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Siempre me han gustado las familias raras. Tenía 22 años cuando llegué a CTXT, carrera de Periodismo recién terminada, con muchas pretensiones y prácticamente ningún contenido que las llenara. Allí en ‘El Saloncito’ (no es un eufemismo, era un salón tal cual, el de Miguel Mora y Mónica Andrade), me recibió el director de esa revista que yo acababa de descubrir siguiéndole los pasos al que había sido durante tantos años corresponsal en Roma para que me hablara de Berlusconi. Y vaya si me habló. Hora y media de entrevista. No vean qué agujetas después para transcribir aquello. Total, que Mora me dijo que estaban empezando, que volviera cuando quisiera. Y sonaba muy bien. Ahora mismo no estoy del todo segura de que lo dijera con la intención de que me lo tomara al pie de la letra, quizás simplemente fue un formalismo de esos que usan las personas educadas para quedar bien con su interlocutor (interlocutora en este caso), pero en aquel momento lo hice.
Aquel primer lugar era un salón que aunaba a periodistas con un recorrido envidiable y que tenían mucho que decir con personas que estábamos empezando y teníamos demasiado que escuchar. Pero no había despachos. Había una mesa redonda y todos nos sentábamos alrededor, bebíamos café y, los días de cierre – vale, puede que alguno más– comíamos tabletas de chocolate. Claro que volví. Volví todas las semanas, y luego buscamos junt@s una nueva redacción, una de verdad, y cambiamos puertas de sitio, pusimos un sofá, y Vanesa Jiménez, por si no nos había enseñado ya suficientes cosas en la vida, nos enseñó bricolaje sin despeinarse siquiera. Y en este segundo sitio tampoco hubo despachos, aunque teníamos mucho más espacio que antes. Y luego, hace poco, nos volvimos a mudar al Taller de CTXT, al lado de mi casa, valga la redundancia, y aquí estoy, y tampoco hay despachos. Nunca los ha habido.
Nos sentamos siempre viéndonos las caras, aunque a veces nos concentremos tanto que nos ensimismemos leyendo detrás del ordenador, corrigiendo palabras para que nuestros lectores y lectoras se lo encuentren todo siempre lo más interesante y bonito posible. Y hablamos, debatimos y, sobre todo, nos escuchamos todo el rato. En mitad del barullo que pueden provocar una decena de periodistas hablando he visto a Mónica Andrade corregir textos que bien podrían ser un capítulo completo de una tesis doctoral, a Willy Veleta editar uno de sus vídeos en el sofá, a Guillem Martínez –nuestro must– escribir una de sus inteligentes crónicas, tan concentrado que estoy segura de que en su cabeza escuchaba Gloria de Vivaldi mientras tecleaba, y a mis compañeras hablando sobre lo irónico que es lo nuevo de Gerardo Tecé o los debates feministas que nos hace siempre plantearnos Nuria Alabao.
Qué familia más extraña la de CTXT, que pudiendo elegir escoge la opción de sentarse a la mesa tod@s junt@s, como en una cena de Navidad pero sin el cuñado de turno.
Siempre me han gustado las familias raras. Tenía 22 años cuando llegué a CTXT, carrera de Periodismo recién terminada, con muchas pretensiones y prácticamente ningún contenido que las llenara. Allí en ‘El Saloncito’ (no es un eufemismo, era un salón tal cual, el de Miguel Mora y Mónica Andrade), me recibió el...
Autor >
Marina Lobo
Periodista, aunque en mi casa siempre me han dicho que soy un poco payasina. Soy de León, escucho trap y dicen que soy guapa para no ser votante de Ciudadanos.
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