¿Por qué el feminismo relacional es un antídoto frente a la extrema derecha?
Extracto de ‘Revolución feminista y políticas de lo común frente a la extrema derecha’
María Eugenia Rodríguez Palop 6/03/2019
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La extrema derecha se ha presentado como una resistencia de fácil acceso, sencilla pero robusta, contra los desmanes de las oligarquías políticas y las élites económicas. Es uno de los frutos de las contradicciones del neoliberalismo globalizador de estas décadas y de la connivencia de partidos conservadores, socialdemócratas y socioliberales con la mundialización financiera y el capital especulativo, y su programa es hoy de sobra conocido. Repliegue nacional, orden y seguridad, reacción punitiva, militarismo, xenofobia, oporofobia, homofobia, misoginia…la restauración en toda regla de un cierto imaginario de lo común organizada, además, internacionalmente. Una revolución conformista que no solo obedece a factores ideológicos, sino que también tiene una raíz vivencial y un anclaje empírico evidente: la experiencia de desarraigo, la desintegración social y la violencia institucionalizada que han sufrido las mayorías sociales, especialmente, en estos años, combinada con una situación real de escasez de recursos y su concentración en pocas manos.
Mientras la extrema derecha ha sabido aprovechar la fuerza de estos vientos para vehicular la rabia y el resentimiento de los que se han considerado perdedores, así como el miedo de los que tenían algo que perder, la marea feminista de los últimos tiempos ha logrado canalizarla hacia una contestación de signo radicalmente opuesto. La misma conciencia de vulnerabilidad y dependencia que ha dado lugar a la extrema derecha, ha encontrado en el feminismo un tejido bien trabado para derribar sus fronteras. La filosofía relacional de este feminismo reivindica un imaginario de lo común que pone en valor la revolución de los cuidados y los afectos. Se mueve con el mismo material humano, pero apelando a una semántica de la experiencia completamente diferente.
Este feminismo relacional asume la racionalidad del miedo frente a la soledad, la fragmentación y el vacío al que nos han arrastrado las políticas neoliberales. Asume las violencias sistémicas que sufrimos las mujeres. Asume la necesidad de redes y vínculos comunitarios; la misma necesidad a la que dan respuesta las iglesias, los nacionalismos excluyentes y el conservadurismo político. Sin embargo, a diferencia de la extrema derecha, no parte de una autosuficiencia perdida por razones coyunturales, sino de la vulnerabilidad y la dependencia como condición estructural de lo que significa ser humano. Y no culpa a los pobres o a los extranjeros de la inestabilidad sistémica ni de la escasez de recursos, sino a la descontrolada codicia de los ricos y los especuladores. Por eso, en lugar de apoyar los procesos de desposesión, las privatizaciones y el nuevorriquismo, como hace la ultraderecha, más o menos explícitamente, este feminismo se articula desde una política de lo común; una política para el sostenimiento de la vida consciente de que sin los bienes comunes y las prácticas relacionales que favorecen su gestión compartida, equitativa y sostenible, no puede sostenerse una vida que merezca la pena ser vivida. Por esta misma razón, porque teme a los pocos y no a los muchos, este feminismo resiste la captura securitaria de nuestra vulnerabilidad rechazando las reacciones punitivistas, el Estado policial y el militarismo que la extrema derecha activa frente a las emergencias que ella misma crea y/o amplifica.
No hay duda de que tenemos buenas razones para tener miedo, pero no al pobre, sino a la pobreza, no al extranjero, sino al exilio, no a los migrantes, sino a la precariedad y a la intemperie; es a los pocos ricos opulentos y no a los muchos desarrapados a los que tenemos buenas razones para temer. De manera que nuestro refugio no puede ser esa abstracta y fantasiosa comunidad nacional cerrada, excluyente y expulsiva, sino nuestras vivencias cotidianas de interacción, nuestras relaciones afectivas, los vínculos que reconocemos como valiosos, todo lo bueno que hay entre nosotros y queremos cultivar. Lo importante no es lo que hemos sido, ni tampoco la narración épico-narrativa de lo que somos, sino lo que queremos ser en común, aquí y ahora; lo que hacemos y queremos hacer con quienes compartimos un espacio vital concreto.
De manera que en la comunidad feminista el eje central no son los intereses personales, las robustas voluntades individuales, ni los deseos de unos pocos, sino las necesidades insatisfechas y de cuidado que tienen los muchos. Frente al narcisismo, el utilitarismo y la competitividad, se alza, así, la cultura de la responsabilidad y el hacerse cargo. No se trata solo de defender los derechos propios, una visión patrimonialista de los derechos como pistolas defensivas frente a los otros, sino de plantear los derechos como puentes y como fórmulas de integración. Eso es, finalmente, lo que llamamos “ética del cuidado”, lo que otorga un valor político a los bienes relacionales y a las deudas de vínculo; las deudas que hemos contraído con quienes nos han cuidado y con quienes nos cuidan. Unas deudas que se proyectan hacia el pasado y hacia el futuro, y que superan, con creces, la visión lineal del tiempo.
Contra quienes mitifican la libertad contra los otros, la autoestima soberbia del yo, la autoconsciencia, el auto-reconocimiento, la inmunidad y la autosuficiencia, nosotras planteamos el contagio, el contacto, el reconocimiento del otro y la construcción del tú. Frente a la política de los muros, el terror y el aislamiento, la política continua de los cuerpos.
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María Eugenia Rodríguez Palop
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