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En aquel pueblo que dejó de ser un pueblo y, rápidamente, pasó a ser un suburbio densamente poblado, pasó algo que nunca había pasado, y que nadie supo cómo encajar. Un tonto. Un tonto de pueblo. Un tonto de pueblo sin pueblo, pero con suburbio. Esto es, un tonto a quien nadie conocía, de quien nadie sabía nada y cuya locura, por tanto, no culminaba ninguna biografía, no confirmaba ni negaba nada, ni ofrecía explicación alguna. Por todo ello, su presencia no hablaba del mundo, sino que ilustraba un mundo incomprensible, a través de una nueva pieza que no encajaba. Como el caos, aparecía de pronto en la acera, aterrorizando a los adultos, que no sabían su nombre, por lo que no podían pronunciarlo, tocarle la espalda y darle algún consejo tranquilizador, que es lo que se hacía con los tontos cuando tenían nombre, vida, y una madre muerta, una enfermedad, una tragedia que todo el mundo conocía y temía familiar y próxima. Aparecía también entre los niños, interrumpiendo el partido de fútbol en plena calle, y haciendo lo que hacía siempre. Muy poca cosa, pero constante y repetitiva. Litúrgica. Transportaba, arrastrándolo, un arbusto de laurel, arrancado por la raíz con una fuerza necesariamente asombrosa. Y, a paso lento, se aproximaba a cada uno de nosotros, y nos ofrecía una hoja de laurel, mientras nos decía algo, con voz suave e inteligente, en una lengua que no existía. Al ofrecerla, nos miraba a los ojos, y modulaba una sonrisa copada por la bondad. Algunos amigos se reían de él. Él, como una divinidad antigua, parecía no entender la risa ni el insulto, esa humanidad. Otros, se apartaban, con miedo. Yo permanecía quieto, y aceptaba su hoja de laurel, profundamente apenado. Mientras me la entregaba, en su lengua incomprensible me daba una explicación certera, casi unas instrucciones, acerca de su regalo. Paralizado, conmovido, no podía moverme, hasta que daba por entregado su regalo, miraba hacia otro sitio y se iba. Recuerdo que una vez le expliqué todo eso a mamá. Al acabar, empecé a llorar. Mi madre me abrazó y me dijo que no pasaba nada. Que hay personas que se rompen. Me preguntó si llevaba alguna hoja de laurel encima. Saqué docenas del bolsillo de mi bata. Las miró impresionada, como si comprendiera mi dolor. Luego, me sonrió. Las lavó. Las echó a una cazuela. Nos las comimos. En la comida, mientras todo el mundo bromeaba, mi madre me guiñó un ojo. Y yo me sentí reconfortado. Echo de menos a mamá. Rota, desaparecida. Pienso mucho en ella. Y, en ocasiones, en el tonto sin nombre, biografía, ni lengua. Sé que era un hombre roto, sin explicación y que, por tanto, no explicaba nada. Pero a veces todo encaja mejor si pienso que, en efecto, era una divinidad antigua. Que al darme su laurel, en su lengua muerta me dijo memento mori y un mensaje, y en sus instrucciones dilatadas me dijo toma, dale esto a mamá, ella sabrá lo que significa. No te esfuerces en comprenderlo. Eres aún un niño.
En aquel pueblo que dejó de ser un pueblo y, rápidamente, pasó a ser un suburbio densamente poblado, pasó algo que nunca había pasado, y que nadie supo cómo encajar. Un tonto. Un tonto de pueblo. Un tonto de pueblo sin pueblo, pero con suburbio. Esto es, un tonto a quien nadie conocía, de quien nadie...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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