Tribuna
Adiós, Vistalegre I
No se trata de construir un partido democrático puro, horizontal, asambleario: se trata de dar cabida a la deliberación interna
Javier Franzé 30/01/2019
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Lo que ha estallado en Podemos no es tanto Vistalegre II, sino Vistalegre I. Resulta siempre más confortable pensar que es una camarilla de dirigentes mezquinos y doctrinarios los que han desbaratado el proyecto, pero hay que preguntarse cómo llegaron hasta ahí y conquistaron tal margen de maniobra.
Me temo que eso se fraguó en Vistalegre I, cuando se construyó un partido vertical, poco conectado con las bases y con mucha autonomía para el grupo dirigente, que debía –así se vio– afrontar una situación excepcional: la guerra relámpago para alcanzar la Moncloa en 2015. Esa situación de excepcionalidad el grupo dirigente la dio por concluida tras el resultado del 26J. Pero en verdad no se salió nunca de la excepcionalidad, al menos en lo organizativo en el nivel estatal.
Mi intuición es que una interpretación inadecuada del principio de la primacía de lo político alimentó esa continuidad. En efecto, de la idea de que no hacía falta acumular fuerzas en lo social para luego tener éxito en lo político, se dedujo que lo político podía desprenderse de toda conexión orgánica con lo social.
La idea clásica marxista de que la política refleja más o menos lo económico-social impedía en efecto cualquier pretensión de construcción rápida de una voluntad política. El hecho de que Podemos recogiera cinco millones de votos en sus primeras generales indicó que esa noción había estado bien descartada. No por el éxito electoral en sí, sino porque éste indicaba que era posible interpelar a la sociedad sin un largo trabajo político previo. Pero no significaba que lo que había sido una situación de excepción –debido a la crisis económica y política, y al poco tiempo disponible hasta las urnas– pudiera ser mantenida en tiempos de normalidad y/o en el largo plazo. La televisión y las redes sociales no podían ser el exclusivo lugar desde el cual interpelar a la ciudadanía todo el tiempo. No se construye hegemonía en las citas electorales.
Entiéndase bien esto. No se trata de un reclamo moral, según el cual la política de verdad se hace en las calles y contra las instituciones. Ésta fue la conclusión que extrajo la dirección de Podemos tras las generales del 26J, que es la simétrica opuesta —pero no excluyente— a la de la televisión y las redes. Ni se trataba de yuxtaponer intereses pensados como ya constituidos en un vibrante y auténtico contacto directo con los movimientos sociales fuera de las moquetas y los despachos, ni se trataba de puentear lo social a golpe de presencia mediática, análisis electorales y construcción de marcos de interpretación.
Hay un entre-lugar: la mediación política, el diálogo con demandas sociales para contaminarse mutuamente, entrelazarse y construir actores nuevos. No se trata de ser generosos desde arriba con los de abajo escuchándolos para entregarles un lenguaje en el que se expresen. Se trata de, sin la ingenuidad de pretender abolir la mediación política ni del mandar obedeciendo, producir y dejar producir sentido e identidad colectiva. Ni siquiera se trata de construir un partido democrático puro, horizontal, asambleario: se trata de dar cabida a la deliberación interna. Deliberación para decidir, eso sí. La deliberación es un rasgo decisivo de la política, porque sirve para adaptar los valores a circunstancias cambiantes para poder realizarlos. Por lo tanto –otra vez– la exigencia de deliberar no es moral, sino ético-política, porque aúna como pocas veces en la política lo bueno y lo útil.
Ni una sola agrupación, ni una sola asociación, ni un solo movimiento social se ha pronunciado sobre la lucha interna de Podemos en Madrid, que tiene inocultables alcances nacionales. Si esta crisis quiere ser una crisis de crecimiento, parece inevitable replantearse las formas organizativas.
Los que demandan mejores salarios no pueden verse como diferentes de aquellos que quieren los océanos sin plásticos: una fuerza transformadora debe reunirlos en la lucha por la igualdad, porque ambas demandas van contra el productivismo del mercado. Esto es la transversalidad, que constituye el camino para cualquier lucha progresista. Pero esto obliga, por lógica, a convivir con diferencias. Por tanto, a construir instituciones capaces de contenerlas, tramitarlas y negociar sus equilibrios. Un partido, por ejemplo. Hay ejemplos notables en España: el PNV y el PSOE. Éste, tras años de crisis y en una posición de debilidad, fue capaz de conformar de urgencia un gabinete ministerial representativo: esto es, que no sólo reflejó lo que la sociedad ya quería, sino que a la vez hizo deseable el ser –en este caso– feminista, “moderno” y competente.
A veces pareciera que lo que hay ya no es una lectura superficial de la teoría del populismo, sino de las propias experiencias históricas nacional-populares. Latinoamérica no es ese reino de la espontaneidad inorgánica que la mirada eurocéntrica a veces cree y quiere ver. Los movimientos nacional-populares, tras su aparente invertebración, han sido capaces no sólo de denunciar a un Ellos oligárquico, sino sobre todo de construir y tramitar un Nosotros popular tan abierto y permeable como incesante y porfiado. Una voluntad política, en definitiva, capaz de reconstruir su comunidad reconstruyéndose a la vez como fuerza política.
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Javier Franzé es profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid.
Lo que ha estallado en Podemos no es tanto Vistalegre II, sino Vistalegre I. Resulta siempre más confortable pensar que es una camarilla de dirigentes mezquinos y doctrinarios los que han desbaratado el proyecto, pero hay que preguntarse cómo llegaron hasta ahí y conquistaron tal margen de maniobra.
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Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid.
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