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Un país paupérrimo: del pobre de solemnidad al nuevo pobre
David Felipe Arranz 27/01/2020
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Empecemos por el principio, que siempre es el verbo. Desde que, según Mateo, Jesucristo aseguró que era más fácil que un camello entrase por el ojo de una aguja, que el que un rico lo hiciese en el Reino de los Cielos, el mundo de la pobreza se ha dividido entre los que repiten el versículo y practican la generosidad de los ricos, y los pobres, que nunca están de acuerdo con nada. Así de levantiscos y poco dóciles son ellos y el lujo lo necesitan menos, porque la Moraleja les queda lejos y no les suele gustar hincharse a vitamina D en la cubierta del yate. Vivimos una apoteosis de la paradoja lujuriante.
Muchos interesados tomaron el rábano del mensaje evangélico por las hojas, hicieron de la indigencia dogma de fe y mantuvieron durante siglos que padecer los rigores de la pobreza era un modo de alcanzar el cielo y la salvación del alma, en definitiva. El “pobre de solemnidad” pedía limosna en las fiestas solemnes, dice el Diccionario de la Real Academia, que definió al pobre muy pobre. “Se prohíbe la mendicidad”, rezaba un cartel de una gran ciudad en un paseo muy solemne, sí, pero sin desamparados a la vista. La cosa de la definición viene de antiguo. El derecho civil, que andaba muy inspirado entre 1833 y 1868, recogió la figura jurídica del “pobre de solemnidad”, que era el ciudadano acreedor de los “beneficios” procesales de la pobreza, si así lo acreditaba: eran los oficialmente pobres, los que recibían los últimos beneficios sociales del Estado, como la justicia gratuita.
En nuestro país, casi la cuarta parte de la población se encuentra en riesgo de exclusión social, el 18,4% –1,2 millones más que en 2007 –
No se ha inventado nada como el sentimiento de culpa hacia el menesteroso y desde la berlanguiana Plácido (1961), esa obra maestra de la comedia negra corrosiva, crispante y denunciante que alborotó un poco el “orden” del Régimen, la mirada hacia el pobre ya no es la misma. Afortunadamente. Y sin esta conmoción celtibérica, Irwin Shaw no hubiese podido escribir su best seller Hombre rico, hombre pobre (1969), que protagonizaron lustrosos y esbeltecidos en la televisión Peter Strauss –el rico– y Nick Nolte –el pobre–. Al final de Plácido, una voz angelical canta los últimos versos de un villancico que en su primera estrofa dice: “Madre, en la puerta hay un niño, más hermoso que el sol bello, y dice que tiene frío, porque viene medio en cueros. Pues dile que entre, se calentará, porque en esta tierra, ya no hay caridad; ni nunca la habido, ni nunca la habrá”. Que de Azcona a Shaw hay dos civilizaciones de pobres hermanadas por el “júbilo” de serlo.
Al español le sale de dentro un pobre de solemnidad con las fiestas navideñas, pero se marcha a comienzos de enero y ya no se le vuelve a ver hasta el año siguiente. El pobre, pues, tiene vida efímera, navideña y belenística, y es patrimonio exclusivo de la mala conciencia. Así como el rico ha inventado la brecha salarial, el pobre ha creado el jornal, el paro, el arrabal, el lumpemproletariado, el salario mínimo interprofesional, los números rojos, el desalojo de la vivienda y las muchas bocas que hay que alimentar. En nuestro país, casi la cuarta parte de la población se encuentra en riesgo de exclusión social, el 18,4% –1,2 millones más que en 2007–: la honradez es una cosa que nunca ha dado para vivir, solo para un malvivir sin convicción; porque en España somos honrados, mayormente y a lo que se ve. Además, están los “expulsados”, un colectivo de 1,8 millones de personas más que padece las dificultades económicas suficientes como para recibir auxilio inmediato.
Las democracias del Estado del bienestar tienen su cuota de desheredados y España no podía ser menos: el VIII informe FOESSA de Cáritas acaba de señalar que en 2019 se ha producido un aumento de la desigualdad en España y que el Ejecutivo socialista no ha abierto aún ese melón, ocupado en la campaña, la reunión, el pacto inspirado... En su desespero, la masa de los desfavorecidos no vota porque está ocupada en su monologante sobrevivir, no suma su calderilla al PIB y no hace Marca España, en definitiva. Ahora la oficialidad que marca las tendencias del discurso dice que al pobre hay que llamarlo “persona vulnerable”, que es una manera de aligerar la parte de culpa y demás, y de no arreglarle nada al pobre: ni la dignidad. Pero al pobre le da igual cómo se le llame: lo que quiere es que lo ayuden a encontrar trabajo, a buscar un modo de vida digno. Los pobres españoles, con su hambre y su “sinhogarismo”, le tienen apego a la pobreza, se afianzan en ella, piensan muchos. Ni quieren pertenecer a las grandes familias ni a los grandes consejos corporativos. Lo suyo es puro vicio al que los ricos no le encuentran explicación. Los voluntarios de las ONG pasan cada noche con la religión de la comida y el café caliente y es suficiente para irse uno a la cama tranquilo: los vagabundos se quedan a la intemperie de su acracia, su anarquía, su cartón de vino, su borrachera monumental y complaciente cuota de malestar democrático...
Total, que “yo a las cabañas bajé, yo a los palacios (de Moncloa) subí”. Ningún presidente investido ni desvestido, que sepamos, se ha interesado por favorecer una legislación de ámbito estatal que garantice los ingresos de los hogares en situación de pobreza, ni ha promovido la adopción de políticas públicas que hagan efectivo el derecho a la vivienda de las personas y familias en situación de extrema pobreza; tampoco ha impulsado una reforma legislativa que proteja a los hogares vulnerables en caso de desalojo o que garantice la protección de los menores extranjeros no acompañados. Se ha instalado institucionalmente, pues, la “nueva pobreza”, representada, simplemente, por las familias que trabajan, pero que no pueden llegar a fin de mes sin perder la autoestima, la dignidad. Lo que era la otrora llamada clase media.
La oficialidad dice que al pobre hay que llamarlo “persona vulnerable”, que es una manera de aligerar la parte de culpa y de no arreglarle nada al pobre: ni la dignidad
El pobre es irreversible, no sabe de macroeconomía, y el rico puede devenir en pobre si no sabe de ingeniería fiscal en la bolsa lejana, se lo ha pulido todo, se ha rodeado de malos asesores o ha alcanzado su estatus ilícitamente. En realidad, casi nadie ha sabido nunca a ciencia cierta lo que es un multimillonario de cerca, aparte de la gente de Forbes y otro millonario, y, por el contrario, al pobre se lo encuentra uno cada día, porque es barrial, reiterante y cotidiano. Por eso, según el IX informe El estado de la pobreza de AROPE (At Risk of Powerty or Social Exclusion) de la UE, España es el séptimo país de la Unión Europea en número de pobres, por debajo de Bulgaria, Rumanía, Grecia, Lituania… Nuestra cotidianidad es al pobre lo que los Emiratos Árabes al petrodólar. Esa es la verdadera democracia de la Unión Europea, la unidad de pobreza del pueblo, que sigue votando y rescatando cajas y bancos. Porque a gobernar se empieza por el reparto de arriba, la asignación de salarios, el prorrateo de prebendas, el cabildeo de los lobbies y el establecimiento de las dinastías y las blancas camisas de seda.
En el índice paupérrimo de AROPE, capítulo español, se ha tenido en cuenta la renta, los niveles de empleo de la familia, la capacidad que tiene de afrontar el alquiler o los gastos de la calefacción en estas fechas. El rico sabe adaptarse al entorno financiero porque ha estudiado todos los másteres ejecutivos y de control de gestión en una “business school”: las crisis y bandazos que se producen en su entorno no le afectan, porque ha puesto la bolsa a buen recaudo en un paraíso fiscal con un gestor que luce camisa estampada llameante de tucanes y palmeras. La política española, sin embargo, tiene sus ricos y ha aportado su cuota a la plutocracia europea: el exministro de Asuntos Exteriores Josep Borrell, por ejemplo, posee un patrimonio de 2,77 millones de euros; y el de la ministra de Educación, Isabel Celaá, es de casi 4 millones. No queda claro si el Ejecutivo atrae a los ricos o los hace, pero desde Charles Wright Mills sabemos que los “muy ricos”, los “altos directivos”, los “ricos corporativos” y el “directorio político” dominan el mundo. Aunque el récord de los políticos archirricos de los últimos tiempos lo ha batido el exsecretario de Defensa con el PP de 2012 hasta 2016, Pedro Argüelles, con activos de casi 30 millones de euros. El político lo es por antonomasia y el rico también, porque son enteradillos de las finanzas; y eso no es más que la heráldica del poder o la endogamia aristocratizante.
Siempre es menos molesto el dolor del pobre que el dolor de espalda o de ciática. Si el pobre de solemnidad era una cosa que inventaron los notables decimonónicos en sus discursos en las Cortes y el Ateneo, el “nuevo pobre” es fruto directo de la feroz e insolente inopia del político y de una “civilización” construida sobre la injusticia social, que compatibiliza sin mayor problema la agonía de personas entre cartones con el trajín consumista: de la mugre al eau de parfum. La España paupérrima es así.
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David Felipe Arranz es escritor, filólogo, periodista y profesor de periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid.
Empecemos por el principio, que siempre es el verbo. Desde que, según Mateo, Jesucristo aseguró que era más fácil que un camello entrase por el ojo de una aguja, que el que un rico lo hiciese en el Reino de los Cielos, el mundo de la pobreza se ha dividido entre los que repiten el versículo y practican la...
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