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Explicaba Marina Garcés (2019) que la solidaridad es aquello que nos vincula a una situación de tal manera que somos un singular y un plural al mismo tiempo: el singular no funciona como parte (no se puede rescatar una parte) sino que responde por el todo (y cada uno, por todos los demás). Además, la solidaridad ha evolucionado hasta una condición compartida que se define a partir de una situación social y política, que según Robert Schumann, se desarrollaría de facto gracias a logros concretos de la Unión. De hecho, el gran logro de esta Unión ha sido que la solidaridad intereuropea ha llegado a traspasar fronteras superando la que se da por descontada dentro de los estados. Sin embargo, las múltiples crisis que ha sufrido la UE en la última década ponen de manifiesto que los mecanismos de solidaridad intereuropeos ni están tan arraigados como se pensaba ni han sido lo suficientemente resilientes como para no ser politizados.
La gran cantidad de proyectos, textos de todo tipo y menciones sobre la solidaridad revelan la creciente prominencia del tema en los debates públicos. Es un asunto que ha polarizado a la opinión pública en tanto que gobiernos, sociedades y medios de comunicación la han usado para presentar argumentos políticos: mientras unos reclamaban más solidaridad para afrontar retos compartidos, otros argumentaban que no puede haberla sin el cumplimiento de las normas, porque ésta no debe ser en vano (o dicho de otra manera: la solidaridad no es gratis). Estas dos visiones se han enconado cada vez más en la última década. Finalmente, frente a la insuficiente respuesta de los gobiernos nacionales durante los años de crisis, muchos ciudadanos de distintos estados miembros han reclamado una solidaridad europea (manifestaciones de apoyo a los refugiados, contra la troika, a favor de una solución colectiva para el cambio climático, etc.), con lo que el debate ha dejado de ser exclusivamente nacional para volverse europeo. El debate está presente también en las crisis que han polarizado la opinión pública europea en estos últimos tiempos (euro o refugiados), con lo que otra característica que se debe añadir a su politización es la transversalidad.
Asimina Michailidou y Hans-Jörg Trenz (2018) analizan el fenómeno de la solidaridad europea y dan en el clavo cuando afirman que los mecanismos que la rigen se conciben como dispositivos de emergencia y como una relación altruista entre donantes y receptores (de ayuda o de euros) y no como una relación entre iguales. Esto implica que la solidaridad en la UE se convierte en una renegociación constante entre estados poderosos y aquellos que no lo son tanto. El concepto se politiza entonces en términos de redistribución, de reparto del peso de la carga, y en términos de justicia, en tanto que existen diferencias sustanciales entre estados miembros por lo que respecta a la igualdad. La manera como se conciba la solidaridad, o la falta de ella, en las futuras relaciones entre los estados miembros marcará el devenir de la Unión Europea. Aquí, Michailidou y Trenz (2018) distinguen tres maneras de entender la solidaridad. La primera, como caridad; y ello quiere decir dos cosas: que es de carácter puntual y que no tiene una agenda política, es decir, que no se cuestionan los motivos por los que alguien necesita ser receptor de una ayuda determinada en un momento concreto. La segunda la entienden como igualitaria dentro de una comunidad de iguales; está basada en valores compartidos y en un interés propio en tanto que se reconoce como igual a su receptor (cualquier ciudadano europeo). La tercera la conciben como justicia global, que se produce cuando el donante y el receptor encuentran en esa solidaridad la voluntad de superar conjuntamente las dificultades estructurales del segundo, aun siendo de distintas comunidades, pero sin que ello importe.
Mientras el paradigma que impulsaba la construcción europea ha sido el de «una unión cada vez más estrecha», la solidaridad se entendía como igualitaria dentro de una comunidad de iguales: nosotros los europeos, acordamos ser solidarios porque te reconocemos a ti (otro estado) como parte de Europa. Existen valores compartidos relacionados con la democracia liberal, la economía social de mercado y el Estado de derecho, y juntos podremos ser más seguros y más prósperos. Esta concepción de solidaridad ha llevado a ampliar sucesivamente el número de miembros de la Unión Europea; en algunos casos por la voluntad de expandir esos valores compartidos (Grecia, España, Portugal); en otros, por ser más prósperos (Finlandia, Austria y Suecia), y, en la última ola de adhesiones, también para sentirse más seguros (ampliación hacia el este).
Sin embargo, este paradigma se ha transformado en la última década de crisis, cuando, sobre todo, los países del sur vieron cómo se imponía una solidaridad entendida como caridad, tanto en la crisis del euro como en la mal llamada «crisis de los refugiados». Se vio lo que Kymlica (2015) ha llamado el dilema progresista de la solidaridad: la necesidad de escoger entre la ayuda humanitaria hacia los que no pertenecen a tu estado nación, y el apoyo igualitario, es decir, aquel que solo reciben los que uno considera como iguales. En la crisis del euro, esta supuesta «caridad» llegó en forma de austeridad, los países acreedores accedieron a «ser solidarios» con los países del sur, rescataron sus economías y sus bancos, pero sin tener en cuenta los costes sociales ni el daño que supondría para la credibilidad de la solidaridad entre europeos. En ningún momento esta intervención llegó a cuestionarse los motivos estructurales por los cuales los países del sur habían llegado a la situación en la que se encontraban. Más aún, el grado de incomprensión mutua se tradujo en algunas desafortunadas u ofensivas declaraciones, como las del exministro de finanzas holandés y presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, quien, en una entrevista a un periódico alemán, advirtió que los países del sur no podían pedir apoyos si no cumplían con sus obligaciones, acusándolos de utilizar la solidaridad para «gastar en copas y mujeres» . Aunque se trate de un comentario anecdótico, ejemplifica el grado de politización que alcanzó el debate durante la crisis económica.
El sur pide solidaridad, y el norte, el cumplimiento de las reglas; y aunque es cierto que no puede haber la una sin lo otro, la desgracia para los europeos es que la ayuda se ha convertido en una negociación. Acostumbrados a percibir la solidaridad solamente por parte del estado al que se pertenece y a concebirla como algo excepcional cuando es a nivel europeo, los estados miembros solidarios no están dispuestos a serlo sin recibir nada a cambio. Entonces, se discute sobre la conveniencia de ser o no solidario respondiendo a criterios como el de si se merece o no, a cuestiones redistributivas o a la diferente concepción de cómo tienen que ser los mecanismos de transferencia (o si tiene que haberlos). Esta concepción diversa de la solidaridad en los estados miembros, con cada uno de ellos intentando imponer la suya, polarizará la cuestión contribuyendo así a su politización y, por tanto, a la fragmentación del espacio político europeo. Lo que ignoran quienes han impuesto hasta ahora la visión de una solidaridad caritativa aludiendo a razones de merecimiento es que o la entendemos como una cuestión de justicia global o la extrema politización de la solidaridad no servirá para nada más que para adoptar una actitud moralizadora y buscar culpables.
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Este artículo forma parte del CIDOB Report ¿Politización o polarización? editado por CIDOB
Héctor Sánchez Margalef es investigador de CIDOB. @sanchezmargalef
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Autor >
Héctor Sánchez Margalef (CIDOB)
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