La pelota enamorada de Maradona
El poeta Andrés Neuman recuerda su infancia, su relación con el fútbol y su encuentro con el astro argentino
Miguel Ángel Ortiz Olivera 15/01/2020
De izquierda a derecha: Lalo, Hugo y Diego Maradona posan con la camiseta del Granada CF.
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Una foto inmortalizó al escritor Andrés Neuman, de niño, con la camiseta de la selección argentina. La instantánea se tomó a principios de los ochenta, en el salón de su casa. El pequeño Andrés miraba a la cámara un poco cortado, los ojos escondidos bajo el frondoso flequillo rubio. Se agarraba las manos para dejarlas quietas. Los pies, en cuña hacia dentro, también parecían desorientados sin un balón que pisar. Al fin y al cabo, llevar la camiseta del ídolo es la primera gran responsabilidad que asume un niño. Aunque la suya, técnicamente, no era la de Diego Armando Maradona: el dorsal 10 se había agotado en todas las tiendas y su padre le tuvo que comprar un insulso 9. Pero no importaba; Andrés era muy feliz, y eso que no podía imaginar que lo sería infinitamente más cuando, un día, se fotografiase con el verdadero Maradona, el de carne y hueso. Pero eso sucedería a miles de kilómetros del salón de su casa. Y muchos años después.
Mientras llegaba aquel momento, Andrés Neuman decidió hacerse de Boca Juniors en contra de la tradición familiar de hinchar a Chacarita. Y lo hizo asumiendo todas las consecuencias: «El club que me tocó querer fue el de una década nefasta», confesó en Una vez Argentina. «El de la depresión post-Maradona. El de la interminable sequía de los siete años: la mitad de la vida que pasaría en Buenos Aires». Neuman aprendió a perder viendo las derrotas de Boca tras la marcha de Maradona, y creció corriendo tras un balón. «Mi infancia son recuerdos de un patio con gravilla», recordó. «Y algo más. Qué. Una pelota. De plástico anaranjado, o de cuero gastado, casi descosida».
Esa pelota se convirtió en su mejor amiga cuando, con catorce años, su familia se trasladó a Granada dejando atrás la Argentina militar. Entonces, todavía no tenía del todo claro su futuro: conduciría helicópteros, sería poeta o delantero de Boca. Tres oficios completamente diferentes, pero con algo en común: el vértigo. «Yo creía que tenía más talento para meter goles que para escribir», aseguró en una entrevista, «pero el tiempo me fue desmintiendo». Ese tiempo lo convirtió en escritor aunque «mi ideal de vida imaginario», dijo, «era ser futbolista por las mañanas y escritor al bajar el sol». La literatura, no obstante, le reclamó exclusividad y, al pasar de las páginas, los libros acumulados fueron reemplazando a los goles soñados. Y también, a dos que nunca vio pero que marcarían su vida.
El primero sucedió la soleada tarde del 24 de enero de 1993. Aquella jornada, Maradona marcó su penúltimo gol con la camiseta del Sevilla. Controló un centro con el pecho en el corazón del área y, sin dejarla caer, la empaló de volea al palo contrario. Aunque Neuman vivió aquella victoria sevillista en las gradas del Sánchez Pizjuán, no vio aquel gol tempranero por culpa de su padre, a pesar de haber llegado al estadio horas antes de que empezase el partido. Junto a su amigo argentino Juanchi, que estaba de visita, había convencido a su padre para esperar la llegada del autobús sevillista. Para su sorpresa, su padre, un tipo que siempre había mantenido una relación bastante tibia con el fútbol, había accedido.
En Una vez Argentina, Neuman relató cómo su progenitor se había librado del servicio militar gracias al fútbol. A finales de los sesenta, años de revolución militar, su padre era un estudiante universitario que esperaba que sus pies planos fuesen útiles por una vez; pero fue su apellido, junto a una mentira, lo que le libró de empuñar un fusil. En el reconocimiento físico, el militar repasó sus datos y le preguntó si conocía al Tanque Neuman. Sin valorar las consecuencias, su padre aseguró que era el hermano del mítico delantero de Chacarita. «Acérquese más, la puta madre», le contestó el militar. «¿O acaso usted y yo no vamos a poder conversar en confianza?».
Cuando los jugadores sevillistas llegaron en el autobús del club, Neuman tuvo la suerte de palmear a Maradona y fotografiarse con él. Había cumplido un sueño de infancia. Su padre, después de que se vaciase el aparcamiento, se cobró el sacrificio: ahora les tocaba a ellos acompañarlo a ver la bella arquitectura de la ciudad antes de que empezase el partido. Tenían tiempo de sobra, les dijo, para perderse por algunos rincones que parecían sacados de un cuento de otro tiempo. Y así lo hicieron. «Finalmente», me confesó Neuman en un correo electrónico, «llegamos al estadio un par de minutos tarde, justo a tiempo para escuchar el rugido de la afición celebrando el gol de Maradona que jamás vimos».
Hubo otro gol de Maradona que nunca vio, pero que también marcó su destino. Neuman apenas llevaba dos años viviendo en Granada, y ya había escuchado la historia cientos de veces, como si de un cuento de la Alhambra más se tratase: el 18 de noviembre de 1987, Maradona había vestido los colores del Granada Club Fútbol. Aquella tarde, Los Cármenes lucían engalanados como si se jugase una final europea; aunque, en realidad, los granadinos disputaban un partido amistoso contra el Malmoe sueco. Eso sí, no un amistoso cualquiera: Maradona vestía la camiseta rojiblanca local, secundado por sus dos hermanos, como parte de la promoción del fichaje de Lato, el pequeño, por el Granada.
Neuman congeló la magia de aquella tarde en un cuento. Y lo hizo con el narrador por antonomasia del fútbol: la pelota. Una, obviamente, enamorada de Maradona. La pelota enamorada contaba cómo el utillero la había lustrado, inflado y pesado para una cita tan especial. Al iniciarse el partido, esperaba entre rudas patadas a que la rozase la bota de su amado. Cuando al fin la acaricia, Maradona le pide que ayude a su hermano pequeño a hacer un gol; pero por mucho que ella se esfuerza, no lo consigue. Anota el mediano, y también Diego en un magistral lanzamiento de falta.
«Ahora que soy vieja, que me desinflo toda y mi cuero está ajado, todavía me parece que he vivido solamente para rodar esa hora y media», reflexiona la pelota enamorada de Maradona. «Una pelota no mira el apellido, sino el amor del pie». Y ese romance que recogió Andrés Neuman en su cuento terminó convirtiéndose en uno de los más apasionados de la historia. Todo podía mancharse, llegó a decir el Diego, menos aquella vieja pelota locamente enamorada de su pie.
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Miguel Ángel Ortiz Olivera
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