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Noche de viernes. Bar de Lavapiés. Habíamos bebido en varios antros guiándonos, como siempre, por la escrupulosidad: solo nos prestamos a consumir en locales con vasos parcheados de gotas secas como gafas de freelance. Nos gustan los vidrios con historia y el chorizo a la sidra. Un amigo, al que llamaremos aquí el Niño del Secano, artista, ex punky, invitó a un colega suyo a vaciar unas dobles con nosotros.
Al chaval le apasionaban los juegos de rol. Habló de varios, enseñó fotos de tableros y de muñequitos de avatares. Luego se marchó a jugar a la Play, que debe ser, para el rolista empedernido, lo mismo que será vapear para Jesús Quintero. Con tanto rol, se nos metió la audacia de la transmigración en el esqueleto. Pensamos en asumir papeles, en ser otros. Nos pusieron dos panes con humus con su color de dieta blanda. Nos pareció una falta de respeto.
Convinimos que debíamos dejarnos de movidas artísticas y literarias y dedicarnos a emprender, como si el emprendimiento no fuera otra cosa que la literatura del poder. El caso: montamos una estártap.
Tardamos poco, porque nosotros éramos los visionarios, los ceos, los brand strategist y tal, lo que está guapo; ya luego pagaríamos cuatro duros a un proletario con calcetines de colores (véase programador) para que creara la interfaz.
Nos reímos, pero, poco a poco, empezamos a sentir el acecho de una sombra: ¿podía ser aquello un delito?, ¿podrían procesarnos por estar divirtiéndonos con una metáfora descabellada del neoliberalismo? En principio, no. Pero, ¿y si escribía una columna contando el desvarío (aun dejando claro, al final, que se trata de un ejercicio estrafalario y satírico)? Ahí, la historia cambiaba.
Sentimos la mordaza ahogándonos. Fue una lástima, nos lo estábamos pasando bien, incluso había llegado un momento en que mirábamos el humus con aprecio. Casi nos lo comemos.
Quizá fue porque las pistolas de Vox flotaban en el aire o porque habíamos dedicado el principio de la noche a encontrarle la trampa a los argumentos de quienes apoyan los vientres de alquiler… La cosa es que la estártap que inventamos consistía en lo siguiente: una app para obispos y demás curia en la que se geolocalizara a niños que estaban en tránsito entre una actividad extraescolar y otra. Nosotros (es decir: los descerebrados que fingimos ser) presentaríamos la empresa diciendo que perseguía solo fines altruistas: que los niños, agotados por las exigencias de la hiperpaternidad, pudieran encontrar aliados, gente con alzacuellos que los escuchara y acompañara.
Previmos que los izquierdistas, con su piel de papel cebolla, iban a lincharnos y a acusarnos de fomentar la pederastia. Y entonces responderíamos sin ambages: les echaríamos en cara que no respetan la presunción de inocencia. Además, les reprocharíamos: “¿o sea, que defendéis los derechos y la libertad de los niños, pero luego queréis dogmatizarlos y decirles con quién se pueden juntar y con quién no?”.
Después decidimos aspectos técnicos y estéticos. El look&feel de la app debía tener engagement, siempre pensando en nuestro target: por ejemplo, rotular en dorado-cáliz un San Marcos 10:14, esas cosillas… Y, sobre todo, necesitábamos inventar un nombre con gancho.
“APPiscopal”, terció el Niño del Secano. De tanta risa se me estalló el pendiente.
Ahí fue cuando casi nos comimos el humus.
Pero el miedo a la Justicia mandó parar, nos sentimos fugitivos de antemano, nos brotaron rizos y entradas. “Se te ha puesto cara de Willy Toledo”, le dije al Secano. “A ti también”, confirmó, preocupadísimo.
Nos pusimos serios y leguleyos. Analizamos la cosa desde varias perspectivas para detectar el delito. Reflexionamos: los dos habíamos asumido un avatar al comienzo de la conversación, no nos tomábamos en serio; la intención de la historia era reírnos con un caso extremo de frivolidad entrepreneurship, teatralizar la capacidad del liberalismo para ordeñar y sacar liquidez de los derechos civiles, es decir, de pasarse las conquistas sociales por la piedra. Sin embargo, la mayor asfixia la sentimos al darnos cuenta de que no procesarían a nuestros personajes por crear una app peligrosa, no serían los piel cebolla los que conseguirían encausarnos; serían ellos los encausados (el delito no es de quien lo comete, sino de quien lo revela). Y, probablemente, me procesarían a mí por escribir una columna satírica. Por eso, por miedo, no la he escrito y he publicado esta recreación quitándole toda la puta gracia a un juego retórico de borrachos.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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