Tribuna
Le llaman periodismo y quizá no lo sea
En España las fuerzas vivas del sector quieren que sean las empresas las que acrediten a los profesionales, más o menos como si las constructoras revalidasen a los ingenieros y a los arquitectos
Xosé Manuel Pereiro 24/07/2019
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Que los periodistas seamos noticia es una muy mala noticia. Incluso en esta parte del mundo en la que esas malas noticias de periodistas no suelen figurar en las páginas de sucesos. Lo de informar debería ser como las digestiones: mejor que el proceso no se haga notar. Por eso es extraño el revuelo que se ha levantado en los salones nobles de la profesión por una ¿decisión?, ¿declaración? de la entidad antes conocida como Federación de Asociaciones de la Prensa de España y ahora de Periodistas (FAPE) por la que, a partir del año que viene, no admitirá en su seno a quienes no tengan el título universitario de Periodismo. Es extraño por tal cúmulo de razones que no sé si el espacio teóricamente ilimitado de un medio digital será suficiente para desgranarlas. Y sobre todo es, más que extraño, raruno, si lo contrastamos con el silencio que los mismos ámbitos mantienen sobre la inacción de la FAPE y su núcleo duro, la Asociación de la Prensa de Madrid, en el amparo de periodistas y en la defensa de los estándares periodísticos básicos, como denunció en su momento la codirectora de Público, Virginia P. Alonso.
A diferencia de lo que pasa en el mundo exterior normal, aquí la autorregulación es la de los editores, en base a su mayor o menor riesgo de hacer peligrar la cuenta de resultados y al mayor o menor miedo a los abogados de los damnificados, y no al cumplimiento del código deontológico
La primera extrañeza es que la tal premisa de la titulación figuró en los estatutos de la FAPE – sigue figurando en los de la APM– durante años, tantos que en varias de las asociaciones federadas hay dos censos, el de la FAPE y el propio, donde los carnés se reparten con el criterio que la directiva estima. Quizá para evitar esa duplicidad de censo, en 2014 se añadió una disposición adicional única, que rezaba que “con carácter excepcional, las Asociaciones federadas podrán solicitar a la Federación autorización para admitir como socios a quienes sin estar en posesión de la titulación a que se refiere el artículo 4.5 de estos Estatutos, ejerzan el periodismo de forma continuada y como principal medio de vida”.
El segundo motivo de extrañeza es que la FAPE, y solo en ese lustro, era la única organización profesional que mantenía la excepción a la exigencia de titulación. El Col.legi de Periodistes de Catalunya desde 1985, el Colexio Profesional de Xornalistas de Galicia desde 2000 y los otros siete (Andalucía, Asturias, Castilla y León, La Rioja, Murcia, Navarra y País Vasco) que desde hace un año conforman la Red de Colegios de Periodistas exigen por ley, como organismos de derecho público creados por los respectivos parlamentos, la titulación. También el Foro de Organizaciones de Periodistas que estaba integrado por los colegios catalán y gallego, la Federación de Sindicatos de Periodistas, CCOO y UGT, proponía en su día un Estatuto del Periodista que incluía esa exigencia. (Siendo mal pensados, los movimientos para la creación del Colegio de Periodistas de Madrid quizá sean la razón, o no, para que la FAPE haya decidido autoenmendarse la plana). Quizá sea el momento de recordar que las leyes educativas de este país establecen que un grado es “la obtención por parte del estudiante de una formación general, en una o varias disciplinas, orientada a la preparación para el ejercicio de actividades de carácter profesional” (art 9. 1).
La tercera, y no por cierto menos importante, causa de extrañeza es que se le eche en cara a una entidad privada que adopte unas normas que no atentan contra ningún derecho constitucional y que solo afectan a aquellos que libremente se asocian a ella. Porque, al contrario de lo que supongo que cree la mayoría de la población –y lo supongo porque en muchas ocasiones se cuestiona públicamente quién le ha dado el título a mengano o zutana– para ejercer el periodismo en España ni se exige formación académica alguna ni estar inscrito en ninguna entidad. Eso fue exactamente lo que me contestó un entonces rector de la Universidad de Santiago (USC) cuando, como decano del Colegio gallego, le expresé por escrito mi sorpresa porque para un puesto de periodista en el gabinete de prensa de la Universidad puntuase exactamente lo mismo la entonces licenciatura en Periodismo –que concedía la USC, y en Galicia solo la USC– que la de Derecho, Medicina o Filología germánica.
¿Por qué, entonces, la enmienda de una excepcionalidad puntual y temporal y que, sobre todo, no tiene efectos legales o laborales, provoca tanto alboroto? Porque pone encima de la mesa, aunque sea de forma simbólica, quién es periodista y quién no, o más exactamente, quién decide quién lo es y quién no. Antes del quién, establezcamos el qué. Un periodista no es un creador de contenidos (lo son los publicistas), ni un comunicador (lo puede ser un político, o un actor), ni una persona que escribe o interviene en un medio (también, con perdón, la gente de pompas fúnebres escribe en los periódicos). Un periodista es quien elabora noticias. Quien selecciona la parte de realidad que considera –mientras la opinión de sus jefes no sea contraria– qué debería saber o interesar al público en general, o al menos a la audiencia de su medio.
En España es periodista toda aquella persona que un empresario de un medio de comunicación (los antes conocidos como editores) contrata –contrata es un decir– como tal, sea periodista, comunicador, publicista o calafateador de buques. Más de un editor se ha jactado de ello, en privado y en público, sin nocturnidad y con alevosía. La justificación es que esto no es una profesión, es un oficio (RAE: del lat. officium. 1. m. Ocupación habitual. 3. m. Profesión de algún arte mecánica.). Algo que se aprende con la práctica y mirando como lo hacen los mayores, entre nubes de humo, visitas al bar de abajo y correrías nocturnas en grupo. Como si hoy a las profesiones “mecánicas” se siguiese accediendo por cooptación gremial y no por formación reglada, tabaco y alcohol no estuviesen prohibidos, no saliese uno baldado después de jornadas de 12 horas y, sobre todo, no se hubiese aligerado las plantillas de todos aquellos que más cobraban y/o más independencia de criterio manifestaban y, por lo tanto, quienes mejor podría transmitir lo que de práctica tiene la profesión.
Evidentemente, si la acreditación profesional depende del departamento de recursos humanos, la tendencia es a escoger elementos ídem que no causen problemas ni susciten debates y que demuestren una actitud proactiva a cumplir órdenes, incluso antes de recibirlas. El resultado es que, según el Informe anual de la profesión periodística 2018, aproximadamente el 50% de los periodistas se han sentido presionados en alguna ocasión, y el 30% en varias o muchas, y en seis de cada diez de las ocasiones quienes presionaban eran sus propios directivos. La mitad de las veces, por intereses de los directivos o de la empresa. Y eso que contra el vicio de presionar está la virtud de autocensurarse, algo que han hecho, mucho o poco, el 77% de los profesionales. Quizá tenga que ver con estas estadísticas el hecho de que, salvo en algunos medios públicos y excepcionalmente en alguno privados, no existan aquí prácticamente los comités de informativos que puedan amparar a los disconformes.
En Italia es obligatorio inscribirse en un organismo público, el Ordine, que puede sancionar con hasta tres meses de suspensión a los profesionales que incumplan los principios deontológicos, y con multas de 25.000 a 232.000 euros a las empresas
Esta, la contratación –es un decir– alegre y confiada como método de entrada, junto con la inexistencia de organismos independientes con capacidad sancionadora (aunque sea moral) de los incumplimientos de la deontología profesional, es una de las cosas que hacen a España diferente en el planeta Tierra de la información. Todos los poderes fácticos –empresariales, políticos– en curiosa concordancia han calificado esas tímidas demandas –los comités de informativos, los organismos deontológicos– de propuestas estalinistas, tribunales soviéticos y bolchevismos varios, o residuos del franquismo (esos rescoldos que existen o no según convenga). Sus cómplices profesionales se escudan en una cosa que se llama autorregulación. Es decir, más vale que nos pongamos de acuerdo entre nosotros antes de que alguien venga de fuera –el Gobierno, la justicia– con la vara a ponernos firmes. El truco es que, a diferencia de lo que pasa en el mundo exterior normal, aquí la autorregulación es la de los editores, en base a su mayor o menor riesgo de hacer peligrar la cuenta de resultados y al mayor o menor miedo a los abogados de los damnificados, y no al cumplimiento del código deontológico. En cuanto a la trinchera ética que puede cavar el compromiso personal de cada periodista, relean la primera parte del párrafo. O, con un símil un tanto bruto, la autorregulación es como pensar que basta que exista un código penal para que no haya delincuencia.
¿Qué pasa en otros países? En la mayoría de los europeos, para ejercer es necesario un período de formación, normalmente un par de años, que se reducen a uno si el aspirante tiene estudios universitarios de periodismo. Eso da derecho a una acreditación profesional que concede un organismo independiente. Acreditación que puede ser retirada, por ejemplo, en el caso de que un redactor desarrolle tareas no informativas, como la de relaciones públicas. La Comissão da Carteira Profissional de Jornalista, el organismo público formado por periodistas que concede las habilitaciones en Portugal, desautorizó el pasado mes de abril al director de comunicación del F.C Porto que había invocado su condición de periodista en un tribunal, por considerar que la había perdido al acceder al cargo. En el caso portugués, ejercer sin la Carteira Profissional–que hay que renovar cada dos años– supone una multa entre 1.000 y 7.500 euros para la persona infractora y de 2.500 a 15.000 para la empresa que lo ha contratado. En el de Italia es obligatorio inscribirse en un organismo público, el Ordine, que puede sancionar con hasta tres meses de suspensión a los profesionales que incumplan los principios deontológicos, y con multas de 25.000 a 232.000 euros a las empresas.
El acceso libre al periodismo se ha sustentado tradicionalmente en el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que reza que todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión, derecho que incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión. Parece claro que de lo que se trataba –y más en el contexto donde se acordó, un mundo que había superado con apuros la prueba del totalitarismo–, de garantizar ante todo la libertad de expresión, tanto de las personas como de los medios de comunicación. Nada dice de que las informaciones tengan que ser veraces, plurales y contrastadas, algo más necesario en nuestra época y en nuestro ámbito geopolítico que la libertad de lanzar un medio (escrito, por supuesto, lo de los audiovisuales es en otra ventanilla).
Los altos tribunales de varios países sudamericanos, como Colombia o Brasil, declararon inconstitucional la exigencia de titulación o acreditación para ejercer el periodismo. La argumentación de la abogada de la patronal de editores de São Paulo ante el Supremo Tribunal Federal que eliminó el requisito en 2009 fue que “la profesión no depende de un conocimiento técnico específico… Es diferente de un conductor que pone en riesgo a la colectividad. La profesión de periodista no ofrece peligro de daño a la colectividad como la medicina, ingeniería, abogacía y por eso no se puede exigir un diploma para ejercer”. El presidente del Tribunal y relator de la sentencia fue más allá y comparó la labor de informar con la de cocinero, “actividad que a nadie se le puede prohibir, aunque carezca de título”. El abogado de la Federación de Periodistas (FENAJ) argumentó en vano que la exigencia del diploma no impedía a nadie de escribir en un periódico y que una información elaborada por un inepto puede causar daños graves en la sociedad. La secretaria de relaciones internacionales de la FENAJ, Beth Costa, elegida más tarde secretaria ejecutiva de la Federación Internacional de Periodistas, me comentaba poco después el caso de un locutor de una pequeña emisora del interior del país al que habían tenido que afiliar, a pesar de que era incapaz de rellenar y firmar el formulario correspondiente. O sea que algún conocimiento técnico sí que es necesario.
En resumen, en prácticamente todo el mundo occidental está a debate quién decide quién es periodista, y cómo se puede defender la sociedad de los excesos de los medios. En España parece que las fuerzas vivas del sector están decididas a que sean las empresas las que acrediten a los profesionales, más o menos como si las constructoras revalidasen a los ingenieros y a los arquitectos, en lugar de hacerlo los propios profesionales, y/o la sociedad mediante la enseñanza académica reglada. Todo ello ante el silencio, un tanto paradójico, de las instituciones que proporcionan esa formación y de la sociedad que sufre esa falta de regulación. Recuérdenlo la próxima vez que se indignen por algo que han leído o escuchado como si fuese una noticia.
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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