CARLOS RÍOS / ESCRITOR Y EDITOR ARGENTINO
“¿Un libro es solo lo que tiene lomo y está en una librería?”
Rubén A. Arribas 12/07/2019
Carlos Ríos.
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Carlos Ríos se ha ganado la vida de muchas maneras. En una de ellas, tiempo atrás, formaba parte de un equipo que escribía libros didácticos para el profesorado argentino de primaria y de secundaria de la provincia de Buenos Aires. En el marco del Plan Provincial de Lectura en la Escuela, Alfaguara invitó a su equipo a la presentación del catálogo literario. Para sorpresa de Ríos, el encargado de la editorial insistía en un mismo mantra comercial fuera cual fuera el título del que hablaba: “Esta novela comunica bien”. O dicho de otro modo: se entendía todo y no presentaba dificultad estética alguna.
Lo preocupante, subraya este escritor argentino, es que aquella persona repetía el eslogan “como si fuera un valor positivo a la hora de atrapar a un lector o de que ese lector pudiese hacer una buena lectura de ese libro”. También como si ese fuera el único modelo literario posible para su empresa. Al cabo de un rato, Ríos pensó: “Yo debo de tener el casco puesto al revés”. Y, ya que estaba, se dio cuenta de que un escritor como él jamás ganaría el Premio Alfaguara. No es que le preocupara mucho, pero le hizo gracia y lo pensó.
La literatura es un mecano que está desarmado, y que uno tiene que ir armando
“Para mí –explica–, la literatura existe donde la comunicación empieza a romperse, donde el sentido comienza a formular algunas proposiciones inesperadas entre lo que uno escribió y lo que alguien lee. La literatura es un mecano que está desarmado, y que uno tiene que ir armando. A veces te falta una pieza, y tenés que seguir construyendo ese artefacto con esa pieza ausente. Dejar todo en manos de la comunicabilidad es casi transformar a un escritor en un publicitario. Ahí lo que se traduce es una necesidad de orden empresarial que poco o nada tiene que ver con la literatura”.
Ríos (Santa Teresita, 1967) ha parado en una gasolinera situada en algún punto entre las localidades de Lisandro Olmos y Melchor Romero, situadas en la periferia de la ciudad de La Plata. Aprovecha una pausa en su trabajo, para tomarse un café y hablar telefónicamente con CTXT a propósito de las tres novelas que presentó a mediados de marzo en España: Cielo ácido, publicada y distribuida por el sello chileno Iagüey; y Manigua y El artista sanitario, publicadas en un solo volumen por el sello valenciano Ediciones Contrabando. También de su editorial personal, la Oficina Perambulante, y de su experiencia como docente en cárceles de la provincia de Buenos Aires.
Inasimilable para el mercado
Ríos es un convencido de que “la literatura tiene su potencia en la singularidad”. De ahí que sus novelas naveguen muy lejos de esas novelas crucero –donde todo se ve– de las que habla Juan José Becerra o de aquellas cuyos procedimientos narrativos estandarizados tanto critica Damián Tabarovsky. Como sostiene el protagonista de El artista sanitario, Ríos considera que “el espectador no debería llegar a una reflexión idéntica a la del artista”. La literatura, tal como él la ve, no debe engendrar certezas definitivas.
Quizá por esa razón la crítica suele reducir sus libros a la etiqueta de raros. Por suerte, un escritor como Sergio Chejfec ha ido un poco más lejos y sostiene que Ríos escribe “libros oscuros y al mismo tiempo maravillosos” y una escritora como Gabriela Cabezón Cámara elogió su “concentrado lirismo” o su capacidad para generar “imágenes de desoladora belleza”. Interpelado por la rareza de sus libros, Ríos prefiere referirse a ellos con otro adjetivo: “Inasimilables”.
Por el mercado, se entiende.
Un best-seller fallido,un policial lisérgico y un mito africano
En parte, esa radicalidad estética viene de que Ríos escribe sin pensar en una retribución económica o en una hipotética carrera literaria. “No soy un autor que arma un mercado; prefiero que los libros vayan solos”, subraya. Para él lo relevante es escribir a diario –es un escritor hiperproductivo– y dejar que su obra vaya construyendo sus propios lectores con el paso de los libros y de los años. Parafraseando al protagonista de El artista sanitario: Ríos escribe libros y los vende, pero no los escribe para venderlos.
Ríos escribe libros y los vende, pero no los escribe para venderlos
Eso sí, no le guarda rencor a la literatura comercial: “Gracias a estos escritores que van por las avenidas de las convenciones, yo puedo escribir tranquilo desde los márgenes”. Incluso les tiene cierta admiración: lleva años intentando escribir un best-seller de unas 600 páginas, pero no consigue ajustar su alocado argumento a los procedimientos estandarizados del género. Según él, tiende a irse hacia el lado Juan Rodolfo Wilcock de la literatura: “En Dos indios alegres, pese al título, Wilcock hace que uno de los indios muera en el primer capítulo y que luego todo vaya de mal en peor en el resto de los capítulos... Me gustan esas cosas”, acota entre irónico y resignado.
Así, en su novela Cielo ácido, Ríos tomó como punto de partida romper con aquellas convenciones del policial que lo aburrían. El libro contiene todo lo que el género exige –crímenes, investigaciones, etc.–, pero al servicio de una trama disparatada y al amparo de una relectura paródica de esas convenciones. El resultado es una novela que tiene más vasos comunicantes con Nick Carter o Fauna, de Mario Levrero, que con un policial al uso de los que atiborran las mesas de novedades.
En Cielo ácido, la productora RTS Visión quiere levantar su audiencia asesinando al millonario Walter Torrico, hijo de un industrial salchichero y estrella mediática de su programación. Para ello la productora contrata a Lezica, un asesino profesional de probada eficacia a quien le preocupa más explicarle a su madre por qué no fue el domingo a comer que matar y deshacer en ácido al primer incauto del que se encapriche. Todo ello sucede bajo un cielo que se deshace en micropigmentos inhalables y cuyo color es tan cambiante y psicodélico –verde, amarillo, rosa, violeta...– que haría las delicias de Jimi Hendrix mientras toca Purple Haze.
En el caso de Manigua, el texto tiene apariencia de mito. A saber: habla de clanes, animales sagrados, ritos, prohibiciones o mandatos familiares, incluso la topografía remite a África. Sin embargo, el cliché de lo primitivo convive con el sonido del móvil o las noticias que da la televisión sobre si es banal o no debatir la aprobación de la antropofagia. Curiosamente, Ríos lee la novela como si fuera un diario personal: “La empecé en un blog privado, para mí. Todos los días escribía un capítulo, así que cada capítulo era más o menos la memoria del día anterior. Todos los elementos o sensaciones que aparecen tienen un correlato con la realidad. Incluso la cabeza de ratón gigante que se convierte en piedra es una piedra que existe en la realidad... La realidad está llena de locura, y yo la transcribo”.
Un argentino un poco mexicano
De hecho, debe de ser el único escritor argentino que ha confesado públicamente que sueña con ser un escritor mexicano
La condición de inasimilable de Carlos Ríos también viene dada por su carácter mestizo. De hecho, debe de ser el único escritor argentino que ha confesado públicamente que sueña con ser un escritor mexicano. La cosa tiene su explicación: entre 2001 y 2009, vivió en Puebla, donde desempeñó varios trabajos –profesor de talleres de escritura en la Universidad Iberoamericana; editor y corrector periodístico; jurado y tutor de becas literarias– y le fue razonablemente bien. Asimismo, asistió al taller de escritura de Daniel Sada, se dejó anegar por la pintura mexicana y la gente le tomó tanto cariño que hasta el Ayuntamiento de Huejotzingo lo declaró visitante ilustre.
A su identidad argentina y al motor mexicano de su escritura, Ríos añadió una tercera fuente de energía: la influencia brasileña. “Me viene de los primeros viajes, con 16 o 17 años. Entré por la música: Caetano Veloso, Milton Nascimento, Chico Buarque, Maria Bethânia...”, enumera. Con el tiempo, fueron llegando el idioma, la literatura y hasta una columna radial donde hablar de su “frondosa biblioteca brasileña: João Gilberto Noll, Milton Hatoum, Bernardo Carvalho, Paulo Leminski, Ana Cristina Cesar...”. En simultáneo se fue convirtiendo en un admirador de las artes visuales, de las que se declara un seguidor entregado; en particular, del concretismo y de la obra de Arnaldo Antunes.
el estilo es una piel ajena; una piel que uno puede construir y que se va a terminar adhiriendo a otro cuerpo
Este sincretismo argentino, mexicano y brasileño aflora con naturalidad en su obra. Así, en Cielo ácido leemos que un carnicero argentino dice: “¡Ándale, hijo de la fregada!”; a lo que otro personaje, oriundo de la inubicable Lotificación Pantoja, contesta: “Este cachero es más agrandado que gusarapo en huevo de ratón”. Según Ríos, en el centro de ese triángulo “se va resolviendo una zona literaria, un territorio mixturado” muy interesante. Eso sí, no en el sentido de elaborar un estilo Carlos Ríos, aclara, sino en el de mudar de piel mientras escribe: “Para mí, el estilo es una piel ajena; una piel que uno puede construir y que se va a terminar adhiriendo a otro cuerpo”.
Por último, hay un cuarto elemento que atraviesa su obra: las artes visuales. “En mis libros siempre hay alguien con temas de pintura, que dibuja o que está haciendo una instalación..., incluso desde mucho antes de que yo estudiase el profesorado de Historia del Arte”. Quizá el ejemplo más claro –entre los libros publicados en España– sea El artista sanitario, donde, según el propio Ríos, el personaje evoluciona de una suerte de Edvard Munch a un José Clemente Orozco, el más expresionista de los muralistas mexicanos.
Una editorial en la mochila
La Oficina Perambulante es una editorial cartonera, unipersonal, móvil y autogestionada donde Ríos publica libros de pequeño formato que vende a un precio bajísimo (1 euro en su versión española). Para las cubiertas, utiliza cartón que recoge de la calle y el contenido es lo que cabe en las 16 carillas resultantes de doblar tres veces una hoja A4. El carácter ambulante se lo concede el que Ríos siempre lleva en su mochila los elementos necesarios para encuadernar y entregar los libros en el momento, allí donde esté. La editorial viaja siempre con el editor. Todo son ventajas con estos libros: “No se agotan, puedo hacer una tirada de 1 o de 100, son muy fáciles de hacer, baratos...”.
El carácter ambulante se lo concede el que Ríos siempre lleva en su mochila los elementos necesarios para encuadernar y entregar los libros en el momento, allí donde esté
Lejos de ser una idea improvisada, Ríos acude al arte conceptual para contextualizar su iniciativa. “Es lo que decía Ulises Carrión en El arte nuevo de hacer libros: el texto no está disociado de su materialización. En las editoriales más comerciales, vos mandás un Word y te devuelven un libro. Mirás la tapa, las galeradas, a veces podés elegir, a veces no... Todo está prefijado de antemano, y el autor queda afuera de la materialización, de esa zona tan importante que es la elaboración del soporte donde va esa historia. En el siglo XXI habría que acercar esas partes y trabajar más fuerte la trama entre lo que se está contando y su materialización en el objeto libro”.
A modo de ejemplo, señala que el formato lo obliga a elegir y condesar al máximo. Si deja una carilla para el título y otra para los créditos, le quedan otras 14 donde colocar los poemas o escribir un cuento. De hecho, reconoce que nunca había escrito cuentos hasta que no se vio obligado a meter un texto en un espacio tan reducido. Eso incide, de algún modo, en uno de los puntos fuertes del proyecto: su carácter de laboratorio. Ahora Ríos quiere redoblar la apuesta y ver si es capaz de jibarizar Crimen y castigo y encerrarlo en una de sus miniaturas ambulantes. “La idea es tomar 40 o 50 oraciones y lograr que el libro esté condensado de tal manera que entre ahí”, precisa.
Además, disponer de su propio sello le permite despreocuparse de si alguna editorial comercial estará interesada en publicar lo último que está escribiendo... La suya siempre lo está. Es más: le adjudica tal relevancia a la Oficina Perambulante que solo publica material inédito. Ante la pregunta de otros escritores sobre si compilará todo eso más adelante en un libro, Ríos contesta con otra pregunta: “¿Un libro es solo lo que tiene lomo y está en una librería?”.
Quitarse la reja de la cabeza
Uno de los sitios donde mayor visibilidad tiene la Oficina Perambulante es la cárcel. Desde hace ocho años, Ríos dicta talleres de escritura, lectura y producción editorial en cuatro centros penitenciarios de la provincia de Buenos Aires, donde ha encontrado una comunidad muy receptiva y necesitada de estos estímulos. Al ser un sistema de producción barato y minimalista, el alumnado encuentra sencillo replicar la fórmula y, de paso, toma contacto con la literatura de una manera diferente.
Además, el vínculo con la escritura y la lectura surge con facilidad. Así, las personas que asisten a los talleres piensan los libros de principio a fin: seleccionan los poemas, los ordenan, redactan el prólogo, escriben la contratapa... Y lo hacen sabiendo que el dinero recaudado con la venta será suyo. Para Ríos, la cuestión “no es solo que abrochen un librito, sino que tengan una experiencia editorial y entiendan cómo es el campo, el circuito y el mercado”.
Ahora, por ejemplo, la propuesta para uno de los grupos es publicar un libro de minificciones. Dado que en las bibliotecas de las cárceles hay muchos libros viejos que nadie lee o usa, Ríos ideó una consigna de escritura ad hoc: “Tomen un libro, elijan una oración donde se inscriba una acción poderosa y donde haya una aire de totalidad, y cópienla. Modifiquen lo que quieran de esa oración y pónganle un título que amplifique el sentido lo más posible”.
Lo importante es que entiendan que las palabras nos sitúan en el mundo, nos ayudan a organizar y entender la realidad, nos ayudan convivir
El resultado es, simplemente, maravilloso. “¿Qué hacen? Se ponen a leer a Bradbury, a Pushkin, a los clásicos... Y, mientras buscan esa frase, quizá se enganchan media hora leyendo para sacarla”. Al fin y al cabo, la idea del taller es mejorar la relación que estas personas tienen con el lenguaje: “No me interesa que escriban un poema o un cuentito; eso sería lateral, secundario. Lo importante es que entiendan que las palabras nos sitúan en el mundo, nos ayudan a organizar y entender la realidad, nos ayudan convivir”.
En un ambiente donde el universo lingüístico de la mayoría de los asistentes está modelado y limitado por la jerga carcelaria –el tumbero–, los talleres apelan a mejorar la sintaxis y recuperar registros de habla olvidados. De ello depende borrar las marcas que deja la prisión en el lenguaje y en el pensamiento, y enfrentarse con mejores herramientas a experiencias de vida tan intensas. “Ustedes pueden salir de la cárcel; pero, si llevan la reja en la cabeza, van a volver pronto”, suele decirles para motivarlos.
Por eso mismo, Ríos se siente muy satisfecho con el libro de microficciones que están preparando: “Hace poco, un preso sacó un poema de Pushkin que era medio enredado –que si venía la reina y se iba no sé quién, etcétera– y le puso de título Ensalada rusa, y quedó perfecto. Eso hace que estas personas piensen que la literatura no es algo inabordable, sino que se pueden valer de esos textos y redimensionarlos, reescribirlos, sacarlos de un cauce y meterlos en otro... Que la literatura también es eso: esa zona de experimentación”.
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