Tribuna
Sin altura
Refutación de un texto de Carlos García de la Vega sobre Rosalía
Adrian Trapiello 4/12/2019
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Empezaré in extremis, y usando una locución latina. Pero antes, a respirar. Uno no debe escribir mientras grita a las nubes si no quiere parecerse a Reverte y Marías disparando sus relucientes carabinas a señoras que sólo les han recriminado que no necesitan que nadie les abra una puerta.
Aunque aquellos que no me conocen se tomen la libertad de atribuirme muchos de sus defectos, del despreciable Pedro Páramo lo único que comparto es aquello de ser “un rencor vivo”. Es por ello que, de un tiempo a esta parte, tengo a bien no aumentarlo con según qué tipo de nimiedades. Dicho esto, y por no extenderme más vomitando complejos y traumas como si esto fuera un diván, iré a la cuestión. A diferencia de Pep con Mourinho –yo ni sé quién es usted ni, vista su falta de escrúpulos, tengo interés en saberlo– me ahorraré el tuteo. En lo que no voy a escatimar es en epítetos –en su tercera acepción de la RAE “expresión calificativa usada como elogio o, más frecuentemente, como insulto”– para describir la bajeza con la que ha utilizado la homofobia como argumento.
Por cierto, hablando de terceras acepciones: la Academia recoge ahí paráfrasis –aunque quizá sea su uso más popular– como “frase que, imitando en su estructura otra conocida, se formula con palabras diferentes”. Siendo estrictos, es la que mejor define mi uso de la frase de Patrick Bateman.
Usted no es economista, ya que hubiera advertido que “capitalismo”, “neoliberalismo” y “liberalismo” no se utilizan de forma indistinta: el último ni se menciona y el segundo se especifica como “evolución disimulada” del “más voraz” primero. Y, desde luego, tampoco lexicógrafo.
Pasaré de puntillas por lo del crítico de La Razón para evitar la urticaria que me producen la relación que con él se desliza y el pseudodiario al que pertenece. A falta de una mejor comprensión lectora por su parte, en mi primer párrafo se sacude a Bryan Singer y Kevin Spacey por un asunto similar al de Plácido Domingo.
Bien por tropezar en la misma piedra o por retorcer las palabras hasta el interés, cae en una nueva falacia que no puede quedar sin rebatir: lo que censuro no es el jolgorio en el que se ha convertido la lucha –aunque en lo personal esté más cerca de las acciones que lo empezaron todo en Stonewall– sino la mercantilización de la misma por parte de los poderes económicos. Hablo de esos coches arcoíris de Cabify; de las camisetas de Amancio y de los Amancios de más al norte, de los menús promocionales de las cadenas de comida basura y el largo etcétera que todos hemos visto en las semanas previas y posteriores a la fiesta del Orgullo. A quien le moleste ver carrozas y cuero, que se ate un bloque de hormigón al pie y se lance al lago de la Casa de Campo. Y, a mi juicio, que emprendan el mismo camino los que pretenden, con esta y otras reivindicaciones sociales, arrebatárselas a la calle para hacer negocio.
En el mismo párrafo –intentando tapar la ruindad de la idea con una esforzadísima educación que roza el peloteo– la única explicación que encuentra para mi desprecio al trabajo de Almodóvar es la aversión a los homosexuales. Siguiendo la misma absurda lógica, considerar un decepcionante presidente a Obama –al que también aludo sin nombrar y dedico un adjetivo menos– sería fruto de una xenofobia de baja intensidad. Y si quisiéramos ir más lejos, supondríamos entonces que eso es lo que le lleva a españolizar con tal ahínco mi nombre poniéndole una tilde que no tiene. Aunque bien podría ser simplemente, a la manera de Ana Botella cuando convirtió Bilbao en participio del ficticio verbo “bilbar”, una irrefrenable repelencia.
La realidad es que con Almodóvar me ocurre lo mismo que con Lynch, Von Trier, Noé, Aronofsky o Fellini: a pesar del talento que puedan tener, por lo general, me interesa muy poco su cine de espejo en lugar de lente, de ensimismado estudio de la vida.
Explicación innecesaria al margen y con el rubor de mi privilegio, me veo obligado por la evidencia a reprobar en lugar de escuchar. Resulta repugnante, más allá del daño personal, que alguien utilice de forma tan gratuita el odio hacia los oprimidos. Banalizar la discriminación, haciendo de ella un comodín para ganar cualquier disputa, aleja la realidad del problema y da vida a aquellas paranoias orwellianas que aseguran que hoy no puede decirse nada porque hayamos superado esa lacra conocida como “chistes de mariquitas y gangosos”. Entiendo que si algo hay en el texto original es una irreductible defensa de los derechos LGTBIQ+ –gracias por recordar el signo– y del feminismo. Hasta el punto de, como decía anteriormente, no querer ver en ellos las sucias manos del sistema. Los postulados del artículo giran en ese sentido de forma constante; pues, tal como hacen Cinzia Arruzza y la mencionada Nancy Frasser con la feminista, creo que ambas revoluciones serán anticapitalistas o no serán.
Otro de los errores, que además encuentro particularmente ofensivo, es el que insinúa que existe un desprecio a Rosalía por ser mujer, o caucásica, o de clase media. Con una lectura menos ebria de manía persecutoria podía concluirse que la crítica no iba ahí dirigida a ella sino a una sociedad que, en el mejor de los casos, alberga solo residuos de xenofobia y clasismo. La mayoría de los potenciales consumidores culturales son gente “blanca” con rentas medias que se sienten más cómodos con Rosalía que con una cantaora gitana.
Explica esto en una pequeña parte –también el haber disuelto el género en otros más comerciales y todo lo mencionado en la pieza original– por qué Rosalía ha llegado en términos de popularidad –aun ajustando lo que podríamos denominar como “inflación de los mass media”– más lejos que cualquier otro artista flamenco, Camarón incluido. Asunto que, por mucho que lo hayan convertido en un insufrible lugar común, no tiene mayor valor que ese, el de la mera fama.
Tema aparte es –aunque no lo quiera ver también se toca– el de la apropiación cultural, donde sí podemos descargar responsabilidad en la hispano-catalana. Como en la adopción de esa estética posturbana que comenta: en la discusión ya preexistente sobre si es subversión o apropiación y glamurización de lo proletario por parte de los acomodados, me sitúo en esta última idea. Tanto en el caso de Rosalía como en la mayoría de los relacionados con el trap.
Emerge también el debate de la cultura como producto. Irresoluble, con posturas siempre irreconciliables que se sitúan a ambos lados de una línea que acostumbran a difuminar los propios artistas. En el caso de Rosalía, sin embargo, parece claro que todo está estudiado –de ahí el doble juego evidentemente hiperbólico con el MIT y los think tank– para vender y volver a vender. El éxito no es aquí una consecuencia de su manifestación artística sino que la obra se moldea a la medida del negocio. Sabe –y se le reconoce ese talento– cuáles son las teclas para resonar en la sociedad actual. Y las toca. Creando además una ilusión de lo original y lo rompedor cuando, en realidad, aunque bien revestida no deja de ser fórmula.
Y si de espejismos se trata, nada como el neoliberalismo inoculando a la sociedad sus cuentos hasta que esta los repite con la inocencia de un niño. La industria –musical o cualquier otra– “no da de comer a miles de personas”, roba la plusvalía al trabajador. De primero de marxismo eso, vaya. Que, por mucho que me lo lancen usted o el Sr. Vallín como agravio, aquí se recibe con una sonrisa.
Para despedirme podría tener tan poca altura como usted y dedicarle un fuck vos. Prefiero, no obstante, darle las más sinceras gracias por el ímprobo esfuerzo que ha dedicado a reinterpretar sin acierto mi texto.
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Adrian Trapiello
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