EDITORIAL
Cuando vinieron a por los gitanos
26/06/2019
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Cada vez que el ministro italiano Salvini nombra a los gitanos nos toca hablar de antigitanismo. Verdaderamente es necesario articular discursos mediáticos que enfrenten el odio contra el pueblo gitano y evitar que se propague este virus en las calles. Aun así, los editoriales como este y las columnas de opinión antirracistas no deben dejarnos con la conciencia tranquila por mucho tiempo. Más allá de lo que tuitee el piccolo Duce Salvini, el antigitanismo se extiende por Europa día a día, en los asentamientos, en los colegios, en los barrios y en las comisarías.
El antigitanismo es una forma específica de racismo alimentado por un prejuicio y una persecución históricos, que a menudo se convierte en violencia, explotación y discriminación (e incluso genocidio) de los gitanos por el mero hecho de serlo. La gitanofobia lleva existiendo cientos de años, pero suele recrudecerse en los periodos de crisis, con el aumento de las desigualdades y la pobreza, cuando los populistas xenófobos atizan la caldera del chivo expiatorio para ocultar al pueblo la verdadera cara de sus enemigos. La historia enseña que las invectivas y la persecución antigitanas suelen anticipar los ataques a otras comunidades menos pobres y desprotegidas, y que a veces son el anuncio de conflictos bélicos, como pasó con la I y la II Guerra Mundial.
Las instituciones son, por acción u omisión, las que crean y mantienen la discriminación específica de los gitanos. Algunas veces, se quedan en meras proclamas o amenazas no cumplidas, como las de los censos, y otras muchas pasan lamentablemente a la práctica. Por ejemplo, la esterilización forzosa de mujeres gitanas, que ha sido rescatada esta semana por Slvini, y por las que Eslovaquia ya ha sido condenada tres veces por la Corte Europea de Derechos Humanos; o la expulsión de Francia de 21.000 gitanos europeos, por orden del hoy gitanófilo travestido, Manuel Valls. Otras medidas, a pesar de no ir directamente contra los gitanos, afectan a muchos de ellos, como la ley húngara que prevé penas de prisión para las personas que no tengan vivienda, situación en la que se encuentra una parte importante de la comunidad romaní que habita en el país gobernado por Viktor Orbán.
La situación de pobreza y exclusión en la que viven cientos de miles de gitanos en Europa debe considerarse antigitanismo institucional por inacción. La Agencia de los Derechos Fundamentales de la UE publicaba en 2018 que el 80% de los gitanos europeos se encuentra en riesgo de pobreza, en comparación con una media general del 17% de la población europea. La situación de la vivienda se caracteriza por el hacinamiento, la falta de electricidad y de sistemas de saneamiento. Una de cada tres personas viven en hogares sin agua corriente. En Rumanía, el acceso al agua potable de la comunidad romaní es similar al de Ghana o Nepal, y peor que en Congo y Pakistán. Estamos pues en una paradójica fase histórica de exterminio lento, silencioso y sostenido, confirmada por los índices de mortalidad en niños y adultos; mientras tanto, buena parte de las ayudas millonarias que la UE concede a los países miembros para integrar a las minorías se queda en manos de las asociaciones y no cambia las vidas de la comunidad romaní.
Una de las consecuencias directas del antigitanismo institucional es la proliferación del odio y la violencia contra los gitanos por parte de la población civil. Algunas de estas violencias son implícitas pero constantes, como la discriminación en el acceso a la educación, el empleo y la vivienda, o el tratamiento discriminatorio en los medios de comunicación. En el escalón más explícito de las violencias hacia los gitanos están los pogromos o linchamientos. En Ucrania, la quema de viviendas, las palizas y asesinatos de población gitana a manos de grupos fascistas y parapoliciales son continuos, por la impunidad de la que gozan estos actos a pesar de la condena del Consejo de Europa. Pero escenas semejantes se suceden por toda Europa con mayor o menor virulencia y cada vez más frecuencia. En el Estado español, este mismo año, ha vuelto a ocurrir en el barrio del Pozo en Madrid; es el último episodio de una larga lista desde los infames ataques ocurridos en Martos (Jaén) hace treinta años.
Habitamos un orden económico que crea una pobreza sistémica y en el que la acumulación de riqueza en unas pocas manos conlleva el despojo de los más débiles. Para que la creciente exclusión que produce el orden neoliberal pueda justificarse, son cada vez más necesarios los discursos filofascistas que cargan las culpas sobre la identidad natural de los excluidos y los diferentes. Desmontar la naturalización de la pobreza que intenta perpetrar la alianza entre el neoliberalismo y las nuevas extremas derechas es clave para crear un nuevo modelo económico donde la vida digna de todas y todos sea posible. Por eso la lucha contra el antigitanismo nos impele a todos: nos jugamos la convivencia y un mundo nuevo.
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