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Volvamos a la suspensión de los parlamentarios catalanes que están acusados, entre otros delitos, de rebelión, y que permanecen en prisión provisional. Tras haber sido elegidos en las elecciones generales del 28 abril, cuatro de ellos diputados del Congreso y uno de ellos senador, la Sala de lo penal del Tribunal Supremo planteó la posibilidad de la suspensión de su condición de parlamentarios. Sin duda, lo insólito de la situación ha provocado la apertura de una serie de debates jurídicos que irán siendo resueltos por los órganos competentes. En estas líneas vamos a intentar inferir qué hubiera pasado si el órgano judicial finalmente hubiera solicitado el suplicatorio, como condición previa a una posible suspensión de los parlamentarios acusados. Aunque, como sabemos, ya ha habido una decisión de la Mesa del Congreso, que consiste en suspender a los cuatro diputados, sin que haya habido suplicatorio, por la vía de la aplicación del artículo 384 bis de la ley de Enjuiciamiento Criminal (Lecrim).
Pues con la inmunidad hemos topado. La inmunidad es una prerrogativa, de carácter procesal, que protege a los miembros del Parlamento durante su mandato, la cual es recogida por el artículo 71.2 de la Constitución española. Su propósito es evitar que prosperen las acusaciones penales con fines políticos, cuya intención sea impedir, bajo falsas premisas, que la persona a la que se acusa no pueda ejercer su función de representante del pueblo. Esta prerrogativa pertenece a la Cámara, y no a los individuos que la conforman, y pretende conservar la autonomía del órgano parlamentario con respecto al poder judicial. La propia Cámara parlamentaria es la que debe procurar su cumplimiento, y es indisponible, es decir, que los parlamentarios no pueden ni siquiera renunciar a dicha prerrogativa. Por tanto, es una institución que opera como garantía de la separación de poderes. Y, para que la inmunidad sea efectiva, los parlamentarios no pueden ser detenidos o privados de libertad sin autorización del Parlamento. Precisamente, el suplicatorio es el trámite a través del cual el juzgador solicita la autorización a la Cámara en cuestión, para poder detener o procesar a un diputado o a un senador.
La suspensión se ha resuelto, como pedían la Fiscalía y algunos partidos políticos, en base al artículo 384 bis de la Lecrim, que establece la suspensión automática del cargo público que esté procesado por banda armada, terrorismo o rebelión (aunque, como ha recordado Nueva-Fenoll, ese delito de rebelión procede de una ley franquista contra huelguistas). Y, si es automática, ¿por qué no se ha procedido a la suspensión sin más? Porque rige la separación de poderes, dado que las personas acusadas ahora forman parte del poder legislativo. Por ello, con buen criterio, en mi opinión, el Tribunal Supremo no ordenó la suspensión de los políticos presos, sino que comunicó a las Cortes Generales la situación de prisión provisional de los procesados, para que cada Cámara acordase la suspensión, si así lo consideraban.
Ante las dudas jurídicas que se planteaban, la Presidenta del Congreso solicitó un informe a los letrados de la Cámara, algo habitual cuando no está clara la interpretación de la normativa. El informe ha propuesto la suspensión automática, y en este sentido ha decidido la Mesa.
Para el caso de los cuatro diputados del Congreso en prisión provisional, también se aludía al artículo 21.2 del Reglamento del Congreso de los Diputados. Este precepto dispone que procede la suspensión del diputado, una vez concedido el suplicatorio y dictado auto firme de procesamiento, cuando esté en prisión preventiva. Por tanto, en virtud de este artículo, como condición previa a la suspensión se requiere la solicitud del suplicatorio. Los otros requisitos claramente sí se dan (hay auto de procesamiento firme y están en prisión provisional), pero no el del suplicatorio.
La Sala Segunda del Tribunal Supremo, en el mismo procedimiento penal contra los políticos catalanes implicados, ya descartó la solicitud de suplicatorio porque, basándose en jurisprudencia de la misma Sala, entiende que el suplicatorio solo se debe solicitar en las fases de instrucción e intermedia, pero que cuando son procesados ya no tiene sentido solicitar el suplicatorio. Y los letrados del Congreso de los Diputados, en el informe que ha servido de fundamento para la decisión de la Mesa, se han acogido a esta argumentación del Supremo para defender la interpretación de la suspensión automática sin suplicatorio. Esto es cuestionable, porque, si el suplicatorio, como instrumento para hacer efectiva la inmunidad parlamentaria, lo que pretende es proteger la autonomía del Parlamento de las eventuales injerencias del Poder judicial, ¿cómo es posible que se asuman los argumentos formulados por el órgano del que, teóricamente, debes proteger al Parlamento? Es difícilmente explicable el hecho de que los letrados del Congreso no hayan expresado un criterio propio acerca de esta cuestión. Y con criterio propio, no quiero decir que necesariamente deberían haber defendido una interpretación opuesta, sino que podrían haber defendido la suspensión automática con una argumentación que se basase en las normas de Derecho Parlamentario y no en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, que es parte interesada en el conflicto entre poderes; como parece obvio, su interpretación será favorable a sus propios intereses y no a los derechos del Parlamento.
Como ya ha insinuado el profesor Álvarez-Ossorio, se da la paradoja de que la doctrina defendida por los letrados del Congreso daría resultados poco edificantes en supuestos de procesados por delitos diferentes. Esto quiere decir que, si un diputado estuviera procesado por un delito de asesinato, y estuviese en prisión provisional, antes de ser elegido, en aplicación de los argumentos del informe de los letrados del Congreso, no se podría aplicar el artículo 21 del Reglamento, porque no se podría cumplir el requisito del suplicatorio, pero tampoco sería de aplicación el artículo 384 bis de la Lecrim, en el que se basan para la suspensión automática, porque solo es aplicable para delitos de terrorismo o rebelión. Es decir, que, si aceptamos los fundamentos de ese informe, un presunto asesino, que fuera diputado, y que estuviera en prisión provisional, no podría ser suspendido. De esta consecuencia absurda, cabe deducir que no se ha tomado la mejor decisión, dados los posibles resultados que se podrían dar en el futuro.
Pero, vayamos al principal propósito de estas líneas, que ya señalamos al principio. ¿Qué hubiera ocurrido si la Sala Segunda del Tribunal Supremo hubiera solicitado el suplicatorio desde el principio? ¿Podrían el Congreso y el Senado haber denegado el suplicatorio para proteger a los parlamentarios? Para responder a estas preguntas, acudiremos a lo que el Tribunal Constitucional ya solucionó a este respecto, nada menos que en el año 1985 (STC 90/1985), y cuya jurisprudencia sigue vigente.
En los primeros años del actual periodo democrático, la práctica habitual de las Cortes Generales era la de denegar los suplicatorios, todos en absoluto. Parecía imposible procesar a diputados o senadores mientras estuvieran en el cargo, independientemente de los delitos que pudieran haber cometido. De esta manera, la inmunidad parlamentaria parecía que, en lugar de ser una legítima protección a la función de representación, era un instrumento para que los parlamentarios escaparan de la acción de la justicia. En este contexto, se produjo el conocido como “caso Barral”.
Carlos Barral i Agesta fue un senador catalán de la II legislatura de las Cortes Generales. Aparte de su condición de senador, era escritor, y fue querellado por su editor, por un delito de injurias, al sentirse agraviado por algo que el senador había publicado. La Sala de lo penal del Tribunal Supremo solicitó autorización al Senado para procesar al senador Barral, pero el Senado denegó el suplicatorio. El querellante recurrió la decisión del Senado, solicitando el amparo al Tribunal Constitucional, en base a que se había vulnerado su derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, del artículo 24 de la Constitución, al no permitírsele actuar judicialmente contra el senador, por el delito que él consideraba que había cometido.
A este respecto, el Tribunal Constitucional examinó los límites de la inmunidad parlamentaria, en relación con el sentido del suplicatorio. En síntesis, lo que el máximo intérprete de la Constitución dictó, fue que el suplicatorio no puede denegarse sin justificación. Y que solo cabe denegarlo cuando se pretenden cumplir los fines de la inmunidad parlamentaria, es decir, cuando se trate de acusaciones infundadas con el fin de impedir que un parlamentario pueda ejercer su función de representación. En caso contrario, el suplicatorio debe concederse. Y la forma de controlar la adecuación a estos es fines es obligando a que la Cámara parlamentaria motive la denegación del suplicatorio. Lo que provocó esta doctrina fue que, desde entonces, se conceden todos los suplicatorios que solicitan los órganos judiciales, porque el Parlamento no ha encontrado justificación para denegar ninguno.
En aplicación al caso de los diputados procesados por rebelión, ¿cabría denegar el suplicatorio? Pues parece que no, dado que está claro que las acusaciones tienen un origen anterior a su condición de miembros de las Cortes Generales, por lo que el propósito de la acusación no puede ser el de impedirles ejercer su función de representación en las mismas. Y, como no era posible denegar el suplicatorio, en aplicación de la doctrina del Tribunal Constitucional, se hubiera podido proceder, posteriormente, a la suspensión de su condición de parlamentarios, en aplicación del artículo 21 del Reglamento del Congreso. Es decir, se habría llegado, seguramente, al mismo resultado, el de la suspensión, pero se hubiera hecho mediante procedimientos más garantistas y sin dañar la institución de la inmunidad parlamentaria.
Puede parecer baladí el hecho de que se haya tomado un atajo para llegar al mismo resultado, pero no lo es. En un Estado de Derecho, los procedimientos están diseñados para que los poderes no cometan excesos, para evitar la arbitrariedad, y proteger los derechos de todos los ciudadanos. En el momento en el que se empiezan a hacer excepciones, no solo sufren los derechos de los implicados, sino que sufren los derechos de todos, porque se crean precedentes de malas prácticas que justificarán las posteriores, dañando así al propio Estado de Derecho.
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Roberto González Alaez es jurista especialista en Derecho Parlamentario.
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Roberto González Alaez
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