Tribuna
Más allá de la culpa y la expiación
El dinosaurio que sigue presente es cómo abrir un modelo de antagonismo superador de la socialdemocracia pero manteniendo al tiempo la capacidad de ofrecer un horizonte de seguridad y confianza a la cada vez más compleja ciudadanía
Fernando Broncano 28/07/2019
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A estas alturas está claro que la posibilidad de un gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, con el apoyo del independentismo, se ha desvanecido. La irritación y las promesas de abstención en futuras elecciones se han generalizado y las acusaciones de culpa se entrecruzan junto a un previsible ascenso de las actitudes antipolíticas en un espectro que va desde una minoría libertaria a una mayor y más temible actitud anómica y desprotegida contra los discursos del neofascismo populista. En resumen: una posibilidad perdida que arrastra tal vez a otras posibilidades asociadas de una más activa contrahegemonía ideológica frente al neoliberalismo.
Aún es difícil calibrar la profundidad del fracaso, pero la derrota puede convertirse en irreversible si no se aprende de ella y se extraen consecuencias que permitan abrir otras posibilidades políticas en una Europa cada vez más sometida a centrifugación, en un mundo global en emergencia medioambiental y en un capitalismo postindustrial pero no necesariamente postfordista. La dimensión de lo perdido ha de medirse en la escala que establece este horizonte triple de la crisis europea, la crisis medioambiental y la crisis económica. En este marco, una derrota política puede ser una inflexión en los antagonismos pero nunca debe ser una derrota de aquellos, a menos que no se entienda bien su entramado complejo.
La política, afirmaba Jorge Lago en un artículo reciente, es el arte de una parte para ser capaz de representar al todo. Es una tesis correcta e iluminadora si reflexionamos un momento sobre la parte y el todo del que estamos hablando. Ambos son relativos, dependiendo de si nos movemos en los niveles comunitarios, locales y autonómicos, estatales o pluriestatales y globales. Pero lo más hermoso y profundo de la política está en esta intención de representar al todo en las decisiones que afectan a todos. Sin abandonar el antagonismo de parte, es decir, sin dejar de tomar partido, pero sin olvidar que es la sociedad en su conjunto la que se quiere representar y, en la medida que se pueda, liberar de sus propias ataduras. La pregunta entonces es cómo ha fracasado la izquierda políticamente, si es que lo ha hecho en realidad en este objetivo de representar al conjunto de la ciudadanía y gobernar para todos.
Primero veamos las políticas socialdemócratas y su proyecto. Desde la Tercera Vía, en sus múltiples variedades, la socialdemocracia ha tenido claro siempre su proyecto global de representar a toda la sociedad en tanto que partido del sistema, que busca paliativos a las grandes desigualdades, que admite políticas graduales de igualdad sin llegar a amenazar las estructuras centrales de poder económico, institucional o cultural. En este sentido, es un partido de orden que promete un cierto cambio acompañado de seguridad. Esta ha sido su fuerza históricamente y en España presume de representar lo institucional, al Estado, junto a un cierto sentido común de clase media. Desde aquí ha podido acusar a los partidos de la derecha de haber perdido el sentido del Estado por más que abracen la dialéctica de la nación. Y por ello ha podido desprenderse de Podemos en tanto que lo ha arrinconado en la esquina de la amenaza antisistema.
Como ya se ha analizado múltiples veces, la socialdemocracia se adapta muy mal a un mundo acelerado en el que las zonas de exclusión social se amplían por las dinámicas geoestratégicas y por la nueva economía neofordista de control flexible del tiempo. La pauperización de las clases medias, invisible muchas veces debido a las redes familiares y las subvenciones que aumentan continuamente la deuda de los Estados, hace cada vez más inviable la concepción socialdemócrata de la parte y el todo y conduce a un ciclo continuo de promesas y decepciones que ha abierto a lo largo del mundo la puerta a nuevas formas de populismo neofascista y ha ido disminuyendo irreversiblemente la otrora hegemonía socialdemócrata en Europa.
En los debates de investidura, el PSOE volvió a aparecer, por debajo de los factores tácticos y personales, como el proyecto socialdemócrata que nunca abandonó, incluso en los tiempos de sus veleidades de populismo de izquierdas mediante el que recuperó algo del aliento perdido en la crisis de la década pasada. No hay mucha duda de que las presiones de los poderes fácticos han obrado en esta vuelta a las esencias.
¿Qué ocurre con Podemos y asociados? Aquí las cosas son más vidriosas y se pierde la transparencia debido sobre todo a la falta de tradición histórica que hace difícil definir el proyecto. Un partido es un partido, es decir, es una colectividad que se organiza alrededor de un proyecto de aliento largo y que establece interacciones contingentes con la parte que representa. En su trayectoria, sus derivas son performativas: en la medida en que cambia la parte de la sociedad que pretende representar, pueden producirse desacoplamientos, y en la medida en que el partido cambia puede producir también reacciones en la parte de la sociedad que le apoya. En este sentido, un partido gestiona una economía emocional, una economía cognitiva y, claro, sobre todo, una economía agencial de potencia y poder. Podemos nació bajo el signo de una derrota: los movimientos de indignación, el 15M y las mareas, habían agotado su caudal agente sin lograr una expresión política y, sobre todo, sin lograr una articulación política de sus demandas de parte. La iniciativa Podemos fue entendida rápidamente como una oportunidad abierta para reincoporarse activamente al antagonismo en un contexto político y económico de crisis.
Dado que un partido es una entidad histórica y contingente, es conveniente preguntarnos por el relato histórico para analizar el momento político. La primera observación que cabría hacer es que el acto instituyente no entrañaba un proyecto claro estratégico más allá de lo que significaba la oportunidad de dar salida política a los movimientos de indignación. Muy pronto este proyecto, con todo el capital emocional, cognitivo y agencial que le fue concedido por el entusiasmo generalizado, necesitó constituirse, y no solo instituirse, alrededor de un proyecto de parte. Pero ¿qué parte? Una de las posibilidades era una suerte de socialdemocracia más radical. La otra era un proyecto distinto. Por muchas razones y causas que ahora no vienen a cuento, Podemos se fue convirtiendo en una suerte de partido socialdemócrata radicalizado, heredando con ello sus límites y añadiendo algunos problemas de difícil solución.
Los programas electorales de Podemos en el 2016 y 2019 son ejemplos de un proyecto socialdemócrata un poco más radical en las medidas económicas y en las políticas de igualdad. En este sentido, el Podemos real podría representar muy bien lo que es la izquierda laborista del Reino Unido, la izquierda del Partido Demócrata estadounidense y tantos otros partidos de la “nueva izquierda” reciente, tras las retiradas de la socialdemocracia de la Tercera Vía. Aquí se puede discutir quién es más de izquierdas que quién y quién amenaza más a los poderes fácticos. El problema es que mientras estos grandes partidos socialdemócratas se presentan como partidos del sistema que recogen, aún en sus políticas radicales, una promesa de orden y seguridad del Estado ante la sociedad, Podemos ha quedado enfangado en una incapacidad de articular un modelo creíble de Estado bajo las condiciones tan duras del momento, en donde movimientos centrífugos (el independentismo, pero también la crisis de Europa) hacen muy poco creíble el que sea una alternativa de parte para el todo. Ha aspirado a ser una suerte de izquierda de la socialdemocracia sin formar parte de la promesa de la socialdemocracia. Es muy sorprendente que haya repetido la historia. El eurocomunismo sí fue el último intento a la izquierda de la socialdemocracia con un proyecto alternativo, pero el producto fue Izquierda Unida, otra suerte de socialdemocracia también sin la promesa de la socialdemocracia.
El dinosaurio que sigue presente es cómo abrir un modelo de antagonismo superador de la socialdemocracia pero manteniendo al tiempo la capacidad de ofrecer un horizonte de seguridad y confianza a la cada vez más compleja ciudadanía. Hasta ahora solamente lo ha logrado el neoliberalismo, tan mal comprendido y por ello tan mal enfrentado. El neoliberalismo, como entendieron bien los movimientos radicales de los años setenta, se basaba en una promesa global a la sociedad que fue aceptada por las clases medias y trabajadoras. La gran huelga de los mineros del carbón ingleses contra Thatcher fracasó porque no logró convencer a una sociedad que deseaba tener una casa, una familia, un proyecto de vida y tranquilidad para llevarlo a cabo. Ahora, los nuevos populismos triunfan porque son capaces de construir un “nosotros” alrededor de una nueva economía emocional del miedo: trabajo, familia, patria, como elementos aglutinantes de una sociedad bajo condiciones de incertidumbre.
Para que la parte represente al todo debe entender muy bien las corrientes que articulan la sociedad, sus más íntimos antagonismos en los territorios intermedios: las pequeñas comunidades rurales, la cada vez más inexistente vida de barrio, las relaciones familiares en una nueva diáspora, las irreversibilidades de la nueva aspiración a la igualdad en las formas de vida, en su múltiple expresión, las demandas de la diversidad cultural. En todos estos dominios lo material está presente de una forma reconocible. Cualquier política social de reconocimiento implica básicamente una política de redistribución, pero la dirección contraria no funciona necesariamente. La política socialdemócrata ha sido siempre sacar la cartera en cualquier negociación en la que estuviera implicada una cuestión de identidad, pero eso ya no funciona por razones múltiples. Y además es percibido como un ataque a lo colectivo.
El fracaso de la investidura ha sido el fracaso de un intento fallido de ser socialdemócratas en lugar de la socialdemocracia, pero ciento cuarenta años de partido no pasan en vano y las capacidades tácticas y marrulleras del PSOE han superado a la ingenuidad de los negociadores de Unidas Podemos: si UP se hubiese presentado como lo que es, una suerte de Izquierda Socialista teñida con los colores de Izquierda Unida, tal vez el PSOE lo hubiera admitido como el hijo rebelde. Pero se presentó como una alternativa sin ser más que un alguien que quiere ser califa en lugar del califa. Y califa solo hay uno. La verdadera coalición hubiese sido entre dos proyectos absolutos que deciden por razones de debilidad de fuerzas unirse en un programa común. No era este el caso. Lo que el PSOE percibía de diferente en UP lo percibía como amenaza al sistema y por tanto a su proyecto de orden: la opción antimonárquica y la defensa del principio de posibilidad de referendos de autodeterminación. Lo que percibía como común, es decir, la mayor o menor audacia en las políticas de igualdad, no fue suficiente para contrarrestar sus miedos. Unidas Podemos no fue nunca capaz de explicar qué le hacía diferente y atractivo como proyecto para toda la ciudadanía, y especialmente la que está dividida por la fractura en el modelo territorial, más allá de presentarse como garantía de las políticas de igualdad gracias al número de votos y escaños y a la voluntad propia de no ceder en radicalismo. Pero en política los argumentos al número de votos y a las propias intenciones no son suficientemente convincentes sin un proyecto definido, distinguible y emocionalmente movilizador.
A estas alturas está claro que la posibilidad de un gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, con el apoyo del independentismo, se ha desvanecido. La irritación y las promesas de abstención en futuras elecciones se han generalizado y las acusaciones de culpa se entrecruzan junto a un previsible ascenso...
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