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Hace apenas unos meses, tras la publicación del Anuario de Estadísticas Culturales del Ministerio de Cultura, el dato más comentado fue el descenso del consumo anual en cultura: cada español pasó a gastar 288 euros en 2017 frente a los 306 euros de 2016. En mitad de la lógica alarma por un descenso tan pronunciado, me llamó más la atención el dato en sí: ¿Tanto gastamos realmente?
Un vistazo un poco más atento a este ameno documento de 400 páginas –sin una mísera foto que lo aligere– me sacó de dudas: el 60% de esa cantidad se destina a “telefonía móvil y servicios relacionados con Internet” y a “soportes, equipos y accesorios audiovisuales de tratamiento de la información”. Mientras, la regla de tres arrojaba cifras que sí deberían dar lugar al drama: el gasto anual por español en libros y publicaciones periódicas es de 60 euros al año. En espectáculos -teatro, cine y otros-, 36 euros. Descontadas las partidas residuales que dedicamos a museos, exposiciones y servicios fotográficos, resulta que el grueso del presunto gasto cultural se nos va en smartphones y tarifas de datos, y lo mismo sirve para escuchar a Shostakóvich que para acceder a la página de apuestas que anuncia Sobera o ver porno. Poco músculo, diría, para mantener a un sector.
El capítulo relativo a las empresas culturales también empezaba con brío: hay 118.407 empresas culturales, nada menos. Por ahí sí que parece que vamos bien. Pero, de nuevo, en la letra pequeña surgían grietas: 76.609 son empresas sin asalariados, frente a las 25 que cuentan con más de 500 empleados. De estas 25, 4 se dedican a la edición de libros y periódicos; y 14 a actividades cinematográficas, de vídeo, radio, tv y edición musical. Obviamente, el estudio no revela cuáles son esas empresas, pero no hace falta haber estudiado en Yale para que nos puedan venir unas cuantas a la mente.
Tal vez algunas de esas 76.609 empresas tengan cuentas de resultados boyantes. La inmensa mayoría, conociendo medianamente el sector, es gente que sueña con trabajar una jornada laboral razonable y llegar a sostenerse a final de mes. La supuesta pujanza del sector cultural como recurso, de nuevo contra las cuerdas.
Estos datos deberían servir, como mínimo, para hacernos unas cuantas preguntas: ¿Cuánto hay de cierto en ese mantra que se repite machaconamente sobre el potencial de la cultura como recurso económico? ¿De qué hablamos cuando hablamos de industrias culturales? ¿Tiene sentido hablar de sector? Sabemos de la situación precaria de los profesionales. Parece obvio que el consumo es exiguo. Es evidente que estamos situando en un mismo plano a grandes corporaciones con volúmenes de negocio estratosféricos y a trabajadoras precarias que no encuentran otra salida que el autoempleo mientras hacen equilibrismos para cuadrar el año sin números rojos; y que desarrollamos políticas que lo mismo valen para unas que para otras. Un despropósito equivalente a ponerles el mismo plan de entrenamientos a mi abuela y a Muhammad Alí. ¿Qué estamos haciendo?
Con estos mimbres estamos diseñando las políticas culturales. Con la boca llena de aportación al PIB, de cultura como motor económico y del vigor de las industrias culturales y creativas. Y, sin fundamento alguno que lo justifique, seguimos cabalgando al galope hacia el barranco, obviando prioridades que deberían ser mucho más relevantes, como el derecho de las personas a disfrutar de la cultura y el fomento de un ejercicio profesional de la cultura digno.
Afrontar la cultura con otra mirada es una urgencia. Pensar que, si concentramos esfuerzos en que la gente pueda disfrutar de forma activa y con naturalidad de ella, tal vez el escenario pueda ser en el futuro más halagüeño. Miremos, por ejemplo, a los adolescentes: el porcentaje que asiste a espectáculos escénicos de entre los que actúan en grupos de teatro aficionado es estimable; entre el resto es irrisorio. Parece un indicador mucho más eficaz que toda la maraña de cifras del anuario. Rindámonos a la evidencia: las políticas culturales deben pensar primero en clave de ciudadanía y participación activa, para con el tiempo poder llegar a hablar con cierto viso de realismo de la existencia de consumidores.
Situar a la ciudadanía como sujeto central de las políticas culturales implica, también, tratar de que realmente cualquiera acceda a ella. Ofrecer espacios en los que todo el mundo, independientemente de su condición, pueda producir y decidir su propia cultura. Iniciativas concebidas en clave comunitaria, necesarias y perfectamente válidas para que al mismo tiempo los profesionales de la cultura que las impulsan se ganen dignamente la vida, sin aspirar a convertirse en el próximo Steve Jobs de las artes escénicas.
En Zaragoza tenemos unos cuantos ejemplos que caminan por esa senda. Varios de ellos se han asomado a este Dobladillo: proyectos como Barrios Creando, Creando Barrios, que acercan la danza, el teatro o el circo a los barrios trabajando con adolescentes, infancia, personas con diversidad funcional o colectivos de renta baja. Como Orquesta Escuela, que ofrece formación musical a niños y niñas en situaciones de riesgo de exclusión social. Como Andar de Nones, que acompaña la carrera creativa de jóvenes con discapacidades psíquicas. O como Espacio Nexo, que invita a reflexionar colectivamente sobre cultura comunitaria sin que para acceder se precise pedigrí. Como tantos otros, y con tanto éxito.
Podemos empezar a hablar de personas y derecho a la cultura. O podemos seguir fingiendo que somos Alí, aunque la realidad se obstine en demostrarnos que como sector nos parecemos mucho más a mi abuela.
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Valeria Garcés es gestora cultural.
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Valeria Garcés
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