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“Otro tiempo vendrá distinto a éste”. Y no habrá nada aquí. Viejas casas sin habitantes. Ancianas habitantes encerradas en casas. Campo abandonado, matorral seco o grandes maizales que sólo tocan las cosechadoras. Nombres de los lugares que ya solo están escritos en los planos. Carreteras que van y no atraviesan. También algún huraño resistente. Tal vez se decidiera que no era ya viable gastar en servicios o en transportes o no se decidiera nada. Que para tan pocos y tan pocas no era rentable invertir, atender, cuidar, mejorar. Que para qué. Que para quién. Alguien viene los fines de semana, dice que a tocar silencio, respirar nubes, pisar helechos, imaginar vivir lo que nunca fue un pueblo. La España vacía. Vaciada con saña o dejadez. Origen de migraciones sucesivas, a veces mansas y otras rabiosas. Nunca esperamos que el gobierno anterior o el que viene mejorase la vida. Siempre la empeoró proponiendo leyes, normas, obligaciones y medidas que convencieron y vencieron a los que estaban antes y ya no estarán nunca, a los que aún están, quién sabe por cuánto tiempo. Pueblerinos. Aquí antes se fabricaban con cuidado alimentos, se mimaban las bestias, se plantaban geranios, se quería progresar, tener servicios, confort y futuro. Pero el nuevo gobierno por venir seguirá propiciando que se sequen los ríos, se enmierden los acuíferos, se cultive con veneno, se críen cerdos en naves cerradas, se cierren las escuelas y que lleguen coches cada vez más modernos los fines de semana o los días de puente a hacer un safari, a gastar casi nada en turismo rural y gastar en un souvenir en forma de queso artesano de marca multinacional o un selfie entre vacas o cabras.
Aún no sé todavía si soy de nuevo habitante o intruso, forastero o retornado, vencido o resistente, si estoy de paso o podré quedarme. Pero miro los alimentos que tengo ahora sobre la mesa, que sólo son comida y entiendo la diminuta maravilla de ser pueblerino. Huevos y patatas, los últimos tomates, las primeras mandarinas, pan y queso. Me asombro porque sé lo que hay detrás de cada uno, cada alimento me cuenta una historia precisa y preciosa. Yo los compro, los guiso y me los como. Quienes los hicieron vivirán gracias a los euros que valen y que yo pago, pero nada de este comercio tiene el apellido “capitalismo”. Fuera comienza el frío y puedo tocarlo, también toco la leña y el tiempo, las hojas del camino las limpia el viento y el humus, los membrillos del árbol están por fin maduros, las aceitunas las endulzo con agua de una fuente. Todo es duro y difícil pero así lo fue siempre, no me engaño. Nadie de por aquí lo hace ni se hace ilusiones con ese “otro tiempo que vendrá distinto a este” con este nuevo gobierno. Llamadlo pesimismo pueblerino o resistencia rural o nada.
Valen cuatro datos para explicar la moribundia. Hoy somos muchos, unos 47.007.367 en las Españas, pero dicen que ya el 80% vive en ciudades. Y dicen que los pueblos españoles de menos de 100 habitantes aumentaron un 60% en veinte años, que 5.002 municipios tienen menos de 1.000 habitantes, solo el 3% de la población, menos de 1.464.000 pueblerinos habitantes. Dicen que dentro de diez años Madrid tendrá 6,7 millones de habitantes y Barcelona, 5,7 millones. El 40%, vivirá en 15 ciudades de más de 300.000 habitantes. Sergio del Molino levantó la perdiz y desde entonces sufrimos el síndrome político del salvapueblerinos. Pedro Sánchez anuncia la creación de un “Ministerio de Despoblación y el reto demográfico”, Ministerio de la España vacía, Ministerio de los páramos, aldeas y derivados. Los que nunca han vivido en un pueblo nos quieren curar la soledad. Los que jamás han sufrido las carencias y los pequeños placeres de vivir en un pueblo nos quieren salvar de la intemperie, el desierto y el olvido que todos seremos. Bien. Ya lo dijo mi paisano el Robe de Extremoduro en un precioso disco: “iros todos a tomar por culo”.
Los huevos y patatas son del huerto de la señora Esperanza, valen poco y son muy, muy buenos, me los trae a casa, servicio puerta a puerta, sé que el pequeño trozo de tierra donde hoy cultiva maravillas era un perdido, una esquina expropiada por una carretera que ellos compraron con escasos ahorros de peón caminero, mucho esfuerzo y también mucha inteligencia para hacer de esa parcela un pequeño paraíso donde se cría de todo. Los tomates son “negro siberiano”, semillas autóctonas que se intercambian sin caer en el mercadeo, variedades preciosas que unos cuantos locos de los tomates se empeñan en conservar y regalar. Las mandarinas son del huerto propio que sembró mi abuelo Fernando hace ya cuarenta años, él ya no está pero sus mandarinas son dulces, ácidas, brillantes y riquísimas. El pan lo hacen unos tipos raros que se dicen “sufíes” pero que a nadie importa en el pueblo su disfraz exótico o su credo distante sino que son buenos artesanos, las harinas son de verdad harina y la masa madre propicia esa alquimia milenaria que hoy nos hace cerrar los ojos al oler la pieza de pan caliente. El queso lo fabrica una quesería moderna de aquí al lado, con leche de los pocos cabreros que quedan y con toda la ciencia más puntera y segura para que sea de leche cruda, tenga una textura cremosa y potente, dulce y salada, a medias mantequilla y a medias bosque en noviembre. También tengo en la nevera otros alimentos que compro en el super y de los que no sé nada y nada me cuentan, pero son estos pocos que nombro los que me hacen feliz, los que propician “la madre de la voz en el oído”: huevos y patatas fritas, pan y queso de cabra, mandarinas de postre. El arte de freír un huevo con puntilla no se enseñaba en el master que regalaron a Pablo Casado. Albert Ribera jamás se ha puesto a pelar y a hacer estas patatas fritas tan crujientes. Santiago Abascal nunca mirará a los ojos al panadero sufí de Villanueva de la Vera para darle las gracias por hacer tan buen pan. Ignoro si Pablo Iglesias sabe que un queso como este nunca puede estar en la nevera. Sé que Pedro Sánchez no tiene ni idea de lo que es un tomate negro siberiano. El placer de acercarse a un árbol que plantó tu abuelo y recoger sólo las mandarinas más maduras es un privilegio que desconoce Patricia Botín. El tipo de Mercadona es rico por vender millones de productos comestibles pero ignora en absoluto lo que es la co-mi-da. No se trata ahora de hacer una apología de la “vita beata” en la aldea o una reprobación en su totalidad a la urbe y sus vicios. Mi hermana de campo, María Sánchez, lo contaría mucho mejor. Yo sólo sé freír unos huevos, pelar bien las patatas, mirar los castaños de enfrente, que ya tienen color de miel, oler un queso o unas mandarinas, salir un rato a por setas y tener la certeza de que estoy contemplando una tierra mohicana, despreciada, a extinguir, maldita, aniquilada por los maizales para pienso compuesto, el turisteo arrogante, la promesa electoral amnésica o encerrada dentro de la burocracia marciana de un nuevo ministerio del vacío.
Y ahora la receta. En lugar de unos huevos fritos os propongo unos elegantes “huevos nube”: separamos las claras de las yemas y batimos las primeras a punto de nieve. Colocamos las claras batidas sobre papel de horno, en porciones del tamaño de un huevo frito y hacemos pequeños huecos en el centro para poner luego las yemas. Las horneamos a doscientos grados cinco minutos. Sacamos del horno y añadimos, en el centro de cada nube, las yemas y las ponemos dos minutos más al horno. Los embriones de gallina y por extensión de cualquier otro bicho que ponga huevos o huevas, del pato a la tortuga, de la excesiva avestruz a la delicada codorniz, del rancio esturión al vanguardista pez volador, merecen nuestro cariño, respeto y apetito. Un huevo, un buen huevo es uno de los ingredientes fundamentales de la cocina de la humanidad. Del tocino de cielo al huevo milenario chino, de unos buenos rotos a la crema catalana, de los bizcochos a la soberana tortilla de patata con cebolla, sin el huevo en la cocina no seríamos casi nada. “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos” pero si eres valiente, irresponsable, pobre, curioso, duro, educado y no te convence eso del hormiguero de hormigón con fumarolas, si te gustan la cigarras, si la nieve no te enfada, si sabes freír un huevo, si te atreves a trabajar con las manos de la inteligencia, conversar en silencio, ir contra toda la corriente, no ser masa orteguiana ni muchedumbre eliotiana girando en círculo, vente al pueblo, aún hay sitio, mucho sitio.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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