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En estos tiempos no ya líquidos, sino gaseosos, en los que la nostalgia se remite al trimestre anterior, es inevitable echar mano de la ucronía como método de análisis. Por ejemplo, ¿qué hubiera pasado si Errejón hubiese ganado en Vistalegre II? (o si se hubiese presentado). ¿Y si hubiese aceptado la conjura de Bescansa? ¿O si ésta hubiese ganado en Galicia, convirtiéndola en la aldea gala del rupturismo posibilista? ¿Qué hubiese pasado si, en las negociaciones por la candidatura de En Marea de las pasadas elecciones gallegas Pablo Iglesias no hubiese suturado la ruptura de las negociaciones con un tuit in extremis y hubiesen concurrido por separado (como siempre ha querido un sector de los afiliados morados, y ganado las votaciones sobre el asunto)? O la madre del cordero: ¿Cómo estaría la situación política española si Podemos hubiese facilitado, con su apoyo o su abstención, el primer intento de Pedro Sánchez de acceder a la presidencia del Gobierno?
En cualquiera de estos casos, por junto o por separado, ¿se habría dado ese efecto “ilusionante y renovador” (pónganle dobles comillas a la expresión) que ahora se busca con la misma ansia que los caballeros artúricos el Grial? Ese efecto creo que se está produciendo, no tanto por sus propios principios curativos, sino por la simpatía que despierta cualquier rebelión contra la autoridad, siempre que la autoridad no sean los nuestros, o que la rebelión sea efímera o de baja intensidad. Más o menos lo que pasa cuando gana la Liga un equipo que no es uno de los dos de siempre: se alegran los escasos seguidores del ganador, y en cierta forma los aficionados de los grandes, porque por lo menos no engorda el currículo del rival. ¿Será un efecto duradero, una inversión de tendencia, o volverán a ganar los de siempre? (soy consciente de la sobredosis de preguntas, sobre todo cuando no tengo respuestas).
Si echar mano de la ucronía es pisar charcos a propósito, apostar por la utopía es tirarse directamente a la piscina, por lo menos sin responder antes a algunas cuestiones. Como qué ha pasado para que un partido que lideraba las encuestas, surgido del 15M, cuyos presupuestos (los del 15M) eran compartidos por el 70% de la población –cito de memoria– sea ahora “ese partido del que usted me habla”, y que, apenas cuatro años más tarde, buena parte de aquella misma sociedad comulgue con ruedas de molino como el acoso al hombre blanco, los toros, la caza y el vestirse por los pies como único dress code de los españoles de bien. No es desdeñable el papel blanqueador/agitador de los medios mainstream a la hora de transmitir bulos y vituperios, o de señalar enemigos, pero como decía Gramsci –cito de nuevo de memoria–, es estúpido quejarse de que el enemigo te ataque, porque lo propio del enemigo es atacarte (sobre todo si tú has utilizado esas armas cuando has podido). Algo habrán, o habremos hecho todos, mal.
Algo, por ejemplo, como esa peculiaridad izquierdista de disfrazar como batallas ideológicas lo que son diferencias personales. O lo que pasa ahora, pretender que las diferencias ideológicas o estratégicas obedecen a cuestiones personales. En la primera de las circunstancias, como están prohibidos los duelos, lo que cabe es irse a tomar unas copas y/o a casa, pero en la segunda, es necesario abrir un debate serio y no solucionarlo por la vía plebiscitaria o por las ocurrencias en twitter. Y tener siempre un mínimo sentido del ridículo. Para no citar las referencias que ya conocen, una de las muchas producidas en las recientes elecciones para la coordinadora de En Marea (organización en la que está, o no, Podemos). Además del habitual y muy poco edificante barullo en redes sociales, alguien acudió al principio de autoridad: “Hola, pertenezco a un grupo de telegram de una organización política, se ha unido gente desconocida sin consultarme por lo que considero vulnerados mis derechos al secreto de mis comunicaciones telemáticas. El grupo de telegram corresponde al Comité Electoral de En Marea. Y el compañero que vulneró tales derechos es X”, tecleó en la web de denuncias de la Guardia Civil. Tenía razón Cioran cuando decía que la verdad empieza por un conflicto con la policía, y termina cuando los llamamos para que intervengan.
En todas partes vuelan cuchillos, y es lógico que en los ambientes políticos cuyos objetivos son conservar los privilegios, o la mera administración de los recursos, sea más fácil tener fría la cabeza que en aquellos que tienen que soñar una sociedad futura. “No se hace política-historia sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo-nación”, dijo –esta vez es literal– Gramsci. Quizá ahí esté el problema. Que algunos se imaginan más en los libros de ciencia política referenciados como los autores de La unidad popular bien temperada. Cuatro tesis y un funeral antes que asumiendo las penurias cotidianas de sus coetáneos, esos desagradecidos. Y, mientras, se recrean en los tuits. Sin descartar que sea un problema de inepcia. Algo desolador si pensamos que las consecuencias pueden ser tan aterradoras, ideologías aparte, como que personajes tan inanes como Pablo Casado o Albert Rivera lleguen a ser presidentes del gobierno. Como me dijo un día un amigo mío, de militancia bastante radical, cuando Felipe González empezaba a dar señales de lo que iba a ser de mayor: “yo ya echo de menos a Adolfo Suárez, pero como esto siga así, voy acabar echando de menos a Leopoldo Calvo-Sotelo”.
En estos tiempos no ya líquidos, sino gaseosos, en los que la nostalgia se remite al trimestre anterior, es inevitable echar mano de la ucronía como método de análisis. Por ejemplo, ¿qué hubiera pasado si Errejón hubiese ganado en Vistalegre II? (o si se hubiese presentado). ¿Y si hubiese aceptado la...
Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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