Rivera presidente (una distopía)
Todas las sospechas que hicieron a Rivera abandonar el pragmatismo y la centralidad política se cumplieron. Una a una
Sebastián Lavezzolo 28/06/2019
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Madrid. Mayo de 2023. Sala de Audiencias del Palacio de la Zarzuela. Una mesa enfundada en un paño rojo con vetas en dorado sostiene un facsímil de la Constitución abierta en el Título IV, la Biblia y un crucifijo que vela por la solemnidad del momento. Rivera acaba de convertirse en el nuevo presidente del Gobierno del Reino de España. Su sonrisa menos fotogénica, genuina, casi infantil, sella el final de una larga travesía política. La foto Rivera presidente se había hecho esperar. Muchos años habían pasado desde que el joven Albert había cogido el AVE rumbo a Madrid para poner en marcha su proyecto político a nivel nacional.
Ciudadanos, como había vaticinado el flamante presidente, se había convertido en la primera fuerza política de la derecha española. Aunque había necesitado del sostén de un reducido número de diputados de otro partido para su investidura, no habían faltado voluntarios de las filas del antiguo PP y el antiguo Vox –ahora integrados en el nuevo partido Movimiento Institucional por una Nación Grande y Antinacionalista (MINGA)– para ponerla en marcha. Todo el mundo estaba de acuerdo en que había llegado el momento de Rivera. Él enderezaría el fatídico rumbo que había tomado España en los últimos cinco años. Se lo merecía. Nadie dudaba de ello. Sólo él, contra viento y marea, tuvo la clarividencia y el valor de enfrentarse –a izquierda y a derecha– a los llamamientos en pro de la gobernabilidad que le hacían el socio-liberalismo europeo y el establishment nacional, cuando aún el sanchismo aparentaba ser un proyecto político homologable al de otras democracias avanzadas. Pero él no cayó en el engaño.
Sus méritos residían en haber acertado punto por punto en su diagnóstico después de aquella nefasta tarde del 1 de junio del 2018. Una tarde que parió una moción de censura contra natura –una nueva forma de golpe de Estado según los politólogos más rigurosos–, y por ende un gobierno Frankenstein que condujo a España a sus años más oscuros.
Como había vaticinado el líder de Ciudadanos, a los pocos días de su segunda investidura, se demostró que Pedro Sánchez había pactado con los independentistas catalanes un referéndum a medida para fracturar España. Si bien los socialistas –en cierta medida forzados por las imposiciones del vicepresidente Iglesias– mantenían que se trataba de un ejercicio de libertad que sólo fortalecería la democracia y el proyecto compartido entre los españoles, los whatsapps entre José Luis Ábalos, Juan Carlos Monedero y el líder absoluto del nuevo frente independentista, Gabriel Rufián, certificaron las sospechas de los naranjas: se permitiría una consulta aparentemente no vinculante pero, de ganarla el independentismo, Sánchez defendería el traspaso de soberanía ante las autoridades europeas. Rivera lo había visto venir, incluso antes que cualquier analista de La Sexta, cuando el PSC junto a Manuel Valls –ya conocido como el francés afrancesado– entregaron el ayuntamiento de Barcelona al populismo separatista de Colau. Fue la primera señal, hoy evidente, cristalina, pero que entonces sólo Rivera pudo ver con la lucidez que otorga el destino.
Su inteligencia política se tornó incontestable cuando, gracias a la filtración de unas grabaciones de los servicios de secretos, quedó al descubierto la relación de Ángel Gabilondo con uno de los sectores más radicales del independentismo catalán. El cordero era un drac. Y su idilio amoroso con Pilar Rahola no hizo más que subrayar el espanto. Todas las máscaras habían caído. Ya no había forma de disimular.
Pero el ojo bien entrenado de Rivera no se limitó a vislumbrar los sinuosos caminos a los que nos conducía la deriva independentista de Sánchez, sino también los peligros económicos a los que se encaminaba nuestro país tras la incorporación de Podemos al Gobierno de España. El líder naranja tuvo que soportar que se le ridiculizara en las tertulias mainstream por sus gruesas advertencias sobre la llegada del comunismo al centro del poder. Hasta el impasible analista Lluis Orriols perdió los papeles en prime time al espetarle a los gritos ¡QUE EL MURO YA CAYÓ, ENTÉRESE SEÑOR RIVERA! Pero no. Poco tiempo pasó hasta que comenzaran las expropiaciones chavistas, la nacionalización de sectores estratégicos, la planificación centralizada encubierta y, por supuesto, los chiringuitos. Muchos chiringuitos para satisfacer las redes clientelares del populismo. La utopía errejonista de instaurar un peronismo izquierdista en el sur de Europa había puesto su primer ladrillo. No por casualidad, el ya no tan joven Errejón había sido nombrado presidente del CIS. Hasta la oposición pedía la vuelta de Tezanos. Había sido en realidad un milagro que los españoles hubiesen reaccionado a tiempo y le hubiesen devuelto el poder a la derecha.
La posición a contracorriente de los de Rivera en relación al movimiento feminista también se demostró acertada. El sectarismo ideológico del feminismo se hizo patente con las políticas del gobierno de Sánchez: el discurso de la igualdad era la tapadera. Poco a poco los privilegios cambiaron de bando. Ahora las mujeres ocupaban casi todos los puestos directivos de las grandes empresas, la brecha salarial reflejaba la discriminación de trato hacia los hombres, los cuidados y las tareas domésticas recaían por ley en los hombros de los varones. Las universidades se habían llenado de catedráticas. Los Hospitales de directoras médicas. Los grandes proyectos científicos iban a parar a manos de investigadoras. La ministra del rango, Doña María Barbija –antes conocida como Barbijaputa–, se dedicaba día a día a ahogar, con sed de venganza, cualquier tipo de respiro para el género masculino.
Todas las sospechas que hicieron a Rivera abandonar el pragmatismo y la centralidad política se cumplieron. Una a una. Desde la derecha, endureciendo el tono y polarizando el debate público, consiguió abrirle los ojos a millones de españoles. Gracias a ello hoy España vuelve a poner rumbo hacia el lugar de donde nunca debería haberse movido. Aunque es posible que recordar el camino de vuelta no sea una tarea fácil para el presidente, pues en este largo trayecto él también se ha transformado…
“Yo, Alberto Carlos Rivera Díaz, juro por mi conciencia y honor…”.
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Sebastián Lavezzolo es doctor en CC. Políticas y profesor de la UC3M.
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