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Roxalía.
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En Málaga, uno de los mítines más multitudinarios de la campaña de Vox para las elecciones andaluzas, Santiago Abascal fundía, con gran dramatismo, sus últimas palabras con los primeros compases de Malamente.
Un par de semanas más tarde, en la casa sevillana de Vox festejaban su casi medio millón de votos. Tanto los que miraban atónitos desde su casa, como los que allí se regocijaban debieron de estar de acuerdo con la voz familiar a la que, en un momento dado, se oyó cantar: “Se ha puesto la noche rara…”.
A la semana, Jordi Évole presentaba su episodio de Salvados sobre el fenómeno Vox, que, a decir verdad, comparado con la buenísima labor de investigación que su programa ha llevado a cabo en tantas ocasiones, no revelaba gran cosa. El programa tenía, eso sí, una secuencia interesante. Las cámaras de Salvados lograban colarse de incógnito en un mitin de Vox en la ciudad portuaria de Huelva. Allí, algunos de los asistentes, la mayoría simpatizantes y algunos curiosos, explicaban su afinidad con las propuestas del nuevo partido. A saber: hay que defender la patria de separatistas y demás herejes; yo, como Vox, amo a España y me siento llamado a proteger su prestigio; hay que endurecer fronteras y agilizar deportaciones, porque negros y moros nos quitan el trabajo, se llevan la ayuda social y encima se permiten ir en hijab; no he votado nunca pero Vox me ilusiona, porque dice las cosas que pienso.
Ya durante este warm-up se puede apreciar cómo suena de fondo el conocido “eh, sí, sí, ¡tra, tra!”. Incluso aparece entre los entrevistados una voluntaria adolescente con el mismo peinado y pendiente de rosario que Rosalía podría lucir un día cualquiera.
La escena que sigue a este sondeo es ya dentro de la modesta carpa donde se celebraba el evento. Aprovechando el subidón general, alguien pregunta al público, a través del micro: “¿Queréis cantar algo? Vamos a poner algo que nos sepamos todos”. Empieza a sonar entonces, a todo trapo, el himno de la legión, y, efectivamente, todos se lanzan a cantarlo en coro. Se ven imágenes de abueletes conmocionados, de una joven con pintalabios negros gritándolo a viva voz; de un tipo que, a su pesar, parece perderse en la letra, y finalmente, de la carpa entera, la intensidad del momento siendo bien perceptible.
Inmediatamente después de cantar la última línea –“…soy el novio de la muerte, la estreché con lazo fuerte, y su amor fue mi bandera”–, cuando las banderitas rojigualdas azotan excitadas el aire, expectantes de la inminente entrada de Abascal, ¿qué suena? Rosalía.
Que sonara una o dos veces tras el discurso del líder, o la noche de las elecciones, podría pasar, porque el encargado de la música de fondo hubiera optado simplemente por poner la playlist de “pop con ñ” en Spotify. Pero que sonara una tercera, y una cuarta (que sepamos), y en momentos tan álgidos siempre, difícilmente es casualidad. Está claro que Rosalía forma parte de su BSO. Lo cual nos trae a la cuestión. Rosalía, ¿para quién?
De más está hacer un repaso de la espectacular popularidad de la que Rosalía goza ahora mismo, y desde hace ya un año al menos. Es la chica del momento, y desde luego no sin méritos. Como se ve, la quieren en todos lados. Hay quien la critica por querer ser flamenca sin ser gitana, o por decir “illo” sin ser andaluza, pero la mayoría de esas voces han sido ya desautorizadas, incluso por los mismos a los que esas críticas dicen representar.
Rosalía, como la mayoría de artistas de éxito internacional, es, además de una gran músico, una inteligente marketer. Rosalía es pop, y en el pop se trata de generar algo –un discurso, una imagen, un producto al fin– con lo que el grueso de la gente se sienta identificado, que no deje a nadie fuera. ¿Qué mejor, en la España de los tardíos ’10, que una chica catalana cantando flamenco, usando ritmos de trap, con vestimenta neochoni, y con visuales de Canadá (la productora hipster por antonomasia). Nada, claro. Es la fórmula perfecta. De hecho, parece que estábamos esperando una Rosalía, que tenía que pasar. Pero la verdad es que sin el genio, el carisma y el talento de esta gran artista, muy probablemente no se hubiera dado. Rosalía es única. Esa originalidad es, quizá, por lo que espectros tan opuestos de nuestra sociedad la sienten como suya. Si uno tuviera que hacer una categorización sociológica de los grupos que comprenden la sociedad española en la actualidad, costaría encontrar alguno al que Rosalía le caiga claramente pesado. Le gusta a tu abuela y a tu sobrino, a tu primo facha y a tu colega hippie. Pero además, todo el mundo siente que Rosalía lo representa en mayor o menor medida.
Tomando lo español en conjunto, cuando la vemos recoger el Grammy latino en Miami, alabada como álbum del año por The Guardian y el New York Times, encabezando el cartel del Lollapalooza, o apareciendo en el del Coachella, pensamos: ahí está nuestra chica, representándonos, poniendo a España en el mapa. Los papis del pop español y previos embajadores culturales de España en el mundo, como Almodóvar o Alejandro Sanz, la adoran y se sienten orgullosos de ella. Consagrados cantaores de flamenco la admiran y la apoyan. Los catalanes, aunque igual no todos, la ven como recuerdo y demostración de que el ser catalán no es excluyente de poder participar en, y disfrutar de la herencia cultural española. Los millennials (y sucesivas generaciones) de las principales ciudades la ven como una igual: han crecido con sus mismas influencias, admiran tanto a Camarón como a Yung Beef, a Beyoncé como a James Blake, a Ricky Martin como a John Coltrane. ¿Y qué es Rosalía para Vox? Nada menos que su propia esencia: Vox se ve a sí mismo como un partido moderno, que recupera la esencia de la españolidad, la viste con orgullo, y la trae de vuelta, (supuestamente) modernizada, al presente. ¿No suena eso un poco a Rosalía?
Por eso, cuando muchos vimos, o más bien oímos, a Rosalía usada en tal abominable contexto, pensamos: “malamente”... No, fuera coñas. Pensamos que, naturalmente, si ella lo viera, se espantaría... ¿no? Pero esa tendencia a pensar que Rosalía está de tu parte se debe a lo antes expuesto: ella es el producto pop perfecto. Nadie sabe realmente qué piensa Rosalía, ni qué tendencia política alberga. En el pasado ha declinado opinar sobre el asunto catalán, y nada indica que vaya a mojarse en nada similar. ¿Por qué iba a hacerlo? No solo no le interesa (pues si se metiera con Vox, por ejemplo, ya se ganaría la enemistad de esos más de 400.000 votantes) sino que a Sony tampoco le haría ninguna gracia. Por eso, habiéndose demostrado que a Vox le gusta Rosalía, es ingenuo pensar que ella fuera a hacer el mínimo gesto para mostrar incomodidad al respecto. Algo que sí hizo (genialmente, por cierto) Coque Malla, al agradecer irónicamente a Vox que usara su canción en un mitin, explicando que esta habla de una relación homosexual y yonki, lo que debía significar que el partido era sensible a ese tipo de causas.
Muchos han tratado de tumbar la figura de Rosalía publicando cándidas críticas, motivadas principalmente por el argumento de la apropiación cultural. Creo que ese argumento es fallido, justamente, porque no siendo Rosalía emblema de nada en concreto, no se puede decir que se apropie de alguna cosa en pos de alguna otra. En cambio, la incomodidad (a la que aún no han logrado dar forma convincente) que sienten muchos hacia la figura de nuestra nueva estrella patria, puede que provenga, más bien, de esto otro: Rosalía usa la voz de la subalternidad sin reclamar realmente su redención; por eso priva de poder subversivo a algo que debería serlo intrínsecamente. Rosalía promete cambio, trascendencia, modernidad y hasta rebeldía, de la misma forma que Gillette promete ser un aliado en la lucha feminista, o Starbucks un promotor del comercio justo: te dan lo que quieres oír, para privarte de lo que realmente ansias. Rosalía puede ser acusada, no injustamente, de ser, al fin y al cabo, un producto demasiado cómodo, que con su innegable calidad y aparente audacia, no provoca, en realidad, fisuras en la cultura dominante. Algunos verán esto como algo extraordinario, pues no es hazaña desdeñable que Rosalía levante pasiones en lugares tan dispares; otros verán en esto la cualidad rancia y políticamente inerte (sino directamente formativa de consenso) de la cultura de masas.
La semana pasada, Forbes publicó su famosa lista “30 under 30” con los treinta jóvenes europeos que la revista considera más influyentes. La única española en la lista, por supuesto, es Rosalía. Esto pasaba solo tres días antes de que Ada Colau, en nombre del ayuntamiento que su formación de izquierdas dirige, le entregara el premio Ciutat de Barcelona en la categoría de música (el premio lo recogió su madre). El jurado citó como motivo para su decisión unánime la “capacidad innovadora, calidad y transversalidad” de la artista.
No es nuevo que la ultraderecha se apropie de iconos culturales y los tiña de su color rancio. Pero Vox sí es parte de una ola ultraderechista que está azotando al mundo, y que tiene como característica destacada la perfecta integración y utilización de los nuevos canales culturales y de comunicación. Y, entre medio de bots en Twitter, bulos en grupos de Whatsapp, y fake news en forma de memes, está Rosalía como un icono de “La España Viva”.
No como promesa de ninguna transversalidad edificadora, puede que lo único que compartan Ada Colau y Santiago Abascal sea el arrancarse de igual forma al oír el “¡trá trá!”.
Así que, ¿Rosalía para quién? Para todos y para nadie.
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Autor >
Luca Dobry
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