Señales de humo
Por qué los hombres se disfrazan de mujeres en Carnaval
Ana Sharife 20/02/2019
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Cualquiera que haya vivido en Canarias sabe que las islas no se transforman en Carnaval, sólo acentúan su mirada festiva de la existencia.
En esta región ultraperiférica la caricaturización lo articula todo. El hombre cambia de rol y se burla de los estereotipos establecidos. Los heterosexuales salen en cuadrilla vestidos de enfermeras, monjas o azafatas de aerolínea, muchos llevan pechos y trasero de plástico para simbolizarlas, exagerar sus atributos y escandalizar a su paso. Falda, medias de rejilla, sujetador y maquillaje los convierten durante una noche en verdaderas señoritas. No representan al otro género: lo parodian.
El Carnaval encarna en Canarias la ambigüedad, los roles intermedios y difusos, las alegorías. Es pura catarsis colectiva, la fiesta de la transgresión por antonomasia, donde disfrazarse de mujer libera la tensión social a la que está sometida la masculinidad sea cual sea su inclinación sexual.
En una cultura de larga tradición judeocristiana, donde la vestimenta es un indicativo exterior de tu género, lo que subyace al transgredir estos patrones es lo que mueve a un hombre a tirarse a la calle con tacones, bolso y peluca al viento.
No están dinamitando su naturaleza sino señalando su parte femenina, que en esta parte del mundo donde la sociedad es matrilineal, no está nada mal vista. Salen a divertirse sin complejos e interactúan de forma jocosa con muchas más mujeres que el ‘macho man’ que se disfraza de arquetipos como policía o militar con los que tratar de subrayar su virilidad.
En mitad de esta atmósfera festiva entra en escena el homosexual que se viste de mujer. Va divinamente maquillado y lleva un vestuario deslumbrante, también escotes y tacones de infarto. Reinonas que fascinan por su belleza y transmutan de género, porque jugar al equívoco sigue siendo lo más divertido de la ceremonia.
Sin embargo es el travestido la estrella de estas fiestas por excelencia. Un hombre que no tiene por qué representar una identidad sexual o una preferencia sexual. Cierto halo de misterio los envuelve, salen solos, encargan su vestido con un año de antelación, y la artesanía y espectacularidad de su disfraz paraliza a la gente que lo contempla. Es arte sin carroza ni palio, ni lo necesitan.
En medio de este universo de roles indefinidos, se mezcla el crossdressing, cruzar la vestimenta, hombres heterosexuales (la mayoría) a los que les gusta vestirse de mujer alguna que otra vez. Un transformismo que si profundizamos explica bien cómo en nuestra conformación sexuada nadie es del todo hombre o mujer.
Toda esta metamorfosis festiva libera los instintos y dotes interpretativas de los participantes, con lo cual es fácil ver a heteros que se contonean mejor que cualquier mujer sin que ello haga tambalear su rol social identificado con fortaleza y control de emociones. Así, representan durante un rato un comportamiento opuesto al que durante el año se espera de ellos. Luego el lunes vuelven a la oficina con su traje, corbata, sus gestos masculinos de siempre y una luz de purpurina que los delata en mitad de la barba.
El hombre (homo o hetero) siempre ha sentido curiosidad por los códigos femeninos que cubren a las mujeres, atracción que canaliza en Carnavales a través del disfraz, finge ser mujer. De este modo, puede acercarse a sentir en sí mismo lo que desea en ella, y descubre que le miran, le piropean, le desean.
Aquí nace la gala Drag Queens, un espectáculo que hunde sus raíces en la antigüedad, desde que las celebraciones se asociaban a ciclos naturales y se expresaban a través de la danza. Una jubilosa transgresión subida 7.000 años después a plataformas de vértigo.
Nos contó la mitología griega que disfrazarse de mujer era normal, y la Biblia entendió que no tenía remedio: “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que hace esto”. Grecia lo transformaría en Bacanales y Roma en Saturnales. Casi nada.
En la España de colonias, colocarse máscaras y camuflarse sin ser reconocidos daría el empuje definitivo a las fiestas. En 1523 “la Paris Hilton” Carlos I dicta una ley que las prohíbe, lo mismo que Felipe II, “el auténtico cuñado”. De poco les sirvió, la mascarada se siguió celebrando, siendo Felipe IV “el follador”, quien restauraría las fiestas en todo su esplendor.
El Carnaval persiste en casi todo el mundo hasta que, en 1936, al comienzo de la guerra civil, es prohibido en España. Algunos puntos del país como Canarias se pasan la prohibición por el forro, y las fiestas de invierno siguen siendo un período de descontrol controlado.
Labios pintados, pestañas postizas, pelo en pecho. Y a la calle.
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