreactuando. 

Mi tío Jaime. 

Permítanme una nueva cuña autorreferencial. Ya les he hablado de mi “heroico” historial familiar. A diferencia de Cercas, que hubo de descubrir el retrato de su tío uniformado en un polvoriento desván, yo me crié con los retratos enmarcados y bien visibles de mis dos tíos Manolo, el uno con el uniforme de jugador del Athletic, el otro de marinero, ambos apuestos y jovencísimos. Claro que lo de “jovencísimos” me lo digo ahora; cuando era niño se me antojaban hombres ya hechos, cuya leyenda me producía reverencioso temor y tristeza mucho antes que admiración, y en absoluto la aprensión o el bochorno que a Cercas le producía el retrato de Manuel Mena. 

Cuando tuve edad de comprender algunas cosas, lo primero que comprendí es que esos dos tíos míos, muerto uno a los veintidós años de edad, el otro –como Manuel Mena– a los diecinueve, de ningún modo encarnaban nada más que un fervor y un idealismo atizados por el patriotismo y la religión, bajo los que ellos ni siquiera baruntarían la alarma y reacción de unos intereses de clase.

Como sea, de habérseme ocurrido buscar “la cifra exacta de la herencia más onerosa” de mi familia –y ya son ganas–, no creo que jamás hubiera ido a buscarla en esos dos muchachos de tan trágico destino. Si el descender de una familia “facha” (auténticamente “facha”, que conste, sin los arrepentimientos y exilios interiores de los Cercas), si el descender de una familia “facha”, repito, me hubiera producido la desazón y el bochorno que esta circunstancia le producía a Cercas; si, venciendo escrúpulos que nunca he sentido, hubiera experimentado el impulso –que tampoco he sentido– de expiar la responsabilidad que supuestamente me corresponde por los alineamientos ideológicos de mi familia y me hubiera resuelto a conjurarlos mediante el escrutinio de cualquier figura de mi pasado en la que mi imaginación necesitara cifrar “la herencia más onerosa” de mis ancestros –y ya son ganas–, me temo que, lejos de escoger a ninguno de mis dos tíos Manolo, hubiera puesto el ojo en otros miembros de mi familia, más comprometidos acaso con los negocios y los intereses que sustentaron la importante fortuna –labrada por su padre en Filipinas– de la que disfrutó mi bisabuelo Luis, un hombre por lo demás muy piadoso, dicen, de aspecto bonachón, que seguramente nunca imaginó la muerte violenta que le estaba reservada. O, en la otra rama de la familia, me hubiera interesado por mi tío Jaime, que tras el golpe militar fue reclutado en la zona republicana, de la que escapó, pasando varias semanas huyendo campo a través, hasta el extremo de ser dado por muerto. Ya en la zona “nacional”, combatió durante toda la guerra, al término de la cual se convirtió en un paradigma del “vencedor” franquista, labrándose una exitosa carrera como abogado. Lo recuerdo muy bien: era un hombre provocador, arrogante, vital, inteligente, mujeriego, con un sentido del humor muy desarrollado, aficionado a gestos gratuitamente sensacionales (comerse una lagartija viva, por ejemplo), con los que asombraba a sus sobrinos; para mí, hasta hoy mismo, la encarnación viva –humanizada– del “facha”, sobre todo cuando, tras la muerte de Franco, él, como sus hermanos, ya muy entrados en años, se replegó en un franquismo recalcitrante, abiertamente reaccionario, alcazariano, blaspiñarista.

Cal y arena. 

El aura legendaria que rodeaba a su tío abuelo Manuel Mena justifica que el niño Javier Cercas, que el adolescente Javier Cercas, incluso que el joven Javier Cercas lo tomase por “la cifra exacta de la herencia más onerosa” de su familia. Más extraño es que siguiera tomándolo por tal el Cercas ya hecho y derecho, escritor de fuste, a quien bien puede atribuírsele cierta imaginación moral. 

Qué podía dar de sí el destino de un adolescente inflamado, de quien apenas cabía cosechar unas pocas anécdotas casi impersonales relativas a su carácter, a sus estudios, a su historial militar. Si de lo que se trataba, para Cercas, era de hacerse cargo, venciendo los escrúpulos, del incómodo pasado político de toda su familia (y, por ahí, de interpelar el obviamiento de un amplio sector de la memoria colectiva), se diría que el trabajo de exhumación de la memoria –es de suponer que destinado a tener efectos catárticos– mejor hubiera sido enfocarlo a otros miembros de aquélla. Por ejemplo, a sus abuelos directos, Paco Cercas y Juan Mena (el hermano mayor de Manuel Mena), a los que ya se ha hecho alusión más arriba. Ni la fama de “hombre cabal” que, como se ha visto, rodaba al primero, ni la magnanimidad mostrada por él en el triste episodio protagonizado por Antonio Cabrera, el ex alcalde socialista de Ibahernando, ni siquiera su distanciamiento posterior respecto a los rumbos del franquismo triunfante, alejan del todo las sombras que se ciernen sobre el personaje del abuelo. Ya se ha mencionado que fue concejal de derechas durante el bienio conservador, y se ha aludido a su breve encarcelamiento por el almacenamiento ilegal de armas en una finca próxima al pueblo. El narrador de El monarca de las sombras pasa a toda prisa por este tenebroso incidente, que relaciona con la inseguridad que, tras la victoria del Frente Popular, acechaba a algunos derechistas que se sentían desprotegidos ante los crecientes rumores de excesos y violencias por parte de los alborotados campesinos, justamente resentidos con sus patrones. Cercas también pasa de puntillas ante la más que probable implicación de algunos de sus familiares en los excesos y violencias –en este caso bien ciertas, y no atribuibles a rumores– cometidas por esos mismos derechistas en los días posteriores al golpe militar. Habla Cercas de gente que era sacada a la fuerza de sus casas y fusilada sin fórmula de juicio, etcétera. Hasta trece asesinatos contabiliza en Ibahernando, “casi todos –dice– al final y al principio del conflicto”, entre ellos el de una muchacha de veintidós años, Sara García, cuya imagen producirá a Cercas –tan dado siempre a la sobreactuación– unas incontenibles ganas de llorar cuando la contemple en una foto.

Ahora bien, importa recordar que precisamente durante los dos primeros meses que sucedieron a la sublevación militar y a la recuperación de Ibahernando por parte de los facciosos, el alcalde del pueblo fue el bueno de Paco Cercas. Como especula su nieto con tímida severidad, pero sin señalar directamente a su abuelo, “parece imposible eximir de cualquier responsabilidad en las atrocidades cometidas aquellos días” a todos los miembros de su familia. Claro que el mismo Cercas, a continuación –y el vaivén de posiciones que su narrador adopta es, como se ve, mareante–, puntualiza que, a su vez, algunos miembros de la familia “en varias ocasiones protegieron de la violencia incontrolada a algunos izquierdistas, o los sacaron del pueblo porque corrían peligro dentro de él, a veces entregándolos a la justicia [¿?], como ocurrió con un republicano que, pese a estar enemistado con algunos de ellos, había sido su amigo y pertenecía a su clase o a lo que ellos consideraban su clase: don Juan Bernardo, el médico y líder izquierdista local”.

El procedimiento de Cercas consiste siempre en arrojar una de cal y otra de arena. Toda luz genera su propia sombra, y toda sombra es producida por una luz. Francisco Espinosa habla con razón de “relativismo moral” y califica a Cercas de “experto e mantener una cosa y la contraria”. Ya se ha visto: ningún ser humano, contemplado con la lente adecuada, deja de mostrar sus aspectos positivos. Tampoco ninguno deja de revelar, según se lo mire, facetas dudosas. Todo lo cual es muy plausible y digno de encomio, y encuentra su cabal reflejo en la novelística entera de Cercas, pero, siendo así, ¿cómo se justifica que durante décadas él mismo fuera capaz de reconocer en un pobre y exaltado muchacho de diecinueve años caído en combate “el símbolo perfecto, fúnebre y violento de todos los errores y las responsabilidades y la culpa y la vergüenza y la miseria y la muerte y las derrotas y el espanto y la suciedad y las lágrimas y el sacrificio y la pasión y el deshonor de mis antepasados”? 

Lo cierto es que no se justifica, que no hay modo de justificarlo. Y, en consecuencia, la tramoya entera de la novela, como ya se ha dicho, resulta tan ineficiente como cargante. Pues lo que se termina descubriendo, a la postre, es que la muy plausible intención de mirar por detrás del telón heroico de un tío “facha” está determinada, desde un principio, por la convicción previa de que detrás de ese telón se ha de encontrar, como no podía ser de otro modo, una humanidad aterida y frágil y en zozobra. Lo que más que probablemente estaba en el ánimo de Cercas, cuando emprendió la escritura de su novela, era la muy plausible certeza de que ni la culpa, ni el error, ni la vergüenza, ni la suciedad ni el deshonor eran tales, ni podían serlo en tan alto grado, pues a ningún destino particular, contemplado a la conveniente distancia, le cabe encarnar la “cifra perfecta” de ninguna ideología, ni siquiera de una facción, no al menos si se escoge, para ilustrar una u otra, el destino de personas sencillas y corrientes, como al fin y al cabo son buena parte de los antepasados de Cercas. Ninguno de ellos, por si fuera poco, corresponde al tipo del hombre de una sola pieza, imbuido –como mi tío Jaime, sin ir más lejos– de convicciones fanáticas o simplemente inconmovibles. Lejos de eso, ya se ha visto que, terminada la guerra, Paco Cercas, el abuelo del escritor, desencantado del franquismo, se sumió en una especie de exilio interior, en tanto que al flamante Manuel Mena, al héroe intachable, se lo muestra, al final de la novela, y por virtud de una sucesión de indemostrables conjeturas, como un hombre “taciturno y absorto y desencantado y humilde y lúcido y envejecido y harto de la guerra” (a lo que el lector vuelve a a decirse: pues vaya).

Todos somos Cercas. 

La fastuosa y lírica retahíla (muy a lo Marías) que, como se viendo, actúa de leit-motiv de El monarca de las sombras (sí, eso de “los errores y las responsabilidades y la culpa y la vergüenza y la miseria”, etc.) señala ya el peligro al que ésta se expone y con el que enseguida tropieza: el de mezclar y confundir categorías de orden muy distinto que, así acumuladas, consiguen que el sufrimiento y bochorno que dice experimentar el narrador por el pasado franquista de su familia sea en definitiva homolagable y al cabo indiferenciable del que pueda experimentar cualquier lector por ser hijo o descendiente de quien sea, ya se halle en el campo de los vencedores o de los vencidos, de los poderosos o de los humildes, pues es condición del ser humano en general heredar errores y responsabilidades, heredar la miseria y la muerte y las derrotas y el espanto y la suciedad y las lágrimas y el sacrificio y la pasión.

En cuanto a la dichosa culpa... ya se ha dicho que es, en rigor, intransferible. Repito las palabras de Hannah Arendt: “Donde todos son culpables nadie lo es”. Pero esta misma es la tendencia a la apunta a menudo la narrativa de Cercas: la de plantear un dilema moral y exponerlo a temperaturas bajo cero, en las que todas sus tensiones políticas quedan congeladas. A propósito de su penúltima novela, El impostor (2014), declaraba en una entrevista que lo que más le interesaba de Enric Marco, su protagonista, era comprenderle, “porque este hombre tiene algo de todos nosotros, y eso es su extraordinaria capacidad de farsa. Todos los seres humanos somos de alguna manera impostores por nuestra necesidad de ser aceptados”. En El monarca de las sombras Cercas llega a contarnos la historia de su familia franquista para concluir que –como se dice al final de la novela– “en ella había vergüenza pero también orgullo, deshonor pero también rectitud, miseria pero también coraje, suciedad pero también nobleza, espanto pero también alegría”, es decir, para concluir que en la historia de su tío Manuel Mena “había lo que había en mi familia y tal vez en todas las familias: derrotas y pasión y lágrimas y culpa y sacrificio”; lo que vale por repetir que, según cómo graduemos la lente, todos somos lo mismo, cualquiera sea el punto de partida, pues todos convergemos en el dato básico de que somos –y qué otra cosa nos cabía– seres humanos.

Esto no se acaba. 

Pero llegamos al gran finale con orquesta de El monarca de las sombras. “Esto no se acaba, no se acaba nunca”, se dice Cercas (o el narrador que usurpa su nombre y sus circunstancias) al término de la novela, pensando –y ya son ganas– en lo que, para confortarlo, le diría a su tío Manuel agonizante, a punto de morir en el camastro de un hospital militar de la retaguardia.

“Pensé que le habría dicho que era verdad que iba a morir, pero que debía morir tranquilo, porque su muerte no era una muerte absurda […] Que su muerte tenía sentido [¡!]. Que moría por su madre y sus hermanos y sus sobrinos y por todo cuanto era decente y honorable. Que su muerte era una muerte honorable. Que había estado a la altura y había dado la talla y no se había arrugado […] Que viviría eternamente en la mente volátil de los hombres, como viven los héroes. Que su sufrimiento estaba justificado”, etcétera, etcétera.

Pocas líneas más abajo, el mismo Cercas se dice a sí mismo justamente lo contrario: que su tío Manuel “murió por nada, porque le engañaron haciéndole creer que defendía sus intereses cuando en realidad defendía los intereses de otros y que estaba jugándose la vida por los suyos cuando en realidad sólo estaba jugándosela por otros. Que murió por culpa de una panda de hijos de puta que envenenaban el cerebro de los niños y los mandaban al matadero», etcétera, etcétera.

Una de cal y otra de arena, ya se ha dicho. Y entre paletada y paletada, “la cifra exacta de la herencia más onerosa” de la familia de Cercas se resuelve en un cero: un montón de inocencia y valentía equivocadas. 

Al final de la novela, la investigación llevada a término revela a Cercas (o al narrador que usurpa su nombre y sus circunstancias) “el secreto más elemental y más oculto, y es que no nos morimos, que Manuel Mena no había muerto y que mi madre no iba a morir, eso pensé de golpe […] pensé que estamos hechos de materia y que la materia no se destruye ni se crea, sólo se transforma, nos transformamos en nuestros descendientes como nuestros antepasados se transformaron en nosotros, pensé que nuestros antepasados viven en nosotros como nosotros viviremos en nuestros descendientes, no es que vivan en nuestra volátil memoria, viven físicamente en nuestra carne y nuestra sangre y nuestros huesos, heredamos sus moléculas y con sus moléculas heredamos cuanto fueron, nos guste o no, lo aborrezcamos o no, lo asumamos o no, nos hagamos cargo o no de ello, somos nuestros antepasados como seremos nuestros descendientes”, y bla bla bla.

280 páginas de prolijas pesquisas y de culpa y de vergüenza sobreactuadas para llegar a esto: a esta tosca versión eucarística de la dichosa memoria histórica, a esta adaptación ecuménica y fatalista del principio de responsabilidad al que apelaba Arendt, a esta sibilina relectura, cientifista y secularizada, del pecado original.

En el artículo citado, Sebastiaan Faber acertó a diagnosticar con precisión que el principal problema de la novela es “su peculiar economía afectiva”. “En el fondo –escribía Faber–, Cercas se tiende su propia trampa, y lo hace en dos pasos. Primero supone, equivocadamente, que está obligado a asumir el pasado franquista de su familia –su filiación– como un factor determinante en su propia identidad. Y segundo, confunde la obligación ética del afecto –el amor a los parientes muertos– con la obligación moral del homenaje [...] Es esta trampa la que hace que experimente el pasado franquista de su familia como un problema o secreto vergonzoso, algo cuya ocultación le produce mala conciencia”.

Palabras acaso demasiado indulgentes a las que cabe oponer la sospecha de que, antes que a sí mismo, Cercas tiende esta trampa al lector, y que lo hace con una extraña mezcla de ingenuidad y deliberación, de cálculo y de coquetería que, con el pretexto de completar el ademán revisionista abierto mucho tiempo atrás con Soldados de Salamina (2001), apunta muy voluntariosamente a repetir su éxito desde el otro lado del espejo, replicando una fórmula mágica que entretanto parece haber perdido buena parte de su efecto y de su validez. 

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Autor >

Ignacio Echevarría

Es editor, crítico literario y articulista.

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4 comentario(s)

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  1. Douglas

    Un libro masturbatorio, cursi, falso y ridiculo... Echevarría salta una perla que es el momento cuando el narrador compara a si mismo con Ulises y su tio abuelo con Aquiles. No se si se puede ser más absurdo. ¿No hay editores ya en España? Da esa sensación... En cuanto al concepto de afiliación de Said, la conozco y es muy interesante en teoría, pero en la práctica, no funciona tan bien. La nacionalidad, el color del piel, el idioma materna, todos existen de manera idependiente a las afiliaciones de uno. Más bien tiene razón Setphen Dedalus cuando afirma en "Portrait of a Young Man as an Artist" "La Historia es una pesadilla de la que quiero despertarme"...

    Hace 5 años 11 meses

  2. Enrique

    Se puede decir lo que dice Echevarría con bastantes menos palabras.

    Hace 5 años 11 meses

  3. Aurora

    Pues el tamaño de la justificación y el esfuerzo en demostrar que no alberga culpa, resulta muy sospechoso. En cualquier caso, ni responsabilidad ni culpa en lo que hicieron nuestras familias antes de que naciéramos. Ahora, disfrutar de los beneficios de haber nacido en una familia franquista, o de las penalidades de haber nacido en una antifranquista, eso sí. Eso no lo puede negar ni el autor ni nadie. Y si tenía una familia tan "bien" y tan franquista, y con "mártires" de por medio, él ha disfrutado y es el resultado cultural y económico de esos beneficios del franquismo familiar.

    Hace 5 años 11 meses

  4. Aurora

    Pues chico, el tamaño de la justificación y el esfuerzo en demostrar que no albergas culpa, resulta muy sospechoso. En cualquier caso, ni responsabilidad ni culpa en lo que hicieron nuestras familias antes de que naciéramos. Ahora, disfrutar de los beneficios de haber nacido en una familia franquista, o de las penalidades de haber nacido en una antifranquista, eso sí. Eso no lo puede negar ni el autor ni nadie. Y si tenía una familia tan "bien" y tan franquista, y con "mártires" de por medio, él ha disfrutado y es el resultado cultural y económico de esos beneficios del franquismo familiar.

    Hace 5 años 11 meses

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