Luis Gusmán / escritor
“Yo me saco mis libros de encima; si los vuelvo a leer, los corrijo”
Rubén A. Arribas 15/03/2019
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El escritor Luis Gusmán.
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Hablar con Luis Gusmán es enfrentarse a la posibilidad de que la respuesta a cualquier pregunta termine convertida en una pequeña novela. Este escritor argentino desconoce cuál es el camino recto entre la pregunta y la respuesta, y gusta de entregarse gozosamente a la digresión y el zigzagueo. No es que eluda los temas; al contrario, es un excelente conversador y la mañana de domingo pasa rápido hablando con él. De hecho, tiene un talento innato para asociar unas ideas con otras, por lo que la charla es un ir y venir por un extenso catálogo de anécdotas personales y literarias, además de una sucesión de reflexiones sobre el proceso creativo y la literatura. No es raro, por tanto, que la entrevista termine dos horas y media después con una frase que vale como metáfora de lo sucedido: “Disculpá si me fui por las ramas y no te contesté”.
Gusmán viene de presentar su novela Villa (Ediciones Contrabando, 2019) en Barcelona, Valencia y Madrid durante la primera semana de febrero, y está algo cansado de tanto trajín. Antes de regresar a Buenos Aires, todo su afán es visitar alguna librería; quiere ver qué se ha publicado sobre Mary Shelley, comprar algunos libros sobre coleccionismo o ver si encuentra Memorias íntimas, de George Simenon. También quiere reunirse con su amigo Hugo Savino, traductor del francés y compañero en su día en la revista Sitio.
Mientras llega el café, Gusmán habla largamente sobre una novela inédita, Dos extraños, en la que trabaja desde 2007 y que probablemente cerrará su ciclo como novelista, según declaró hace poco en la televisión argentina. Habla con tanto detalle y profundidad de la trama y de la arquitectura narrativa que parece estar trabajándola en voz alta. Interrumpirlo para preguntarle algo suena a herejía.
Ya con el café en la mano, Gusmán salta de tema y empieza a hablar sobre la importancia que le da a la figura del editor. “Yo necesito que sea mi amigo”, subraya. Tras más de 45 años publicando, asegura que sabe cuánto ganan el libro y su autor cuando encuentran al interlocutor adecuado. En su caso, además, le debe mucho a amigos como Luis Chitarroni, Salvador Gargiulo o Luis Tedesco, con quienes se reúne todos los sábados a tomar algo y conversar de literatura. De ellos, señala, es el mérito de encontrar “los errores que cometí”; pero también, bromea, el demérito de los que dejan pasar y luego encuentra él en la última revisión.
Villa, la marca de un viraje estético
Luis Gusmán (Buenos Aires, 1944) ha tenido que esperar mucho para ver publicada una novela suya en España. A pesar de contar con una prolífica obra –más de una treintena de libros entre novelas, cuentos y ensayos–, este escritor de 75 años recién cumplidos es todavía un autor secreto a este lado del Atlántico. Por suerte, la editorial valenciana Contrabando ha publicado recientemente Villa, una obra emblemática de la literatura argentina y una referencia insoslayable a la hora de narrar la última dictadura. También una novela de personaje, algo relativamente extraño en la siempre efervescente y vanguardista narrativa argentina.
Gusmán irrumpió en la literatura con El frasquito (1973), todo un hito generacional entonces y un clásico hoy al calor de sus más de veinte ediciones. Eso sí, le costó tres años encontrar editor: la escritura era tan obscena y alucinada, tan alejada del canon realista, que solo le publicaban la novela si aceptaba incluir un prólogo psiquiátrico que la atenuara. Al final, el prólogo lo escribió Ricardo Piglia, la psiquiatría claudicó ante la literatura y el libro circuló de mano en mano entre la intelectualidad del momento: Enrique Pezzoni, Josefina Ludmer, Manuel Puig, Oscar Masotta... Junto con Nanina, de Germán García, y El fiord, de Osvaldo Lamborghini, El frasquito fue una obra que redibujó el mapa literario argentino de la década del 70.
Algo fascinante en la trayectoria de Luis Gusmán es el viraje estético que dio veinte años después. Este empezó en los cuentos de Lo más oscuro del río (1990) y terminó asentándose en una novela como Villa (1995). Fue todo un viaje desde el corazón del estructuralismo francés –Barthes, Lacan, Bataille, etc.– o la influencia de James Joyce hacia una escritura que buscaba ampararse en las aguas clasicistas de Graham Green y Joseph Conrad.
De hecho, a partir de Villa, los dilemas éticos de los personajes y la trama le ganaron la partida al procedimiento literario, el preciosismo estilístico o el tropo críptico. En las dos décadas siguientes, Gusmán se adentró en las tinieblas de una literatura donde cambiar de piel, de oficio y de apellido le permitieron compartir algo más que la influencia del espiritismo con su admirado Graham Greene. De Villa en adelante, escribir fue también escribir sin necesidad de opinar lo mismo que los personajes.
Villa, una novela política
Carlos Villa procede del barrio obrero de Avellaneda y, aunque no sea muy consciente de ello, tiene sus ambiciones. Empezó como mosca –un chico para todo– en un club social y, al cabo de unos años, puede presumir de ser médico, trabajar como funcionario de carrera y pertenecer al Ministerio de Bienestar Social. Sin embargo, es un tipo miedoso, conformista y que necesita jerarquías claras en cualquier aspecto de la vida: el trabajo, las relaciones de pareja o el club donde juega a paleta.
A Villa tampoco le gusta significarse políticamente, pues prefiere no arriesgarse a perder su magro estatus. Eso sí, es el primero en considerarse una víctima de las circunstancias si algo va mal y no duda en practicar la ambivalencia en una época muy convulsa de la Argentina; la que va del Gobierno de Illia (1963-1966) al golpe de Estado de Videla (1976), y que pasa por el regreso de Perón, la masacre de Ezeiza, la aparición de López Rega o los asesinatos del grupo parapolicial Triple A. Hechos todos que, de un modo u otro, aparecen en el libro.
Promediado el primer tercio de la novela, el narrador reflexiona sobre sí mismo y dice: “Ahí me di cuenta de que Villa era un punto de vista”. ¿En qué momento se dio cuenta usted como autor?
De entrada. Sabía que no quería que Villa fuera un biempensante. Si lo era –si era la víctima, por decirlo de alguna manera–, toda la historia hubiera sido contada como la víctima versus el victimario, y me iba a encontrar ya con la moraleja desde el principio. En ese sentido, yo quise cambiar el punto de vista. Tampoco quería que fuese tan explícita como El señor Galíndez, de Tato Pavlovsky.
¿Le costó escribir desde ahí?
No porque nunca milité en ningún lado, ni siquiera cuando estuve en la Escuela de Psicoanálisis –una militancia como cualquier otra–, de donde me fui rápido. Voté siempre al peronismo, con todos sus aciertos –voto femenino, educación o salud publica– y con todos sus horrores, como los cometidos por los sectores de la ultraderecha –que cuento en Villa– pero nunca milité políticamente: no me gusta quedar encerrado en ninguna ortodoxia. Por eso, a los peronistas, muchas veces les tengo que aclarar que siempre los voté; te ponés a discutir con ellos y enseguida te dicen: “Pero, bueno, ¡vos sos macrista!”. ¿Pero es que no se puede discutir de política? ¡Se arma lío en cualquier lado! También en la Sociedad de Escritores. Me parece que la militancia te impide cierta libertad de pensar y de discutir... Donde se hace un poco de masa, se articula el poder, y a mí me gusta huir de todo lo que se institucionaliza. O mejor dicho: más que huir –algo que ni siquiera he hecho físicamente– me gusta situarme en los intersticios, que no es lo mismo que al margen. Desde el intersticio se puede discutir.
Villa es cobarde, conformista y gris, pero bastante inocuo. Sin embargo, casado con Estela Sayago –una especie de pragmática Lady MacBeth chaqueña–, se transforma en cómplice de la dictadura. ¿Qué hubiera pasado si Villa se hubiera casado con Elena, su primera novia, que simpatizaba con el Partido Comunista?
Villa es una hoja al viento: podría estar exactamente del otro lado si los acontecimientos lo llevan. Si Villa se hubiera casado con Elena, su vida habría sido otra; probablemente, también se habría plegado, como con Estela, y se habría hecho un militante de izquierda, quizá montonero, pero con él acobardado y Elena llevando las armas. Estela y Elena son dos mujeres fuertes, cada una en su campo, pero Villa se casó con Estela, y se fue para el otro lado.
Villa no es el único personaje ambivalente de su obra; pienso, por ejemplo, también en Landa, el protagonista de El peletero (2007).
Hay una frase de Borges que es extraordinaria sobre eso: “Ya no recuerdo si fui Abel o Caín”. Yo añado: “Siempre uno es Caín y uno es Abel”. Nadie es de una sola pieza todo el tiempo, ni siquiera Mike Hammer. El asunto de la ambivalencia tiene que ver con la verosimilitud y la verdad.
Su novela es política. ¿Pensó en inscribirla en alguna tradición concreta?
En realidad, fui desechando tradiciones; libros como El caso Tuláyev, de Victor Serge; La condición humana, de André Malraux; o El conformista, de Moravia. Tampoco quería ser ni tan explícito como Osvaldo Soriano ni emular a Piglia en Respiración artificial, donde se da una superposición o paralelismo entre la historia actual y la historia pasada que habilita una lectura alegórica. Sí tuve presente, en cambio, Pubis angelical, de Manuel Puig, que habló casi contemporáneamente del asunto de los sindicatos –es casi una crónica, pero sin ser Rodolfo Walsh–, aunque Manuel ya vivía fuera entonces y por eso le resultó relativamente sencillo ser explícito. Me importaba que la novela se pudiese leer entre líneas por una razón: en la época de la dictadura, era importante cómo te referías a los acontecimientos. Recordá que me habían censurado El frasquito en 1973. Lo otro que tuve claro es que no quería una cosa anacrónica con el lenguaje. Villa habla de algo que pasó en 1976 y la escribí hace 23 años; hoy casi puede leerse como una novela histórica –hay walkie talkies, teletipos, etcétera–, y si se mantiene es por el lenguaje, porque su lenguaje no es anacrónico.
La dictadura argentina y el asunto de las torturas suelen venir de la mano. También en Villa. Le hago la pregunta de Gombrowicz: “¿Acaso el hombre mata o tortura porque ha llegado a la conclusión de que tiene que hacerlo? Mata porque matan otros. Tortura porque otros torturan. El acto más horripilante se vuelve fácil cuando el camino que lo atraviesa es un camino ya abierto; así en los campos de concentración el camino hacia la muerte estaba tan allanado que el burgués incapaz de matar a una mosca en su casa asesinaba con facilidad a la gente”.
Gombrowicz tiene siempre esa peculiaridad del torturado y el torturador; él trabaja en ese universo. Dice que es “el acto más horripilante”, y yo le creo, obviamente; pero no sé si unos torturan porque otros torturan... El razonamiento es un poco elemental, casi mecánico. Es lo que plantea en Ferdydurke, lo de la facha: como si la facha llevara a otra facha y esta a otra facha, etcétera. Es metonímico en su razonamiento, digamos. Además, la pregunta es retórica: él ya tiene la respuesta, y hay una vacilación en la pregunta que no está en la respuesta: “Mata porque matan otros. Tortura porque otros torturan”. Bueno, es su mundo. Por no entrar en el psicoanálisis, vayamos a sus cuentos. Si vos pensás, hay dos cuentos geniales como “El banquete” o “Los hechizados” que tienen esa cosa de la mímesis. En “Los hechizados” –una parodia de novela gótica y uno de mis favoritos–, ella empieza a jugar mal, y el profesor de tenis empieza a jugar mal... ¡Está genial la idea! Ella juega mal y el otro juega mal; si uno tortura, el otro tortura. Lo mismo en “En el banquete”: se declara una guerra y hay un banquete, pero el rey no quiere ir a la guerra; cuando termina el banquete, el rey escapa y echa a correr; pero el pueblo, como es el rey, corre detrás de él porque cree que es el rey y tiene que ir a pelear... Ese es el razonamiento de Gombrowicz.
Por cierto, usted escribió sobre las moscas, ¿no? Ahí tiene una de Gombrowicz.
Sí, yo trabajé el tema en un libro que se llama Esas imbéciles moscas. El título se lo debo al poema de Ricardo Zelayarán y a una idea de Oscar Masotta. Ahí me ocupo de otra mosca de Gombrowicz, que funciona como una teoría suya de la lectura. Él dice: “Basta que vuele una mosca para que el lector interrumpa la lectura”. En el libro hablo también del artista mosca, como una alternativa al artista del hambre de Kafka y a la épica tras el artista adolescente de Joyce. En sus diarios, Gombrowicz habla del artista mosca y dice: “Todo artista es una mosca”. Por cierto, mi libro lleva un hermoso epígrafe de Kafka: “Al escribir este libro no se ha seguido el dicho, según el cual, 'En boca cerrada no entran moscas'. Por eso está lleno de moscas. Lo mejor será mantenerlo siempre cerrado”. Por suerte, los lectores de Kafka abrimos la boca y nos entraron moscas como la de Gombrowicz, la de Marguerite Duras y muchas otras.
Pero ya no le tiene tanta admiración a Gombrowicz como antes, ¿no?
Son pocos los libros que se te mantienen cuando sos viejo, incluso de gente a la que yo admiraba. Es como lo que Valéry le decía a Mallarmé: habría más de un joven en Francia que estaría dispuesto a perder la cabeza por usted... Gombrowicz era un dios para mí. Me parece que él se oponía, con su actitud y con su literatura de los desperdicios y de los restos informes, a Borges; y eso nos permitía a los jóvenes una puerta de acceso a la literatura. Lo mismo que Roberto Artl.
¿Qué libros aguantan?
Los diarios de Kafka, En busca del tiempo perdido, de Proust; Lord Jim y El corazón de las tinieblas, de Conrad; ¡Absolón, Absolón! y Mientras agonizo, de Faulkner; y todo Borges. Me trae más lío Onetti: se me mantienen más El astillero y Los adioses que La vida breve. Céline, ya no. Los cuentos de Joyce y el Ulises, sí. Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, también. No sé, esos son de los que me acuerdo ahora.
Excepto El frasquito y Villa, juraría que el resto de sus novelas las ha corregido a fondo cuando las ha reeditado.
Sí, y también los cuentos. Ahora sale una nueva edición, con prólogo de Martín Kohan, y los corregí todos. Yo me saco los libros de encima; si los vuelvo a leer, los corrijo.
Pero los libros ya estaban bien. ¿Para qué corregir tanto?
Te das cuenta de los errores... Es eso que decía Borges: con el tiempo, lo que aprendés es a corregir. Vos mismo te decís: “¿Cómo puede ser esto?”.
Encontrar dos versiones de muchas de sus novelas, me da la sensación de obra en curso, de algo que no quiere acabar o cristalizar.
Sí, lo de corregir no es de obsesivo o de perfeccionista; seguro que, pese a hacerlo, se me pueden escapar veinte mil cosas. Además, como digo en la última línea de La ficción calculada, “Casi cien años después, la historia tiñó esa palabra de una oscura ideología de derecha que nos obligó a atenuar la palabra patria hasta la disculpa”. Es decir: con el tiempo, las discusiones cambian de eje y las palabras, de valor semántico. Uno siempre piensa retroactivamente, que es lo que Freud y el psicoanálisis te enseñan. Cuando Borges habla de la influencia de Kafka en Melville, habilita un discurso retroactivo: lo que vos venís diciendo linealmente hasta hoy (Borges), de repente, al encontrarte un corte (Kafka), te resignifica todo lo anterior (Melville). ¿Por qué lo dijo Borges si no, por ingenioso? Si lo dijo por ingenioso, no me interesa; me interesa lo que yo puedo sacar de eso. ¿Cómo puede ser que Kafka influya en Melville? Influye porque la literatura no es lineal. Eso es lo que cuento en mi ensayo La valija de Frankenstein: la valija es la literatura. O, como decía Leónidas Lamborghini, es la mezcolanza; o, como decía T. S. Elliot: la literatura es mezclar, adulterarlo todo. Esa retroactividad me hace pensar la literatura de una manera no lineal porque, para mi gusto, la literatura es una práctica inestable. Nunca se va a estabilizar. Quizá por eso corrijo tanto: para que mis propios libros no se estabilicen; para que sigan siendo tan inestables como la literatura.
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Rubén A. Arribas @estoy_que_trino
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Rubén A. Arribas
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