¿Qué les ha pasado a las élites nacidas antes de 1955?
Pues les han pasado muchas cosas. Lo que choca es esa conversión masiva de los miembros más progresistas hacia las posiciones conservadoras en la cuestión nacional
Ignacio Sánchez-Cuenca 3/03/2019
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Pues les han pasado muchas cosas. No en vano vivieron el final de la dictadura, la transición y los primeros pasos de la democracia, cuando todo estaba aún por hacer. Experimentaron tiempos muy excepcionales, de cambios profundos, y protagonizaron un periodo nuevo, lleno de posibilidades por realizar. Muchos de ellos adquirieron protagonismo y visibilidad siendo muy jóvenes y comenzaron a ejercer responsabilidades desde muy pronto, al frente de partidos políticos, ministerios, empresas públicas, cátedras, juzgados, colegios profesionales, medios de comunicación, editoriales, embajadas, etc. Se acostumbraron a la influencia y al poder y establecieron lazos, a veces de afinidad, a veces de rivalidad enconada, que terminaron forjando una conciencia generacional marcada por la construcción de una España modernizante que quería dejar atrás el pasado gris de la dictadura.
En los años bulliciosos y locos de la transición, cuando todo estaba por descubrir, se cruzaron múltiples proyectos, algunos más radicales, otros más conservadores, se mezclaron gentes de procedencia muy distinta y se exploró todo lo que había estado vedado durante el franquismo. Con el transcurrir del tiempo, las cosas fueron clarificándose. La UCD explotó en mil pedazos, quedándose la derecha fuera del poder durante largos años, el PCE se consumió rápidamente, la izquierda radical fue atomizándose hasta prácticamente desaparecer, se constituyeron nuevos poderes y élites regionales, y adquirió una posición hegemónica el complejo socialdemócrata-liberal. El PSOE alcanzó un 48 por ciento de apoyo popular en 1982 (está por ver que en las próximas elecciones PSOE y PP juntos lleguen a ese porcentaje) y atrajo, como era lógico, a la “inteligencia” y a las clases profesionales del país hacia la órbita socialdemócrata, caracterizada por su juventud y ambición.
El relato sobre lo que se hizo en los años ochenta es bien conocido. Fue la década de la modernización y normalización del país. España quería, en la medida de lo posible, sumarse al club de las democracias liberales occidentales y disfrutar de sus niveles de prosperidad. Se puso en marcha la descentralización del Estado, tuvo lugar el ingreso en lo que entonces se llamaba la Comunidad Económica Europea, se produjo la reconversión industrial, se abrió la economía al exterior, hubo inversiones masivas en educación, se consiguió neutralizar la amenaza militar, en fin, aquello fue una puesta a punto del país. Pese al deseo imperioso de ser como los demás, España arrastraba sin embargo algunas pesadas cargas: un mercado de trabajo disfuncional, con unas tasas de paro que doblaban la media europea, un terrorismo muy intenso en el País Vasco, un tejido productivo endeble, una concentración de poder económico excesiva y una esfera pública algo raquítica.
La llegada de la derecha al poder, a mediados de los noventa, fue la certificación de que el país había entrado en una nueva fase. El tema eterno de España comenzó a consumir energías políticas cada vez mayores
El núcleo más o menos compacto de poder político, económico e intelectual que protagonizó aquella década vertiginosa comenzó a sufrir sus primeras fracturas como consecuencia de los disgustos y decepciones que la acción de gobierno siempre provoca. Unos se distanciaron por la guerra sucia, otros por el referéndum de la OTAN, otros por los primeros escándalos de corrupción, otros por las divisiones en el seno del PSOE y, otros, quizá, por su capacidad para anticipar el futuro y colocarse en una posición ventajosa. Se rompieron amistades, se produjeron deserciones. Los pioneros pusieron el rumbo hacia tierras más conservadoras. Casi ninguno de ellos naufragó en el trayecto. Un importante contingente, como cabía esperar, se mantuvo fiel al proyecto original. Todos, en cualquier caso, eran conscientes de su importancia, de su protagonismo, del papel que habían desempeñado en los años cruciales de la transición y de la primera década socialista.
La llegada de la derecha al poder, a mediados de los noventa, fue la certificación de que el país había entrado en una nueva fase. El tema eterno de España, la integración de los diversos territorios nacionales, comenzó a consumir energías políticas cada vez mayores. Fueron muchos los intelectuales que, adoptando una posición anti-nacionalista de gran intensidad, abandonaron su fervor socialdemócrata y modernizador y pasaron a practicar un conservadurismo amargo y descreído. El efecto general es que el país se hizo más plural, en todos los sentidos. Por fin había progresistas y conservadores en pie de igualdad, cada uno con sus apoyos empresariales, medios de comunicación y referencias culturales. Un observador que se situara a principios del siglo XXI podría haber concluido que la generación que había sido rabiosamente socialdemócrata en los ochenta se había roto de forma irremediable.
No obstante, el paso del tiempo se ha encargado de restablecer una cierta unidad. Ha habido un rencuentro sorprendente e inesperado. Se empezó a ver en los primeros años de Zapatero, cuyas decisiones y prioridades producían un fuerte descoloque en las generaciones anteriores. Con una mezcla de condescendencia e irritación, los mayores vieron en la generación de Zapatero a unos tipos mal preparados, sin suficiente experiencia de la vida, con proyectos que poco tenían que ver con los de los años ochenta. Hubo entonces un primer repliegue conservador, que se acentuó en los años de la crisis, cuando se produce un cuestionamiento generalizado del funcionamiento de las instituciones y de las élites y estas cierran filas como estrategia de defensa. Así se pudo comprobar con el rechazo visceral de cualquier idea o iniciativa procedente del 15-M primero y de Podemos después.
Curiosamente, la convergencia de las élites no ha consistido en una vuelta a los orígenes socialdemócratas, a los tiempos reformistas de juventud. Más bien, los últimos socialdemócratas han abdicado de sus convicciones y se han abrazado con quienes primero habían abandonado el barco a finales de los ochenta y primeros noventa. Lo que une a todos ellos es el orgullo herido ante el “desafío catalán”. Aunque la preocupación por la cuestión nacional venía intensificándose al menos desde la segunda legislatura de Aznar, la de la mayoría absoluta y el resurgir del nacionalismo español frente a los proyectos rupturistas que procedían primero del País Vasco y luego de Cataluña, han sido los sucesos del otoño de 2017 los que han terminado de unir en posiciones similares a personas que habían adoptado direcciones divergentes hace veinticinco años.
Ni la degradación institucional que acompañó a los años de bonanza y que explotó en los años de la crisis, ni el surgimiento de Podemos y su impugnación del “régimen del 78” han provocado tanto disgusto como el intento de los independentistas catalanes de romper con España.
Resulta bien chocante contemplar la crítica de González y Guerra a los gestos de Sánchez en torno a una mesa de partidos con “relator” cuando ellos nombraron a negociadores para que se reunieran con etarras en la mesa de Argel
Hemos podido observar un cierre ideológico en torno a lo que es admisible en política. Resulta bien chocante contemplar la crítica inmisericorde de Felipe González y Alfonso Guerra a los gestos de Sánchez en torno a una mesa de partidos con “relator” cuando ellos autorizaron a mediadores y nombraron a negociadores para que se reunieran con etarras en la mesa de Argel. ¿Qué ha pasado en España para que una mesa de diálogo y negociación con partidos democráticos y pacíficos se considere una ofensa política de primera magnitud cuando hemos entendido que fue necesario hacer cosas mil veces peores en otros momentos no tan lejanos de nuestra historia? ¿Cómo puede ser que el presidente de un gobierno cuyo ministro de interior y secretario de estado de seguridad fueron condenados por el secuestro de un ciudadano (y a los que el propio González defendió en su condición de abogado) ahora considere inaceptable algo tan básico como una mesa de negociación y un relator?
Yendo más allá del PSOE, ¿cómo es posible que tantos miembros de esa misma generación, que se acostumbraron a las transacciones y negociaciones de todo tipo que se dieron en la transición, hoy pongan el grito en el cielo porque el gobierno de España quiera constituir una mesa de partidos? ¿Acaso no recuerdan cómo ellos mismos resolvieron la crisis del referéndum andaluz de 1980, cuando, por puro pragmatismo político, se inventaron una ley orgánica que modificaba la Constitución para que la ausencia de una mayoría absoluta en Almería no impidiera el acceso de Andalucía a la autonomía por la vía rápida del artículo 151? ¿Cómo pueden venir ahora con que en la Constitución no cabe ni siquiera la posibilidad de una consulta en Cataluña cuando cupo el arreglo de 1980 sobre Almería?
¿Por qué esas élites han vivido como un ultraje imperdonable la crisis catalana? ¿Por qué no entienden que esa crisis constitucional de otoño de 2017 es en buena medida consecuencia, precisamente, de que la derecha se negara durante años a hacer lo que ellos hubieran hecho en su época, la de la transición y los años ochenta, es decir, negociar, transar, buscar soluciones imaginativas, siempre con el objetivo de evitar el choque frontal que finalmente se produjo en 2017? Casi todos ellos, en lugar de entenderlo en esos términos, han preferido pensar que la crisis catalana es, ante todo, un intento fallido de golpe de Estado y que la deslealtad catalana no tiene otra salida que la penal.
para justificar esta lectura conservadora de los hechos, han configurado un frente homogéneo desde el que deslegitimar cualquier crítica que se realice a la manera en la que España ha afrontado su peor crisis constitucional
Y para justificar esta lectura conservadora de los hechos, han configurado un frente homogéneo desde el que deslegitimar cualquier crítica que se realice a la manera en la que España ha afrontado su peor crisis constitucional. Sólo así se entiende la insistencia machacona en que España es una democracia liberal homologable a las más avanzadas de Europa occidental (ese, fue de hecho, su proyecto generacional). La crisis catalana, según este punto de vista, es fruto del atavismo nacionalista periférico, que intenta enturbiar un Estado de derecho ejemplar, basado en la división de poderes y una justicia imparcial. Quienes cuestionan esa realidad inapelable para las élites, son los propagadores de una nueva “leyenda negra”. Si para dar cierta verosimilitud a estas tesis es preciso retorcer datos e informes con el propósito de mostrar en el exterior que nuestra democracia funciona como las del norte de Europa, que las críticas proceden del resentimiento catalán y de esa anti-España que nunca muere del todo, pues se hace con entusiasmo, llegando a concluir que España incluso ha dado un ejemplo afrontando el “golpe” catalán desde el Estado de derecho: ha llegado el momento de sentir orgullo por la democracia que creamos entre todos a finales de los setenta y primeros ochenta.
Hemos visto así a políticos, periodistas, escritores, historiadores, juristas, filósofos y artistas sacar pecho y mostrar orgullo por una España asediada por la “insensatez” nacionalista catalana y la “incomprensión” extranjera. Que no vengan ahora, parecen decir, los nacionalistas catalanes a fastidiar con referéndums y declaraciones de independencia, con lo que (nos) ha costado mantener el país a flote durante los peores años de la crisis económica.
Este arrebato españolista de última hora se ha transformado en una argamasa generacional. Socialdemócratas, liberales y conservadores recuperan una causa común, la defensa desacomplejada del país que ellos construyeron con tanto tesón. Todos unidos, que ya tocaba, por la defensa de España y sus instituciones.
No están solos, por supuesto. En las generaciones sucesivas hay muestras abundantes también de la nueva intransigencia política. Lo que choca de los nacidos antes de 1955 (una fecha arbitraria, sin duda, que he fijado porque abarca hasta quienes cumplieron los veinte o más en el año de la muerte de Franco) es esa conversión masiva de los miembros más progresistas hacia las posiciones conservadoras en la cuestión nacional (siempre hay excepciones, por supuesto, que viven con congoja esta mutación). A pesar de los caminos tan diferentes que siguieron en los años noventa, han terminado convergiendo la mayoría de ellos en un españolismo acrítico y orgulloso que se resiste a reconocer la profundidad de la crisis constitucional en la que estamos sumidos.
¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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