En primera persona
Un día cualquiera un refugiado
En Lesbos el gobierno griego aplica estrictamente la política europea, que sostiene que cuanto peores sean las condiciones de vida, menos personas llegarán
Joaquín Urías 7/01/2020
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Nabil camina por los olivares de Moria esquivando tiendas de campaña, niños y bolsas de basura. Va cargado con dos paquetes de diez botellas de agua. Uno en cada mano. Sube la colina a trompicones resbalándose en el suelo donde siempre queda barro húmedo. Cuando llega a la tienda que su familia comparte con otra, guarda los paquetes bajo una de las lonas. Luego le pide prestado un serrucho a unos vecinos y sube hasta unos árboles en el límite del campamento improvisado, de los que corta un montón de ramas aún verdes que vuelve a acarrear hasta el sitio donde duerme. Son las diez de la mañana y corre una ventolera helada que viene desde las montañas nevadas de Izmir, perfectamente visibles desde aquí, sólo algunos kilómetros en dirección contraria al mar. La mayoría de refugiados que malviven en este asentamiento de fortuna siguen aún dentro de sus tiendas. El día se hace muy largo sin nada que hacer y hace demasiado frío fuera del saco de dormir.
En Moria no se respetan los derechos humanos de estas miles y miles de personas, obligadas a vivir como animales, pero los gobiernos europeos no harán nada para frenarlo mientras la ciudadanía no presione
Nabil trabaja metódico sobre una lata vacía de aceite de oliva que ha convertido en hornillo. Mete dentro algunas hojas y una botella de plástico vacía, que arde bien. Con eso consigue un fuego rápido, aunque apestoso. Va añadiéndole ramas para avivarlo. Luego coloca encima una cacerola de aluminio en la que vierte una botella entera de agua. Va a preparar té para su familia. Además de su mujer, tiene tres hijos viviendo con él. El mayor tiene sólo cinco años. Nabil es de Herat, en Afganistán. Salieron de allí hace ya dos años. Estuvieron muchos meses en Irán, donde nació su hijo pequeño. Después cruzaron a Turquía. Malvivieron en casas de conocidos por todo el país hasta recalar en Esmirna. Ahí trabajó descargando paquetes en una fábrica, pero con lo que le pagaban apenas podían comprar comida. Vivían en los sótanos de una casa en ruinas hasta que por fin una noche se decidieron a cruzar el Egeo.
La travesía en un bote de goma sobrecargado con casi cincuenta personas fue angustiosa. A su hijo pequeño le compró un salvavidas de juguete que se pinchó nada más salir. Durante el viaje, una mujer tuvo un ataque de pánico y tuvieron que sujetarla entre todos para que no hiciera volcar la barca. Llegaron a una playa en el norte de la isla griega donde ya había voluntarios, una ambulancia y un autobús esperándolos. La primera noche la pasaron allí, en el suelo de una tienda enorme, atendidos por personal de Naciones Unidas. Luego los llevaron al campo de refugiados de Moria, donde la policía les tomó los datos pero nadie les ofreció un sitio para dormir. Con los últimos dólares que llevaba encima compró a unos griegos una tienda de campaña tipo iglú, de verano, para tres personas. La instalaron debajo de un olivo, en mitad de la colina y allí pasó la familia su primera semana. Preguntando a otros afganos se enteró de donde repartían comida y agua. Consiguió también varios sacos de dormir. Luego, con ayuda de unos voluntarios holandeses, consiguió espacio en la tienda de ACNUR en la que duermen ahora. A través de esa organización han conseguido también un par de buzos de esquí para los dos niños mayores y un chaquetón para su mujer.
Hace ya muchos meses que ninguno de los miembros de la familia de Nabil se ducha. Por ahora sólo tienen dos mudas de ropa interior. A la hora de la comida hacen casi dos horas de cola, entre empujones, para coger las cinco raciones que les corresponden. Algunos días, cada ración es una cajita de arroz. Otros es pasta o incluso patatas. Gracias a una ONG danesa han conseguido algo de arroz para cocinar ellos y ahora está esperando a que un tío suyo, que vive en Alemania, le mande un giro a través de Wester Union para poder tener algo de dinero. Al menos para comprar un poco de fruta en el tenderete instalado en el campo. A pesar de todo, Nabil es optimista. Su principal temor ahora son las peleas y los fuegos en el campo. Él vive rodeado de otras familias de su misma región para defenderse mutuamente si alguien intenta robarles o hacerles daño. Cree que quizás en un año tendrá algún tipo de papeles que le permitan viajar por Europa.
Nabil es sólo uno entre los más de 10.000 refugiados que se hacinan bajo los olivos en estas colinas de barro. Cuando uno levanta la vista, sólo ve tiendas improvisadas rodeando las alambradas del campo oficial. Dentro hay otras 8.000 personas. En el recinto oficial hay algunos contenedores, más cómodos que las tiendas, pero el hacinamiento es mayor. Hay más peleas, más violaciones y más violencia. Por eso las familias prefieren instalarse fuera, al aire libre.
Aquí el gobierno griego aplica estrictamente la política europea, que sostiene que cuanto peores sean las condiciones de vida, menos refugiados llegarán. Por ahora, sin embargo, esta institucionalización deliberada de la miseria se ha demostrado ineficaz. En los últimos tres años el número de barcas cargadas de personas no ha hecho más que aumentar. No se sabe exactamente el número de refugiados que hay en la isla de Lesbos, pero no baja de los 25.000. La política, inspirada por la Unión Europea, es evitar que pasen a la Grecia continental. Sólo últimamente el nuevo Gobierno griego parece estar accediendo, por fin, a evacuar a algunos. La semana pasada se llevaron a 700 hacia Salónica; es una gota en el mar, porque en estos días ya han llegado cuatrocientos nuevos.
Entre tanto, en Moria las condiciones de vida se deterioran. Apenas hay ONGs trabajando ahí; a las que resisten, las autoridades les ponen todos los impedimentos imaginables. Los olivares se están llenando de chabolas y tiendas improvisadas. La gente malvive sobre el barro en condiciones terribles. No hay sistema de agua, ni baños para todos, ni electricidad, ni distribución de ropa… nada. Cada cierto tiempo estallan peleas multitudinarias y los suicidios se están multiplicando. No es una cuestión de falta de recursos, ni mucho menos, sino de voluntad política.
La Unión Europea hace tiempo que perdió cualquier sentimiento de culpa. En Moria no se respetan los derechos humanos de estas miles y miles de personas, obligadas a vivir como animales, pero los gobiernos europeos no harán nada para frenarlo mientras la ciudadanía no presione. La solución no es mandar donaciones privadas a los campos de refugiados, sino presionar a nuestros gobiernos para que respeten la dignidad de estas personas. Ellas, como Nabil, sí la mantienen cada día. Se despiertan cada mañana entre la basura y el frío y salen de su tienda dispuestos a comportarse como personas. Cada refugiado que enciende a estas horas su hornillo o espera en una cola o corta leña lleva más dignidad encima que todos los gobiernos de la Unión Europea juntos. No los abandonemos.
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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