Análisis
El retorno del rentista popular. O cómo se reconstruye la clase media
Hasta el 14% de los hogares completan sus ingresos con rentas de alquiler
Emmanuel Rodríguez 4/09/2019
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España sigue siendo un país de propietarios, pero lo es cada vez menos. De aquella cifra cargada de magia para todo creyente neoliberal del 86% de hogares propietarios de vivienda se ha pasado a la mucho más modesta del 76% de hoy en día. En España existen más de 20 millones de hogares, de “unidades familiares”; el 17% de estos tiene que recurrir a una de las tres millones y medio de viviendas en régimen de alquiler que existen en el país. El artículo que sigue, avance de una investigación mucho más amplia y todavía en sus primeros pasos, trata de analizar algunos de los efectos sociales de esta evolución desde el lado de aquellos que han mantenido la propiedad y disponen de los recursos necesarios para monetizarla. Como suele ocurrir en la historia reciente de este país, el drama de los desahucios y la burbuja de alquiler no deben esconder que esta no es solo una historia de villanos: de grandes tenedores de viviendas en forma de SOCIMIS y políticos corruptos. También es una historia de estabilización social, una historia por la cual el país vuelve a recomponer sus maltrechas clases medias, en la figura del “rentista popular”.
Hagamos un poco de historia: la crisis de 2007 golpeó las bases patrimoniales y financieras de la clase media; rompió de manera patente las muletas financieras que habían compensado el largo estancamiento salarial. Durante aproximadamente seis años, hasta 2013, la combinación de la caída de los precios de la vivienda, cierre del crédito, políticas de austeridad y falta generalizada de liquidez redujo sustancialmente los valores nominales de las familias españolas. La Encuesta Financiera de la Familias, una de las fuentes más relevantes, señala una reducción significativa del valor de los patrimonios, tanto como un 20 % de la riqueza media por hogar. En unos pocos años, por tanto, el espectacular crecimiento del patrimonio de las clases medias españolas ligado al ciclo financiero-inmobiliario de 1997-2008 se había diluido en una secuencia conocida de colapso de los precios de los bienes inmuebles, contracción económica y despidos masivos. La especificidad social de este proceso no reside en que se llevara por delante a los segmentos sociales más frágiles, que experimentaron de forma masiva los efectos del paro y la oleada de desahucios. Tampoco, que los ricos y muy ricos apenas experimentaran los efectos de la crisis, y que incluso estos últimos la aprovecharan para engrosar algo más su riqueza patrimonial. Lo que dotó de magnitud política a la crisis que se inició en 2007 es que la fragilidad hubiera alcanzado al corazón económico de las clases medias y con ello a la estabilidad del país. La crisis política que se desencadena a partir del 15 de mayo de 2011 tiene aquí sus razones.
Repentinamente, una parte mayor de la población, que nunca antes se había entrampado en tales niveles de endeudamiento, se encontraba en una situación inédita: el incremento de los valores patrimoniales que empujara el acceso al crédito, las plusvalías inmobiliarias y por ende el consumo familiar no sólo se había detenido, sino que se había deslizado en una rápida espiral de devaluación. Se entiende así que la fase de recuperación iniciada en 2013 no sólo viniera acompañada por la progresión del empleo y el consumo, y el desapalancamiento relativo del endeudamiento de las familias, sino también por la búsqueda de nuevas salidas al patrimonio familiar acumulado en los años de auge del ciclo.
Ciertamente, más de un millón de hogares habían perdido su vivienda habitual entre 2007 y 2015, expulsados definitivamente de la sociedad de propietarios, y en no pocas ocasiones con deudas millonarias. Al tiempo existía otro porcentaje de hogares que perdieron al menos parte de su patrimonio inmobiliario, llamémosle ‘secundario’, por impagos o ventas precipitadas. No obstante, a juzgar por el enorme número de familias que conservaron sus segundas o terceras residencias, la crisis no llegó a traducirse en un pérdida material decisiva de los patrimonios adquiridos por los segmentos más holgados de las clases medias, aun cuando la devaluación de su valor nominal hiciera estragos.
El gran problema para estos segmentos consistía en encontrar modos para volver a monetizar activos inmobiliarios que no tenían ya una salida fácil en el mercado. Hacía 2012-2013, el plazo medio para la realización de una venta de vivienda se situaba siempre por encima de los 10 meses, las transacciones de compra-venta de vivienda cayeron de 2007 a 2010-2011 en alrededor de un 70 %, el valor de la vivienda media en 2007 era una vez y media el de 2014 y el número de hipotecas concedidas entre tales años se había reducido a una quinta parte. Sencillamente el mercado inmobiliario se había contraído en toda sus dimensiones. La liquidación de un bien solo era posible a costa de una enorme devaluación –ya no nominal, sino real– del patrimonio individual o familiar. La conservación, más que las ventas precipitadas, eran la opción más consecuente para aquellos que se lo podían permitir.
En 2017, 450.000 viviendas se habían convertido en viviendas de uso turístico, que proporcionaron alojamiento hasta a 22 millones de viajeros y generaron 11.726 millones en concepto de rentas de alquiler
La recuperación económica iniciada de forma definitiva en 2013 abrió, sin embargo, algunas perspectivas interesantes: justamente en lo que se refiere a nuevas posibilidades de monetizar el patrimonio acumulado. La recuperación, primero, y la eclosión, después, del turismo, añadida al desarrollo de las plataformas de alquiler temporal –al modo Airbnb–, abrió un mercado de alquiler nuevo para las segundas residencias de costa y montaña. De forma casi paralela, permitió la colocación de apartamentos y pisos en los centros urbanos e incluso en las primeras periferias de aquellas ciudades con alguna vocación turísticas. Desde 2010, las pernoctaciones en apartamentos turísticos se han multiplicado en Madrid y Barcelona por un factor 6 ó 7 hasta llegar a las cifras de un millón y 600.000 respectivamente en ambas ciudades. Con algo más de retraso pero con mucha mayor celeridad, esta cifra se ha multiplicado por 10 en ciudades como Sevilla, Málaga o Valencia. En todo el país, pero especialmente en los centros urbanos, se ha producido una ola de alquiler de segundas residencias. En 2017, 450.000 viviendas se habían convertido en viviendas de uso turístico (VUT), que proporcionaron alojamiento hasta a 22 millones de viajeros y generaron 11.726 millones de euros en concepto de rentas de alquiler, el 1 % del PIB del país.
La oportunidad ofrecida por el turismo se vio también acompañada por un rápido aumento de la demanda de alquiler. La crisis había expulsado de la propiedad a cerca de un millón de hogares que o bien se deshicieron, o bien se integraron en otras casas de familiares, o bien buscaron una solución en el alquiler. Al mismo tiempo la contracción y posterior recuperación del empleo no podía encontrar una canalización fácil en un maltrecho mercado hipotecario, obligado a exigir nuevas garantías. Para jóvenes y migrantes, nuevos o antiguos, la opción mayoritaria era de nuevo el alquiler. El incremento fue, de todos modos, modesto –de 13,6 % en 2007 a 16,9 % en 2017–, pero suficiente para animar tanto la demanda como los precios. Además este incremento estaba concentrado en las principales ciudades del país, con mercados mucho más dinámicos, y en el que el régimen de alquiler se acercaba en algunos casos al 30 % de las unidades familiares.
Desde la perspectiva, no obstante, de la generación de rentas, tan importante fue aquí el incremento del número de hogares en alquiler, como los precios. Y efectivamente, lo que siguió se comprende como un espectacular incremento de precios debido a la particular combinación del aumento de la demanda de alquiler, la explosión de las VUT y la tradicional ausencia de cualquier atisbo de política social de vivienda. Conviene recordar cuál era la prioridad política de esos años en lo que se refiere al mercado inmobiliario. La creación de la SAREB se había regulado como un mecanismo de contención de pérdidas para los activos en manos de los bancos, primero por medio de un precio de compra realizada por esta sociedad que por lo general fue mayor que el del mercado y segundo conteniendo la salida de los paquetes de vivienda para no hundir todavía más los precios. La política activa de estímulo del alquiler, añadida al empleo de las SOCIMIS y sus conocidas deducciones fiscales, trataban de garantizar una rentabilidad subsidiaria para inversores y grandes tenedores de vivienda. Sea como sea, la clase media propietaria con un parque inmobiliario vacante y en disposición de alquilarse fue de nuevo beneficiaria, en su particular y tradicional posición subordinada a las grandes políticas de obtención de rentas.
Tras un periodo de depresión de los precios de alquiler, que duró entre 2012 y comienzos de 2015, los precios comenzaron a crecer, empujados en primer lugar por la explosión de las VUT de los centros históricos y seguidamente por una secuencia en cascada en las inmediatas periferias urbanas, aparte de la entrada de nuevas familias y hogares al mercado de alquiler. En cuatro años, entre la primavera de 2015 y mediados de 2019, los precios del alquiler experimentaron una subida del 50 %, que en el centro de Madrid, Barcelona y otras grandes ciudades superó el 60 e incluso el 70%. Los valores del alquiler alcanzaron cifras por encima del 20% de los niveles precrisis, justo al revés que los precios de la vivienda –todavía por debajo de los niveles de 2007–, y todo ello sobre segmentos de población cuyos salarios habían sido severamente deflactados en aquellos años.
El resultado combinado de estos factores ha sido un rápido incremento de las rentas de alquiler para los segmentos de mayor patrimonio. En una tendencia que se había iniciado algo antes de la crisis, el número de hogares que disponía de rentas de alquiler pasó del 5% en 2004 a casi el 14% en 2017, tal y como ha señalado el investigador Carlos Delclós. En 2018, los residentes en España en régimen de alquiler declaraban a la Encuesta de Condiciones de Vida el pago de importes por valor de 18.602 millones de euros. Una década antes eran apenas 10.000 millones. Si se añade la cifra del alquiler por VUT, entre el 2,5 y el 3% del PIB era drenado en concepto de rentas de alquiler de vivienda a los segmentos propietarios.
Sin duda, una parte de estas rentas estaba dirigida a SOCIMIS y grandes fondos, pero estos tenían carteras inmobiliarias diversificadas que comprendían arrendamientos de tierras, servicios y sobre todo locales comerciales. La mayor parte de estas rentas era dirigida a los pequeños propietarios. Recordemos, que en 2019, los SOCIMIS especializadas en alquiler contaban con un parque de vivienda de 42.100 viviendas, aquellas en manos de grandes empresas no superaban las 250.000. En ese mismo año había más de tres millones y medio de viviendas en distintas formas de alquiler.
En 2017, la Encuesta de Condiciones de Vida ofrecía una perspectiva de ingresos netos modesta para estos pequeños propietarios. La renta neta no alcanzaba los cinco mil euros por hogar; esta cifra había ido descendiendo suavemente en los años previos, a medida que se sumaban más y más propiedades en alquiler. Una miríada de pequeños propietarios trataba de obtener rentas de activos, que en ocasiones solo alquilaba temporalmente. Obviamente, entre los nuevos rentistas hay toda clase de escalas y rangos, desde los que reciben un sobrio complemento a salarios menguados, apenas por encima del umbral de reproducción de estatus, hasta los rentistas especializados, que se convierten en capitalistas-inversores del nuevo negocio del alquiler. La clase media ha iniciado, en cualquier caso, su particular versión de la ‘valorización’ de todos los activos a su disposición, o en un lenguaje menos técnico a ‘buscarse la vida’ por los medios disponibles. Un largo entrenamiento de más de treinta años en el gran negocio inmobiliario y en el aprovechamiento de los flujos turísticos que tenía España por destino la dota de competencias óptimas para ello.
Aunque conviene insistir en que estas rentas medias se pueden considerar modestas, la capilarización del proceso ha sido sin embargo enorme, hasta el 14% de los hogares completan sus ingresos con rentas de alquiler. De nuevo hay también que considerar los efectos materiales e ideológicos de esta ‘socialización’ de las rentas patrimoniales que se extiende de forma horizontal y vertical entre hermanos, y sobre todo entre padres e hijos y abuelos y nietos. Los efectos de la renta de alquiler impactan así sobre capas que van mucho más allá de ese 14%. El principio de la propiedad inmobiliaria, eje vertebrador histórico de la clase media española, sale de nuevo reforzado.
¿Quien puede ofrecer vivienda asequible y a buen precio? El pequeño propietario. ¿Qué le impide hacerlo?
En otras palabras, el rentista se está convirtiendo en la nueva figura política de la clase media. En el relato heroico que construyen los medios de comunicación, el alquiler de mercado –sin paliativos– es propuesto como solución al problema de la vivienda. ¿Quien puede ofrecer vivienda asequible y a buen precio? El pequeño propietario. ¿Qué le impide hacerlo? La rigidez del mercado, la inseguridad jurídica, los problemas del pequeño propietario. ¿Quién es el villano de esta historia? Los inquilinos que incurren en impagos, los okupas que asaltan las viviendas del pequeño propietario, las mafias que ocupan para realquilar o vender droga. De la centralidad mediática del movimiento de vivienda frente a la SAREB, y el rescate con dinero público de los activos inmobiliarios sin mercado, se ha vuelto a la centralidad de la pequeña propiedad.
En este relato, el problema tiende a reducirse a una rigidez de la oferta. Sin duda, hay aquí mucho de coartada frente a los intereses de los grandes tenedores de vivienda: el emergente grupo de SOCIMIS, apoyadas por fondos internacionales, que apuntaban en esa misma dirección. Pero las reverberaciones de la defensa de la pequeña propiedad penetran hasta el tuétano de las clases medias. En estos años se ha articulado una nueva línea de defensa social de las clases medias, y éstas la han abrazado sin remilgos.
En junio de 2013, el gobierno de Mariano Rajoy, entonces vigente, aprobó una ley (4/2013) de “flexibilización y fomento del mercado de arrendamiento”. La norma reproducía una serie de medidas clásicas de presión a favor de los propietarios: reducía de 5 a 3 años la duración mínima de los contratos, establecía a partir de entonces prórrogas anuales que permitían la rápida “renegociación” de precios, facilitaba el desahucio en caso de impago, dejaba casi todo lo demás en función al acuerdo entre partes –o lo que es lo mismo al albur del propietario en una situación de escasez de alquiler–. El resultado fue el querido, y el contrario al declarado. En lugar, de producirse una masiva puesta en alquiler de nuevas viviendas y por ende un abaratamiento del alquiler, el número de viviendas en alquiler continuó creciendo escalonadamente como en los años anteriores, al tiempo que se iniciaba la espiral de precios ya señalada. Recordemos que entre 2015 y 2019 los precios del alquiler de las principales ciudades se elevaron entorno al 50%. Tampoco se regularon –salvo en algunas ciudades y siempre de forma modesta– las VUT, que competían con las viviendas en alquiler convencional. La funcionalidad de la nueva legislación al nuevo modelo de obtención rentas resultó perfecta.
La razón de la timidez de los políticos a la hora de afrontar este problema no reside únicamente en los grupos de presión sino en que saben que toda intervención de precios es altamente impopular en muchos sectores de la sociedad
Posteriormente, las presiones del movimiento de la vivienda, los nuevos sindicatos de inquilinos y el escándalo del incremento de precios llevaron a una corrección de la norma. El Real Decreto-ley 7/2019, de 1 de marzo, de “medidas urgentes en materia de vivienda y alquiler” recuperó algunas de las protecciones de la ley 29/1994 de 24 de noviembre de arrendamientos urbanos. Elevó de nuevo la duración mínima de los contratos de 3 a 5 años y las prórrogas de tres años. El decreto se aplicó tarde, y el resultado ya se había logrado: la aceleración previa de los contratos y prórrogas había conseguido elevar las rentas de forma de sustancial. Importaba poco pues volver al viejo modelo.
En definitiva, asistimos a un proceso nuevo. La clase media (aquella mejor posicionada) está logrando su reconversión modesta pero exitosa en ‘pequeño rentista’. En su imaginación el rentista popular es una figura del todo legítima: el pequeño propietario que con su esfuerzo o el de sus padres, o el de sus abuelos, obtiene algún dinero de la explotación de sus propiedades. En términos del volumen de rentas, los ingresos no son grandes, aun cuando hay sectores con patrimonio que concentran una parte mayor de las mismos. Pero estas rentas cumplen dos funciones importantes. Permiten volver a dotar de valor y obtener rendimientos de un patrimonio que todavía pesa por las deudas heredadas o por los efectos de una devaluación no superada. La socialización de la renta monetiza de nuevo los patrimonios, los hace de nuevo ‘valiosos’. El segundo efecto, resultado del primero, es puramente ideológico, restaura la función de la propiedad como eje de vertebración de las clases medias.
La razón de la timidez de los políticos, y concretamente del PSOE, a la hora de afrontar este problema, no reside únicamente en los grupos de presión, promovidos por fondos y SOCIMIS, sino en que saben que toda corrección por la vía de la intervención de precios es altamente impopular en muchos sectores de la sociedad. La clase media, reducida, envejecida y cada vez más timorata, está del todo dispuesta a ser una clase (parcialmente) rentista.
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Autor >
Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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