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Tras meses de incertidumbre, y dos elecciones mediante, el Reino de España vuelve a tener gobierno. El tan sonado gobierno de coalición que ha vuelto a poner en boca de muchos a Negrín, Azaña, la Pasionaria, Menéndez Pelayo, las 13 rosas o el mismo Frente Nacional. El pasado martes 7 de enero parecía que, más que ante una investidura, nos encontrásemos frente a una representación histórica de época de la victoria del Frente Popular y la preparación del Golpe de Estado de Franco y sus secuaces. Así nos lo presentaba parte de la prensa al reseñar los gritos de traidores, terroristas, fascistas, etc. Eso hacía pensar las reiteradas llamadas a la necesidad de una unión antifascista que luchara por la igualdad y salvaguardara la democracia. Discursos folcloristas y acelerados que, con pocas excepciones, apenas transitaron el terreno de lo genuinamente político, discursivo y democrático.
El pasado martes debo reconocer que, no sin cierto desagrado, yo también respiré aliviado. Sobre todo tras el espectáculo xenófobo, autoritario, españolista e intransigente que los amigos de Colón protagonizaron. Hoy, como ayer, nuestro antifascismo debe ser firme. Pero, en momentos como éste, mi convicción es que es necesario escribir como si uno fuera parte de la historia. Y me explico. Hoy es más importante que nunca no dejarse atrapar por las metáforas facilonas, la excitación colectiva, la sensación de triunfo. Hoy hay que escribir como si, como poco, uno mismo se fuera a leer en el futuro. Hay que tener la autoexigencia, la valentía y la sinceridad de preguntarse si el posicionamiento propio podría salir bien parado ante un juicio emitido desde el futuro que se considera más previsible. Porque, al fin y al cabo, ¿no es eso lo que admiramos de tantos otros que nos precedieron, su valentía para decir aquello que era necesario decir en el momento en que nadie lo decía, y casi nadie lo quería escuchar?
PSOE y Podemos no podrán cumplir sus promesas sin romper el consenso neoliberal de la Unión Europea
Por supuesto que yo no sé lo que nos depara el futuro. Ni soy lo suficientemente brillante para saber lo que hoy es más pertinente decir. Pero la algarabía generalizada de estos días me hacía recordar esa famosa escena de Regreso al futuro en la que el DeLorean acelera sin vacilación contra una valla publicitaria que reproduce las salvajes llanuras del oeste estadounidense. El joven McFly confía en que el salto temporal evite el impacto y, por tanto, no se molesta en enterarse de lo que hay detrás... Aunque no sea adivino, tengo buenas razones para pensar que lo que ocurrió el pasado martes 7 de enero es una aceleración que, confiando en el salto temporal de la coalición, nos puede hacer estamparnos de lleno contra el futuro. Podemos haber sido testigos de un simple aplazamiento del fascismo. Una prórroga de cuatro años (u ocho, o seis…) que está condenada a agotarse sin remedio si no ponemos sobre la mesa precisamente aquello que el consenso mediático, político e intelectual “antifascista” está barriendo debajo de la mesa.
Lo que ese antifascismo de nuevo cuño esconde son fundamentalmente dos cosas. La primera, que PSOE y Podemos no podrán cumplir sus promesas sin romper el consenso neoliberal de la Unión Europea, el famoso equilibrio presupuestario que sirve de cobertura a la dictadura de la deuda que durante décadas llevan imponiendo el FMI y el Consejo Europeo. Y segunda, y más importante, que en la era de la crisis ecosocial global, en este Siglo de la Gran Prueba, no podemos seguir reduciendo la política a la cuestión de la identidad y al problema de la igualdad.
Es curioso que, en el contexto de enorme polarización vivida durante la última semana, casi nadie haya querido molestarse en entender los motivos del voto negativo a la investidura de Pedro Sánchez de las CUP, representadas en el congreso por su portavoz Mireia Vehí. Sin duda, detrás de éste se encuentran diferencias al respecto de la centralidad y profundidad del reconocimiento del derecho a la autodeterminación. Pero, lo que casi nadie quiere ver es que también hay una denuncia clara de la contradicción que supone abanderar una propuesta supuestamente en ruptura con el sistema neoliberal acatando las normas del juego de la economía europea, destinadas precisamente a sustentarlas y propagarlas. Parece que hemos olvidado ya el varapalo ejemplarizante que la Unión Europea propinó a la Grecia de Yannis Varoufakis cuando éste trató de plantear reformas económicas que es difícil considerar más que tibias.
Por tanto, ¿cómo pretende el nuevo gobierno de coalición profundizar en materia de educación, sanidad, dependencia, memoria, etc. con el exiguo margen recaudatorio que le aportará una progesivización de la fiscalidad que se anuncia muy moderada? Todo parece apuntar al desastre de unas medidas insatisfactorias que difícilmente van a poder paliar las enormes desigualdades instaladas desde hace décadas en nuestra sociedad, y que ni tan siquiera van a tratar de plantearse cómo luchar contra las desigualdades que nuestro modo de vida produce más allá de nuestras fronteras. Y, si como señalaba Íñigo Errejón los reaccionarios son hijos de la desigualdad, un fracaso en este frente está cargado de muy malos augurios.
Pero mucho más grave y silenciado que este problema es la absoluta estrechez de miras ya no de un debate parlamentario que se situaba en muchos momentos al nivel de las peleas del patio de la escuela, sino de la propia propuesta de programa que supuestamente se llevaba a votación a la cámara. Desde hace como poco dos décadas, la política parlamentaria, y gran parte de la extraparlamentaria, se encuentra poseída por una auténtica monomanía identitaria. El nacionalismo, la diversidad sexo-afectiva, la diversidad cultural, algunas versiones estrechas del feminismo… Todos ellos han copado un debate público que aunque no ha estado exento de conquistas importantes, ha estrechado enormemente el rango de aquello que debiera ser materia política.
Todo parece apuntar al desastre de unas medidas insatisfactorias que difícilmente van a poder paliar las enormes desigualdades instaladas desde hace décadas en nuestra sociedad
Casi sorprendía escuchar el pasado martes a Pablo Iglesias decir que para defender la libertad hay que también defender las condiciones materiales de la libertad. Que para ir más allá de las libertades formales, tan amigas de la libertad del dinero, y garantizar vidas autónomas, hay que atacar el problema de la subsistencia. Algo con lo que estoy profundamente de acuerdo, pero que en la boca de Iglesias se estrecha hasta lo nanométrico. Parecería que trabajar por esa libertad material significara únicamente desarrollar y defender políticas públicas que garantizaran el asistencialismo del Estado. Un Estado que, en estos tiempos, no aspira más que a convertirse en un fino colchón que sueña con amortiguar los golpes del martillo hidráulico del mercado capitalista.
Pero pensar así denota que no se entiende casi nada del mundo actual, o que no se tiene la valentía de decir lo que se sabe (quizá amparándose en la necesidad estratégica, que no por más estratégica es menos suicida). Jorge Riechmann nos anima a que desarrollemos un pensamiento ético y político que sea capaz de mirar “extramuros”. Es decir, que rompa con el antropocentrismo feroz que hasta ahora ha caracterizado el habitar humano y sea capaz de incluir en sus consideraciones al conjunto de seres que habitamos este planeta finito, el planeta vivo Gaia. Y, sin duda, será difícil salir del atolladero de la crisis ecosocial sin tomar ejemplo del ecologismo social y el ecofeminismo en su ruptura con la fortaleza andro-antropocéntrica. Una crisis ecosocial que va mucho más allá de la emergencia climática, y que nos enfrenta a la escasez de energía y materiales, la pérdida de biodiversidad, la erosión de los suelos, la extensión de contaminantes de todo tipo, etc.
Sin embargo, la casi totalidad de la política contemporánea no sólo es hoy incapaz de mirar hacia fuera de los muros humanos, sino que no entiende el trazado de la ciudad que habita y transita a diario. Todos nuestros actos cotidianos dependen de un acceso abundante y barato al petróleo. En un mundo en el que todos los ámbitos de la vida están cada vez más mediados por los dispositivos informáticos, la energía y los materiales que los integran y hacen funcionar se convierten en cuestión de Estado. El cambio climático, en combinación con la agricultura industrial, ponen en entredicho la superficie de tierra fértil a la que tenemos acceso y la cantidad de agua dulce que podemos utilizar. Además, tras la extensión casi incuestionada de la industria, y su mundo, cada vez hay menos cosas de las que los seres humanos y las comunidades puedan hacerse cargo de manera directa. Somos rehenes aquejados de síndrome de Estocolmo de una sociedad que se ha cerrado sobre sí misma hasta hacerse invisible.
Y todo ello, el metabolismo de nuestra sociedad y el tipo de relaciones sociales, económicas y políticas que conlleva, sigue fuera del terreno de debate. Mientras todo el mundo indaga sobre la posición exacta al respecto de Cataluña de Pedro Sánchez, nadie parece tomar el pulso de lo que implica su apuesta decidida por “la sociedad digital”, el 5G, la automatización, el desarrollo tecnocientífico. Mientras nos dejamos embaucar por la trampa de una supuesta estrategia verde contra el cambio climático, no vemos que la ministra Ribera está garantizando el mantenimiento de una dinámica especulativa que será la responsable del desarrollo de las nuevas infraestructuras de producción renovable industrial. Y que, por supuesto, no pondrá en peligro ni un céntimo de las ganancias de las grandes eléctricas como Endesa, que con el beneplácito de nuestro hasta hace poco gobierno en funciones tuvo la desfachatez de ni más ni menos que patrocinar la Cumbre por el Clima.
El cambio climático, en combinación con la agricultura industrial, ponen en entredicho la superficie de tierra fértil a la que tenemos acceso y la cantidad de agua dulce que podemos utilizar
Y no es que estas decisiones no se tomen, sino que forman parte del espacio opaco del ejercicio de un aparato de Estado que no contempla la posibilidad y necesidad de democratizarlas. Aquello que atañe a nuestro modo de vivir, a nuestra subsistencia, parece quedar una vez más fuera incluso de ese espacio de la democracia edulcorada que es el parlamento. Pero, sin embargo, esas decisiones determinarán como poco igual, sino más, nuestro futuro que aquellas relacionadas con las tasas de igualdad y redistribución que se puedan garantizar en el estrecho margen de acción que el nuevo gobierno de coalición se concede. El acceso a la energía, a los materiales, a la tierra, al agua, etc. marcarán el ritmo de las guerras del futuro como lo hacen ya con las del presente. El cambio climático hará que lo que ya conocemos como fosa común del Mediterráneo empequeñezca ante la oleada de migrantes climáticos, en cuyas filas nosotros mismos nos encontraremos. En definitiva, no romper con el marco del industrialismo extractivista y productivista que se esconde detrás de este nuevo consenso “antifascista” hace que el fascismo se acerque cada día más. Un fascismo que, por primera vez en la historia, contará con la rotundidad de un “no hay para todos” refrendado por la propia realidad material y ecológica.
Por mucho que algunos quieran convencerse de lo contrario no estamos ni en el 33 ni en el 36. El gobierno de coalición no es el Frente Popular. Ni existe tampoco en la calle un movimiento social que pueda servir de escudo y sostén ante un fracaso institucional anunciado. Es decir, de darse, dicho fracaso dará con sus huesos en tierra y se convertirá en el humus fértil en el que una sociedad mediatizada pueda virar bruscamente hacia un fascismo ahora sí descarnado. Porque, ante todo, nuestro planeta no es el del 36. El cartucho del crecimiento y el desarrollo ya se ha quemado. Vivimos en un mundo lleno que no puede permitirse la vía de escape del crecimiento/destrucción económica.
Por tanto, la mejor vacuna contra el fascismo no es nuestro voto. Éste, mientras que la escasez no se acentúe, puede convertirse a lo más en una muleta. En el garante de un espacio de acción más o menos relajado (nunca se sabe cuando uno puede acabar en la cárcel por titiritero). La mejor vacuna contra el fascismo es construir hoy un movimiento social que transforme materialmente el mundo para garantizar esa libertad material más allá del marco estrecho del asistencialismo estatal. De hecho, como mostramos en el informe “Escenarios de trabajo en la transición ecosocial”, sin una forma u otra de reducción, esperemos justa y democrática, de nuestro consumo de materiales y energía ni siquiera los objetivos de reducción de emisiones que se marcan desde la UE son factibles.
Si se pudo resistir contra el Golpe de Estado de 1936 no fue porque gobernara el Frente Nacional, sino porque existía un movimiento social fuerte y capaz de garantizar gran parte de las necesidades de la gente. Si se pudo luchar contra el fascismo fue porque, antes de nada, se pudo alimentar, vestir y alojar a los luchadores.
Hoy, más que nunca, necesitamos oponernos a los delirios tecnoutópicos de una sociedad de la información destinada o a darse de bruces con los límites metabólicos o a convertirse en el instrumento de dominación de una élite internacional y conectada. Y junto a esa lucha contra la informatización, la automatización o el 5G, necesitamos desplegar una enorme construcción política que entienda que la subsistencia es el asunto más acuciante al que nos enfrentamos dentro de los muros de la ciudad humana. Una subsistencia que, inevitablemente y más temprano que tarde, tendrá que aspirar a armonizarse con la existencia del resto de seres con los que compartimos el regalo de la vida en Gaia.
Tras meses de incertidumbre, y dos elecciones mediante, el Reino de España vuelve a tener gobierno. El tan sonado gobierno de coalición que ha vuelto a poner en boca de muchos a Negrín, Azaña, la Pasionaria, Menéndez Pelayo, las 13 rosas o el mismo Frente Nacional. El pasado martes 7 de enero parecía que, más que...
Autor >
Adrián Almazán Gómez
Profesor de filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid, licenciado en física y miembro de Ecologistas en Acción y del colectivo La Torna.
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