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Yo tenía un abuelo cazador de perdices al que metieron preso por una infamia y a quien el puro azar salvó de ser fusilado: el secretario militar que estaba de turno ese día era paisano suyo y lo conocía bien, así que, en vez de tramitar el expediente que llevaba su nombre, lo hizo un gurruño y lo tiró a la papelera. Mi abuelina era una mujer pequeña y hacendosa que de recién casada se iba a la vía del tren a recoger, para la hornilla, los trozos de carbón a medio quemar que escupía la máquina, y era experta en matar pollos y conejos infligiendo el mínimo dolor posible, y cuando salía Alfonso XIII en la tele, en algún documental, decía: “Mira, el rey”.
Yo tuve otro abuelo al que un monstruoso embalse echó de su pueblo y de su valle y hasta tuvo que ayudar a destruir su propia casa, levantada con sólida piedra del país, y aún así nunca le vi un brillo de rabia o rencor en los ojos, y a su mujer le llamábamos la jefa porque era el compendio perfecto del matriarcado montañés. Y nos contaban historias maravillosas de maquis y lobos, y de tesoros enterrados en las cumbres, y de una vieja que vivía en una cueva y regalaba pan y tocino a los niños.
Podría estar horas hablando de esa gente.
Porque era gente distinta a nosotros. En forma y fondo.
Les veías dar muerte a algunas criaturas y ayudar a otras a presentarse en la vida. Gracias a ellos conocías cómo se concebía y cómo se agonizaba
Tengo para mí que cualquier persona que haya tenido incluso el más mínimo contacto con la cultura tradicional –y hay tantos mundos contenidos en esas dos palabras– no olvidará mientras viva aquellos afanes, aquellas gentes y aquellos paisajes. Los llevará allá donde vaya, le hablarán con voz muy clara desde lo más profundo del alma y, cuando se le termine el camino, volverá la vista a ellos con una mezcla de gratitud, añoranza y devoción. Y cuando digo cualquiera digo cualquier persona que los viese desde afuera, sin pertenecer del todo a ese cosmos que ya apreciábamos en caída libre, camino de la extinción. Y cuando digo mínimo contacto es eso tal cual: desde el niño que creció junto a unos abuelos que fueron los últimos exponentes –los últimos, sí– de esa larguísima saga humana formada por la gente que hubo de cultivar su propio alimento y cuya lucha diaria se llamaba supervivencia, a aquel joven que estudió ciertas manifestaciones en calidad de etnógrafo o a aquel otro que conoció a uno de esos tipos populares que antaño tanto abundaban y cuyas palabras, filosofía o mera actitud ante el mundo le marcaron de modo indeleble.
¿Por qué?
Porque eran la otra gente –título de un hermosísimo librito de Álvaro Cunqueiro–, por eso nos maravillaron. Porque en lo fundamental eran como habían venido siendo los hombres y las mujeres desde el Neolítico, y no hay exageración. Porque eran sufridos, porque eran pacientes, porque exhibían una cósmica serenidad ante los problemas humanos, porque no hacían alarde de nada, porque eran amigos del silencio y de las cosas que crecen despacio, porque contaban cosas escalofriantes sin alzar ni bajar la voz, porque estaban en otro plano de la realidad.
Con aquella gente yo entendí –entender sin palabras, comprender sin juicios, quizá intuir, asimilar, interpretar– el porqué de las cosas. Les veías dar muerte a algunas criaturas y ayudar a otras a presentarse en la vida. Gracias a ellos conocías cómo se concebía y cómo se agonizaba. Les veías sembrar, recoger, alimentar, cortar, podar, construir, arreglar y volver a sembrar sin asomo de cansancio. Su vida era nutricia. Su único objetivo era dejar tras de sí un mundo más ordenado y fértil que el que ellos habían encontrado. Enseñaban sin necesidad de proferir órdenes ni amenazas, y sólo con colocarse cerca de su cayado o su mandil, aunque nada dijeran, se sentía uno tranquilo, protegido y dichoso.
Estaban lejos de ser perfectos. Podían parecer herméticos e implacables, y muchos cometieron acciones terribles o vergonzosas. Vivieron épocas duras, incómodas y crueles, casi inconcebibles para el ciudadano de hoy. Son, o eran, casi todo lo contrario de las masas voraces, despilfarradoras, viajeras, desazonadas, asustadizas, quisquillosas y desmemoriadas del siglo actual. Nosotros somos otros. Algo ha pasado, algo ha cambiado. Algo dentro de nosotros se ha roto, algo nos ha hecho virar el rumbo. No es mejor ni es peor, sencillamente es.
Pero si queremos entender alguna cosa del mundo que late ahí afuera, del mundo de verdad, el que no tiene cables ni baterías, quizá no estaría de más volver de vez en cuando la mirada a aquella gente, la otra gente: los seres humanos.
Los que reían contando un cuento que tenía mil años mientras, de un diestro tajo, le cortaban la yugular al cerdo.
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Emilio Gancedo es periodista y escritor; autor de Palabras mayores y Brigada 22.
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Emilio Gancedo
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