Lucio Fontana: estar en la luna
Coincidiendo con la recién clausurada exposición de Fontana en el Guggenheim de Bilbao y el 50 aniversario de la llegada a la Luna, rescatamos el legado del italo-argentino haciéndolo gravitar en torno a otras figuras
Andrea Valdés 7/12/2019
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I. Hay un Lucio Fontana que está de espaldas a la cámara y a punto de rasgar el lienzo. Viste con chaleco, pantalones de pinza y una camisa ligeramente arremangada. Se diría un funcionario de correos, no un artista, a diferencia del pintor Jackson Pollock, a quien Hans Namuth inmortalizó con un cigarro, brocha en mano y medio en trance. En la citada serie, se le ve ejecutando sus famosos drippings pero, curiosamente, no es en él en quien pensaba Gilles Deleuze al hablar de la pintura, de la que dice algo muy bello. Para Deleuze, al acto de pintar le antecede siempre una catástrofe, es decir, cuando el mundo ordenado de las formas es arrastrado hacia el caos y se desmorona. Digamos que ese caos es la fase previa. El peaje que paga todo artista para librarse de los tópicos que invaden el lienzo, incluso antes de que éste empiece a ser algo, y aquí hay que matizar que, para Deleuze, no existe lo que llamamos la página o tela en blanco. Quizás se vea así desde fuera, pero en realidad ese lienzo está lleno de cosas y lo difícil es borrar, sacar todo lo que sobra. Al hacerlo, lo frecuente es arruinar el cuadro. Incluso uno corre el riesgo de perder la razón, lo que en sí suena muy literario, como cuando dice lo siguiente:
“Los hombres incesantemente se fabrican un paraguas que les resguarda, en cuya parte inferior trazan un firmamento y escriben sus convenciones, sus tópicos; pero el poeta, el artista, practica un corte en el paraguas, rasga el propio firmamento, para dar entrada a un poco del caos libre y ventoso y para enmarcar en una luz repentina una visión que surge a través de la rasgadura, primavera de Wordsworth o manzana de Cézanne, silueta de Macbeth o de Acab. Entonces aparece la multitud de imitadores que restaura el paraguas con un paño que vagamente se parece a la visión, y la multitud de glosadores que remiendan la hendidura con opiniones. Lo que significa que el artista se pelea menos contra el caos (al que llama con todas sus fuerzas, en cierto modo) que contra los clichés. Cuando Fontana corta el lienzo coloreado de un navajazo, no es el color lo que hiende de este modo, al contrario, nos hace ver el color liso del color puro a través de la hendidura. El arte efectivamente lucha con el caos, pero para hacer que surja una visión que lo ilumine un instante. El arte no es el caos, sino una composición del caos que da la visión”.
Esta aclaración es interesante, pues cuando una piensa en Lucio Fontana piensa, sobre todo, en los tajos y perforaciones que le hizo al lienzo y, en la medida en que no fueron figurados, una los interpreta como un gesto iconoclasta, muy en la línea de aquella sufragista que, en 1914, hirió a la Venus de Velázquez con un cuchillo de cocina. Si ésta luchó por la liberación de la mujer, unos cuarenta años después Fontana haría algo similar con la pintura, desligándola, no de la mirada del hombre, sino de su soporte. Cabe preguntarse si al abrirla a otra dimensión, como escultor que llegó a sintetizar tantos lenguajes, no acabaría prisionero de su propio hallazgo. De hecho, él mismo lo insinúa hacia el final de su trayectoria: “El agujero ha sido mi único descubrimiento”. Lo que a su vez me hace pensar en Cézanne, quien admitió haber comprendido muy pocas cosas. En concreto, “una manzana y uno o dos vasos”.
II. Lo del agujero como único descubrimiento aparece en Autoritratto, libro en el que la escritora Carla Lonzi recoge y ensambla fragmentos de sus conversaciones con varios artistas a lo largo de cinco años —del citado Lucio Fontana, que es quien virtualmente inicia el diálogo, a Jannis Kounellis, Luciano Fabro o Carla Accardi e incluso Cy Twombly. Al leerlo, se desprende una voz muy distinta a la de los manifiestos, que siempre se escriben con intenciones programáticas e incluso con afán de polemizar, algo que Fontana hizo reiteradas veces. Aquí, en cambio, él sólo es una pieza más de un montaje textual, donde hay interrupciones, pausas y rodeos. Lonzi, además, intercaló el texto con imágenes cedidas por todos ellos: de su infancia y viajes, entre amigos o en el taller, que a su vez combinó con fotos propias, como la de la página 57, en la que aparece sentada junto a un magnetófono.
En su postura hay algo juvenil. Se diría una alumna ante un dictado, pues en realidad no está escribiendo. Lonzi transcribe sus grabaciones. Ella dice que está condensando los sonidos en signos y es cierto que, al mirar la imagen, una puede imaginar el recorrido de las palabras que entran por su oído, llegan al cerebro y se convierten en una serie de líneas, que traza con el movimiento de su mano, como si con ese gesto las hiciera suyas. Si lo menciono es porque, más adelante, en este mismo libro, Fontana también se refiere a la escritura y la vincula a la tecnología, pero no habla del magnetófono sino del bolígrafo y de Gabrielle D’Anunzzio, quien se veía incapaz de usarlo. D’Anunzzio prefería mojar la pluma en el tintero, pues era en ese lapso que sus ideas maduraban: necesitaba esa pausa. “Hay escritores que dicen haber perdido su tramontana frente a la máquina de escribir”, añade Fontana en su conversación con Lonzi, y esto es importante, sobre todo tratándose de quien fue tan hijo de su tiempo. Es más, como artista sabemos que fue un entusiasta de la mecánica, la televisión y los neones, con los que hizo varias esculturas. Lucio Fontana fue lo que se dice un pionero, pero para él la tecnología debía estar supeditada a las ideas, a la creación. Debía ser su aliado, no un fin en sí mismo. De hecho, en su producción hay una cualidad ingrávida y, si quieren, anti-aparatosa. Me refiero a sublimar el gesto con un corte o un agujero, en un mundo que comenzaba a llenarse de cosas. No hay que olvidar que él produjo el grueso de su obra entre los 50 y 60 del siglo pasado. Es decir, cuando empezaron a comercializarse coches y lavadoras y a lanzar satélites, lo que me lleva a Hannah Arendt. Su libro La condición humana se abre con la siguiente frase: “En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre y durante varias semanas circundó la Tierra según las mismas leyes de la gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes”. Para Arendt, el Sputnik fue un gran acontecimiento, mayor incluso que el de la descomposición del átomo, pero para su asombro la noticia no se encajó ni con excesivo temor ni con extremado orgullo, sino con una sensación de alivio: la de ver un deseo cumplido, como si estuviera en el ser humano abandonar la Tierra.
III. Curiosamente, Carla Lonzi publicó su libro de conversaciones en verano de 1969, justo cuando el hombre llegó la Luna y apenas un año después de que Lucio Fontana se marchase definitivamente. Quizá es por eso que de todas las imágenes que le cedieron, ella eligió cerrarlo con la siguiente:
Es una foto simpática y con eco, pues Lonzi no publicó Autoritratto por capricho sino para expresar sus reservas con respecto al papel de la crítica en el arte. De hecho, tal y como explica en el prólogo, tras publicarlo, dejó la profesión. Así que con su libro se estaba despidiendo, como el mismo Fontana. En su última aparición, la que acompaña esta imagen, él también se queja de los críticos y pone como ejemplo los comentarios que suscitaron su Naturaleza, obra consistente en varias esferas de arcilla fundidas en bronce, a las que previamente les practicó una incisión.
“La crítica siempre nos juzga en base a eso: la materia, la toman en un sentido sensual… cuando en realidad yo pensaba en esos mundos, en la luna con esos... ¿los has visto? agujeros. Hay imágenes… Y ese terrible silencio, esa angustia. Astronautas en un mundo nuevo. En la imaginación del artista, estas cosas han estado allí durante miles de años... El hombre llega en un silencio inquietante y atroz y, a su llegada, deja un signo.”
En este caso, ese signo sería la hendidura con la que Fontana se apropia de la forma para que deje de ser inerte, aunque otras veces se ayudaría del color y de la luz, usando incrustaciones de vidrio, como se ve en su cuadro La luna de Venecia. En su momento, me despistó que él hablara de ella como si el hombre ya la hubiera pisado, cuando Fontana, como ya he dicho, murió poco antes de que esto sucediera, pero imagino que en dicha declaración tendría en mente la primera caminata espacial y las exploraciones no tripuladas de los soviéticos descubriéndonos la cara oculta del famoso satélite. Dicho esto, me sorprendió saber que durante mucho tiempo, las mejores fotografías de la luna no las captó ninguna sonda espacial, sino que fueron un truco.
En realidad eran modelos en yeso basados en unos dibujos que realizó el ingeniero James Nasmyth, a partir de sus observaciones telescópicas. Los resultados se publicaron en el libro The Moon Considered As A World, A Planet And A Satellite, que firmó junto a James Carpenter, en 1874. Antes, ya se habían hecho algunos intentos –está el del propio Daguerre–, pero no eran de muy buena calidad, de ahí la necesidad de combinar varias técnicas: la del visionado, el dibujo y modelado en yeso, para luego fotografiar las maquetas, jugando con la luz como de hecho hizo Lucio Fontana, muy dado a manipular las imágenes de sus catálogos, para que en los cuadros se vieran las sombras.
Son, por tanto, imágenes intervenidas e incluso “construidas” por el hombre con sus propias manos, lo que me devuelve al ensayo de Hannah Arendt. Después de todo, La condición humana es un libro sobre lo que hacemos. Ayer, lanzar cohetes al espacio; hoy, descifrar el genoma humano. En cualquier caso, la premisa es la misma. Lo que a ella le inquietaba y debería seguir inquietándonos es nuestro deseo de rebelarnos contra la existencia humana, tal y como se nos ha dado, para cambiarla por algo hecho por nosotros mismos. El problema de ese impulso, el de fabricar cosas artificialmente, es que no tiene por qué estar ligado a nuestra capacidad de pensarlas. O como ella dijo: “Los científicos y su actuar han resultado ser de gran resonancia pública y de gran significación política, sin embargo, carecen –en su propia actividad como científicos, no como ciudadanos– de la posibilidad de proporcionar significado a la acción. Ello se debe a que actúan en la naturaleza desde el “punto de vista del universo” y no “en la trama de las relaciones humanas”. El hecho de poder ver la Tierra desde el espacio, vendría a confirmar esta idea: la de disponer de ella desde el exterior, como objeto de análisis o banco de pruebas, y no como aquello a lo que estamos sujetos, condicionados.
IV. En un artículo llamado La luna que se publicó el mismo año que La condición humana, la arquitecta Lina Bo Bardi también daba cuenta de la profunda escisión entre el conocimiento científico y la capacidad humana de pensar. Le parecía que culturalmente el hombre vivía muy rezagado. No estaba a la altura de sus desarrollos técnicos. Ignoro si Lina Bo Bardi leyó alguna vez a Hannah Arendt pero, como ella, tenía muy reciente la II Guerra Mundial. Bo Bardi la vivió en Milán, a diferencia de Lucio Fontana. De hecho, se cruzaron: cuando Fontana se fue de Argentina, donde acababa de pasar seis años, entre los que fraguó el Manifiesto Blanco; ella acababa de aterrizar en Brasil, país en el que moriría y en el que construyó grandes obras. Entre ellas, el Museo de Rrte de Sao Paulo o MASP, que es un gran volumen de vidrio apoyado sobre cuatro pilares y entrelazados por dos vigas gigantes. Para evitar llenar de paredes su interior, Bo Bardi diseñó unos caballetes de cristal, haciendo que las pesadas obras “levitaran” y el visitante pudiera gravitar a su alrededor. De algún modo, dichos caballetes me remiten a las Ambientes Espaciales que Lucio Fontana diseñó muchos años antes, en su peculiar conquista del espacio, aunque también es tentador trazar una analogía con los boquetes que ésta abrió en una de las fachadas de la antigua fábrica Sesc Pompeya y que llamaba “huecos pre-históricos”.
Dicho esto, si existió alguna afinidad entre ellos empieza y acaba aquí. En realidad, pensar en Lucio Fontana a través de la obra de Lina Bo Bardi es llevarla a un punto crítico. Si ambos trabajaron el espacio, lo hicieron desde posiciones muy distintas. El de Fontana es un espacio cósmico –él habla del vacío, la nada, el infinito– y quizás más próximo al de los científicos, quienes, volviendo a Hannah Arendt, actúan en la naturaleza desde el “punto de vista del universo” y no “en la trama de las relaciones humanas”, que es precisamente donde hay que leer a Lina Bo Bardi: su escala fueron las personas, no los edificios. En cuanto al arte, Bo Bardi sí creía en su dimensión popular. Para Fontana, en cambio, el Arte no solo era hermano de la ciencia, sino que había agotado su función social y no porque lo decidieran los artistas (Defiendo mis tajos, “la Nazione” 1966). Es el mundo el que había cambiado, al dar una definición de lo infinito que la religión no podía ignorar.
“El hombre, hoy, vuela con técnicas nuevas que superan a las más encendidas fantasías de los años pasados, y alcanza otros cuerpos en el espacio e indaga en dimensiones hasta ahora no experimentadas” afirma, sin ocultar su angustia. Frente al abismo, Fontana defiende la invención, no como algo que atañe únicamente a los científicos. No, los pintores también innovan. Y aquí pienso en la carta que le escribió Eduardo Cirlot, amigo y uno de sus coleccionistas, cuando afirma lo que le sorprendía que todas sus obras siempre fueran soluciones. “Usted prescinde de todo el aparato en torno al logro. Da solo el resultado. Quiero decir que su obra sería menos genial si mostrara mejor los caminos por los que llega a las cosas, pero tal vez fuese… ¿cómo decirlo? ¿más humana?”
Puede que esta cualidad estuviera en el reverso de alguno de sus cuadros, donde anotó espontáneamente ideas banales, tan informales como “Ahora me voy a desayunar”, “Lucia protesta porque no hay verde”, “Me duele la pierna derecha… o bien la izquierda”. Más llamativa es la inscripción “Soy carroña”, al incluirla en el dorso de un cuadro en el que previamente había escrito “Soy un santo”, entre cortes y heridas. En la parte superior, añadido a lápiz, se ve un NO: “No soy un santo” pero ignoro si esto sería una muestra de su sentido del humor. Aun refiriéndose a Dios, cuesta calibrar en que consistían sus creencias. Quizás es porque no hay un único Fontana. Yo he incidido en el que insistió en desligar el arte de la materia, el que sensible a los avances de la técnica, entendía que la pintura tenía que avanzar con ella, romper amarras. En el astronauta. Y si empecé con una foto de él dándonos la espalda, frente a la inmensidad de un lienzo, me gustaría cerrar con otra serie que me sugiere un viaje parecido. Me refiero a quien regresa y lo atraviesa en dirección contraria, como viniendo hacia nosotros. Es decir, a Helena Almeida, que es una artista portuguesa. De entre sus fotografías, hay una serie que me gusta especialmente en la que se ve un dedo, su dedo, tocando la superficie, perforándola. No sé si es una tela o papel, pero en ese contacto en el que no media herramienta alguna, ni punzón, ni estilete, se ve una sombra. Es una presencia que está llegando, un cuerpo que se adivina, que respira incluso, aún sin ser desvelado. Almeida habla de ser ella misma un lienzo, de “habitarlo”. Y pienso que la historia de la humanidad también tiene que ver con esto: con explorar nuevos espacios, sí, pero también con poder vivirlos.
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Andrea Valdés
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