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Una obra maestra es una cualidad automática que se entiende al instante de verla. Es decir, no se entiende. Queda incorporada y crece contigo. El sentido que adquiere en tu cabeza no es otro que tu sentido. Una vida sin sentido carece de toda esa convulsión. Una vida sin sentido no se diferencia, no obstante, de otras vidas, pues todas copan la cabeza con convulsiones que la devoran. Quizás, simplemente, la devoran de otra forma y con otros objetos. Devora, en fin y con diversa intensidad y brutalidad, el viento y el hambre. Estas líneas las he empezado a escribir para hablar de una obra maestra. Le Pèlerinage à l'île de Cythère, de Watteau. El cuadro ha adquirido una doble importancia en mi cabeza, desde que lo descubrí, antes de la veintena. Dibuja, en primer lugar, unas arrugas en el cerebro antiguas y efervescentes, que en el momento de pintarse eran jóvenes e inauditas, como la primera gota de agua en el mundo. Con el cuadro de Watteau se fija un género, el de “la escena galante”. Se trata de jeroglíficos, cuyos significados se han perdido, en tanto que las personas, de ambos sexos, que velaban por esos significados, desaparecieron. Eran los usuarios del libertinaje, una ola de libertad que sacudió el siglo XVIII. Esa ola fijó, creo, gran parte del concepto de libertad tal y como lo percibimos hoy en los escasos momentos en los que se produce –la libertad, en fin, no es un continuo; son explosiones–. Es la libertad que sólo existe con el otro y que deja de existir sin el otro. Esa ola cruzó el XVIII, desde que quedó codificada en ese cuadro, y de alguna manera desemboca en un imprevisto no calculado: la Revolución Francesa. Muy íntimamente, el libertinaje prefigura también las zonas más brillantes de esa explosión de libertad, en ese momento y posteriormente. Lo libertario. O, al menos, acaricia la biografía de Willian Godwin, el autor de Disquisición sobre la justicia política y su influencia en la virtud de la gente, el primer libro anarquista contemporáneo. Casado con Mary Wollstonecraff, una radical pionera del feminismo, educó a su hija en el culto de la libertad personal. En el tiempo apellidada Shelley, Mary es la autora de Frankenstein, esa otra llamarada de libertad personal que atraviesa otro siglo, el XIX. Frankenstein, recuerden, es algo parecido a un hombre –un muerto–, que viola todas las leyes –al violar las naturales–, y que enloquece por la ausencia del otro.
En segundo lugar –he empezado estas líneas para hablar de ese segundo lugar–, el cuadro ilustra un hecho que tan solo ahora descubro. Si lo observan de derecha a izquierda, verán diversas parejas, que ganan progresivamente dinamismo, y que se dirigen a un barco, que les llevará al templo de Venus, en Citera. Pero en realidad, hoy lo sé, no son varias parejas. Es el movimiento de una sola a través del tiempo. Faltan más movimientos y etapas. Se reservan para el arribo a Citera. Y para su vuelta. Algunos son monstruosos, como la enfermedad, la muerte, los gritos o, simplemente, el desinterés. Como sucede con las obras maestras, no es necesario aludir a ellas, no es necesario explicarlo todo. Se puede pensar que Watteau inventa el cine. Pero esto no es una toma. Es una vida. Lo sabes cuando, sin comprender todas esas fases, como siempre, las reconoces. Te acompañan. Sabes que has estado ahí.
Una obra maestra es una cualidad automática que se entiende al instante de verla. Es decir, no se entiende. Queda incorporada y crece contigo. El sentido que adquiere en tu cabeza no es otro que tu sentido. Una vida sin sentido carece de toda esa convulsión. Una vida sin sentido no se diferencia, no...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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