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Ponía Kevin Spacey voz, en la formidable aunque envejecida The Usual Suspects (Bryan Singer, 1995), a las palabras de Baudelaire: “La mejor de las jugadas del diablo es convencernos de que no existe”. Si bien esa máxima –que, tras ser desenmascarados, bien podría dirigírsele tanto al actor como al director– pudo sostenerse décadas con ambos pies sobre la certeza, hoy se antoja superada por un nuevo truco todavía más elaborado y perverso. Un engaño que, además, precisa de la complicidad culpable del pueblo: “No hay mayor paraíso que este infierno”.
El neoliberalismo, como expresión última y disimulada del capitalismo más voraz, supone exactamente ese averno disfrazado de las fantasías de libertad, igualdad y prosperidad; un monstruo cruelmente perfecto, de una belleza imaginaria tan deslumbrante que lleva a estrellarse contra las rocas a cualquier voluntad de lo diferente o lo marginal. A su sombra, alargada y verde, nada escapa. Todo lo conocido, material o inmaterial, desde la fe y el amor hasta la salud o el espacio exterior, termina en sus garras. Y las heridas que produce, aunque cada vez más expuestas y letales, son continua y voluntariamente ignoradas.
“Sin ser gitana tiene compás”. Y eso, aunque no queramos reconocerlo, lima muchas reticencias, que es la forma eufemística de decir que elimina un desprecio inherentemente racista
Uno de los casos más evidentes, al que podemos atribuir un particular interés por parte del sistema, es el del adueñamiento de la cultura –en su sentido más amplio, desde el arte a los movimientos sociales– en una depredación que no ha encontrado resistencia, sino más bien un desacomplejadísimo abandono a las distintas perversiones ofrecidas. Aunque no suponga una extraordinaria novedad –el Che lleva décadas convertido en bien de consumo–, sí que estamos asistiendo al total desmantelamiento del pensamiento crítico, la originalidad creativa y las revoluciones ideológicas. Ahí están, como triste muestra, los derechos LGTBIQ convertidos en artículo de escaparate; la transformación, para algarabía del statu quo, del 15-M en vertical y horteramente coloreado partido socialdemócrata, o la proliferación de un arte mercadotécnico cuyo máximo y respetado exponente a esta fecha es Rosalía.
Nacida y criada en el Baix Llobregat –extrarradio barcelonés idealizado por políticos sin verdadero interés en la clase obrera que en su mayoría lo puebla–, el origen de Rosalía bien podría haber sido un laboratorio de ideas escondido en algún lugar de Massachusetts. Ni su excelente formación de academia clásica ni su notable voz responden a su verdadero talento, que excede con mucho las competencias de lo meramente musical: si algo define a la hispano-catalana –porque es en esas equidistantes aguas en las que se mueve– es un entendimiento absoluto del liviano signo de nuestros tiempos; ese Zeitgeist victorianamente educado, de intelectualidad vacía a modo de maquillaje y de homogeneizado individualismo de efímeros usos.
Universalmente aclamada –desde la repulsiva vanagloria chovinista a los premios Grammy o MTV, pasando por listas de Spotify de decepcionantes expresidentes y escenas en lo último del genial mercachifle manchego–, Rosalía llegó para quedarse. Pero no en las sesiones privadas al abrigo de unos auriculares, no. Rosalía apareció de forma mesiánica, para ser difundida y compartida: con tu padre, tu amiga la de Manchester y tu pareja abierta o cerrada; a ventana descubierta y muro publicado, a volumen máximo, y enlace copiado y pegado.
Porque ante todo Rosalía es una mujer caucásica de clase media. Reside ahí su triunfo y nuestro fracaso: es un espejo en el que el grueso de los consumidores quieren mirarse, pues se reconocen y se gustan. “Sin ser gitana tiene compás”. Y eso, aunque no queramos reconocerlo, lima muchas reticencias, que es la forma eufemística de decir que elimina un desprecio inherentemente racista. Blanquea así un arte íntimamente racial y lo acerca al gran público. En forma. Y fondo. Pues en lo estrictamente sonoro, purismos al margen, su dilución del flamenco en estilos de masas como el trap o el reggaeton –arrebatado ya también a las clases populares caribeñas– tiene la manifiesta intención de expandir su difusión a la globalidad: hace más accesible al oído popular el primero y dota de cierta profundidad a los segundos para que el hipsterismo pueda escucharlos sin pudor. Es una fórmula que además trabaja como artificio a nivel de la crítica. Auspiciada por los medios, que la reconocieron rápidamente como nuevo rostro del régimen, Rosalía se ha granjeando estos últimos tiempos un enorme prestigio musical. De ahí que, al tiempo que se olvidaba o desconocía a su coetánea Soleá Morente y se borraba de la historia a Triana, haya sido coronada como una insólita revolucionaria del flamenco, una moderna y femenina reencarnación de Camarón que en la historia de la música ya tiene derecho a asiento por lo menos en la mesa de Pink Floyd.
Hoy, superada esa fase, el capitalismo pregunta de nuevo y la respuesta inequívoca continúa siendo “más”. Esto obliga a la cantante a expandir su ideario, a sofisticar la farsa. Rosalía comienza entonces a subirse de última y haciendo ruido a trenes universales ya en imparable marcha. Añade máscaras a su personaje, caretas que se compadezcan con el sentir general y que sean útiles en bailes al ritmo de la sociedad: así surge una de estudiado feminismo, otra de medida figura que rompa con el absurdo canon de belleza; también, por qué no, una catalanohablante pero no normativa o, la gran broma metacapitalista final, esa de blanda sátira contra el dinero. Nuevos disfraces todos para la vieja ceremonia, que diría Cohen. Siempre dentro de los límites, costeando polémicas pero sin colorear fuera de los bordes.
Rosalía es la artista invitada a una cumbre contra el cambio climático a la que los asistentes acuden en yate y avión privado. O, lo que viene a ser lo mismo, la personificación de la absurdidad en la que nos hemos dejado convertir. Por ello, en paráfrasis de las advertencias que Patrick Bateman hacía al público al comienzo de American Psycho (Mary Hatton, 2000), basada en la novela homónima de Bret Easton Ellis, no deberíamos olvidar que “existe una idea de Rosalía. Una especie de abstracción. Pero no hay una verdadera Rosalía. Sólo una entidad, algo ilusorio”.
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Autor >
Adrian Trapiello
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