El nuevo turismo urbano
La afluencia masiva de visitantes ha transformado los centros de las grandes ciudades en parques temáticos
Emilio de la Peña 14/08/2019
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Hay cosas que no tienen límite porque no están sujetas a las leyes de la física. Bueno, las leyes de la física tampoco parecen tener claros los límites. Pero en el mundo en que nos movemos, la amplitud de una calle está limitada, por ejemplo, por los edificios que hay a un lado y otro. La capacidad de un restaurante también está objetivada por el número de mesas donde se sirve comida. Sin embargo, los deseos, la imaginación, el espíritu viajero o la ilusión por ver algo nuevo son infinitos. Por si hubiera dudas, el turismo está tratando de demostrarlo de unos años a esta parte. Ello pese a las enormes contradicciones que tiene llevarlo a la práctica.
En España, el porcentaje de personas que no pueden permitirse ir de vacaciones es ahora menor que antes de que estallase la crisis. Son todavía muchos: el 34%. Y son muchos más entre los que ganan muy poco: el 70% debe quedarse en casa. Pero mientras para el conjunto la posibilidad de salir de vacaciones mejora, empeoran otras condiciones de la vida: comer carne al menos dos veces por semana, mantener la casa a temperatura adecuada, hacer frente a gastos imprevistos o pagar sin retrasos la hipoteca o el alquiler.
En la mayoría de los países ricos de la Zona Euro, la incapacidad de disfrutar de vacaciones afecta a un porcentaje mucho menor de personas, con la excepción de Italia. Y, además, la cifra de los que se tienen que quedar en casa ha ido disminuyendo claramente más que aquí. Los sueños en ese caso se hacen realidad en mucha mayor medida. Eso explica en parte la avalancha de extranjeros que llenan España con sus visitas en número creciente.
Pero la contradicción mayor es la de compatibilizar los límites reales con los deseos y las ilusiones, por mucho que estas puedan pagarse. Hay deseos vacacionales bien sencillos, por ejemplo, tostarse en la playa, darse de vez en cuando un remojón en el mar, leer un libro o navegar por la red y luego la comida, la siesta, el paseo al atardecer y la charla o ensordecerse de música, bajo la excusa de bailar o ligar (no sé si aún se dice así). Más sencillo y barato todavía es ir al pueblo, leer, aburrirse, jugar a algo o, si se tiene afición y un huertecillo, cuidar de los tomates y los pimientos.
Pero el turismo puede dar para mucho más: viajar, conocer nuevas ciudades, buscar allí lo característico del lugar, visitar todo lo visitable y comer cosas nuevas. Es un tipo de turismo que ha existido siempre, pero que en los últimos tiempos ha adquirido dimensiones nunca vistas, tanto en número de personas como en distancias desde el punto de residencia. Y aquí es donde chocan los deseos con los límites. Decir que el abaratamiento del transporte, sobre todo del avión, ha contribuido decisivamente a ello no viene a cuento en lo que trato de exponer.
La ciudad de Madrid tuvo el año pasado unos 10 millones de turistas. Barcelona, otro tanto, y sólo cuento en ambos casos los alojados en hoteles. En 2000 fueron la mitad. En otras ciudades ha ocurrido algo parecido, aunque con un crecimiento un poco más moderado. ¿Qué buscan tantos visitantes? ¿Qué quieren? ¿Qué les gusta? ¿Qué esperan a cambio de gastarse su dinero? Y aquí vuelven a chocar ilusiones con límites. Los viajeros son el doble, pero las calles a visitar son más o menos igual de anchas, el número de monumentos históricos no ha variado en exceso, los museos de valor tampoco. El mar con sus playas sigue estando donde estaba, en el caso de Madrid a unos 400 kilómetros de distancia.
¿Qué se les puede ofrecer para para que regresen contentos a sus casas? El consistorio municipal de Villar del Río también se lo planteó ante la inminente llegada de los americanos en la película Bienvenido, Mister Marshall. Y sólo un profesional ajeno al mismo fue capaz de dar la solución. En síntesis, consistió en transformar el pueblo para que fuera del gusto de los visitantes, al margen de las necesidades de quienes vivían en él. El cambio merecía la pena porque, como compensación, se llenarían los bolsillos.
La realidad no es exactamente igual que una película, pero con profesionales con ideas claras y autoridades receptivas, es posible convertir las ilusiones de los visitantes en realidad, por encima de los límites de una ciudad en la que viven tres veces menos de personas que las que llegan cada año para pasar dos o tres días. Ya no bastan los tablaos, ni los museos y monumentos: allí no caben todos y a muchos eso les parece un tópico muy explotado. Y hay muchas cosas que hacer en Madrid o Barcelona para colmar las ilusiones de los turistas. Ahora los que viajan lo hacen especialmente para comprar, comer y asombrarse de las singularidades del lugar que visitan. El comercio es clave: es posible transformar las tiendas. Las podemos dedicar a la venta de espadas toledanas, cerámica pueblerina, figuras de El Quijote o Las Meninas, con introducción de objetos más actuales, como los corazones con la inscripción I love Barcelona o I love Madrid. Pero esto son topicazos que no dan para satisfacer a tanto turista. Ahora lo que se lleva es comprar ropa, ropa y sobre todo ropa. El cambio se ha conseguido.
El turista moderno quiere también comer lo que toman los del lugar. Eso traslada al paladar y al estómago la sensación de exotismo. ¿Paella? Sí, pero es tan conocida que ya no colma la ilusión, está dentro de los límites. No sé a quien se le ocurrió la idea de la tapa. No es nueva claro, pero sí lo es para Madrid o Barcelona. Tapas se servían en Andalucía o en el País Vasco, en este caso llamados pinchos. He nacido en Madrid, donde siempre he residido, salvo un corto periodo que lo hice en Barcelona. Y ni en una u otra ciudad se tomaban tapas, pese a lo imaginativas y sabrosas que son. Ahora, un bar en el centro de Madrid que no sirva tapas (y lo ponga bien claro en el exterior) ahuyenta a los visitantes extranjeros. No es la única comida exótica que se ofrece a quien viene de fuera de España. También están los churros. En el centro de Madrid han desaparecido prácticamente las churrerías tradicionales. Esas donde se suelen comprar los domingos para el desayuno. Quienes allí viven han quedado privados de esa costumbre sabrosa y grasienta. Sus locales fueron sustituidos por bares y tiendas de ropa. Sin embargo, proliferan ahora las chocolaterías churrerías. Salvo alguna excepción son nuevas, pero algunas simulan que son de toda la vida.
Los paseos turísticos por la ciudad se realizan sobre todo por el casco histórico. Este, por definición, no puede crecer: dejaría de ser histórico. La avalancha de paseantes casi los desborda. Pero los sitios en los que asombrarse por su monumentalidad, aspecto antiguo o singular son en realidad los de siempre, como es natural: están inevitablemente limitados, en contradicción con la multiplicación de gentes que los recorren. Las aglomeraciones se parecen a las del metro en las horas de ir al trabajo. La demanda de sitios donde detenerse no da para tanto curioso. Pero hay solución: exprimir el interés de edificios y locales como se exprime un limón, rastrear entre callejuelas, como los buscadores de oro en los ríos de California. Y se encuentran cosas. Hace unos meses fui como de costumbre a la peluquería, la de siempre. Suele estar bastante llena, pero lo de ese día superó todo lo esperado. A la puerta, un grupo numeroso de turistas observaba y fotografiaba el establecimiento mientras la guía les explicaba no sé qué del lugar. Pasé como pude entre el grupo, entré y me sentí como el retrato de La Gioconda. El corte de mi pelo no podía haber hecho tal transformación.
Lo mismo que los vecinos de Villar del Río convirtieron la localidad en un pueblo andaluz, el turismo ha transformado los centros de las grandes ciudades, aquí y en otros países, en parques temáticos. Para contribuir al gran invento, yo he ideado un nombre que caracterice al de Madrid: el Parque de las dos Ts, trapos y tapas.
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Emilio de la Peña
Es periodista especializado en economía.
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