El fin del arte
Los relatos muertos de un flamenco vivo
Sobre algunas maneras de morir y otras tantas de revivir
Enrique Fuenteblanca 29/02/2020
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Han pasado más de treinta años desde que Arthur C. Danto postuló la muerte del arte y más de setenta desde que Kojève retomó la idea hegeliana del fin de la historia que populizaría Fukuyama. No hace menos tiempo desde que se dijo lo mismo del flamenco. Conocido es que Lorca y Falla organizaron en 1922 el Concurso de Cante Jondo de Granada con el fin último de recuperar los cantes jondos y la negrura esencial del flamenco que veían desaparecer. El lugar común de todas estas rotundas afirmaciones es la idea que subyace bajo ellas: en realidad, el fin o muerte que se enuncia no es el de la práctica artística, histórica o flamenca, sino el del relato hegemónico que las había legitimado hasta el momento.
Algunas veces la muerte o el fin del relato se ha contemplado con ánimos optimistas. Para Marx y Engels, el fin de la historia se correspondía con el fin de la lucha de clases y la emancipación final del individuo. No obstante, la visión más extendida en la historia del flamenco, es decir, la visión lorquiana de la pérdida de lo jondo, o su versión más actual en términos de la desaparición de la pureza, destaca por su pesimismo melancólico. No es este el caso de artistas como Pedro G. Romero o Israel Galván, dedicados a la exploración de la expresión flamenca vinculándola a las prácticas artísticas contemporáneas. Tampoco lo fue en su momento el de Francisco Moreno Galván, Paco de Lucía, Camarón, Morente y una larga lista de flamencos cuyo final no llega hasta la actualidad. En un momento en el que el futuro del flamenco parece más incierto que nunca, resulta necesario tomar posición. Lejos de proclamar de nuevo la muerte del flamenco, mi intención es plantear una pregunta: ¿hacia dónde nos dirigimos? O lo que es más importante aún: ¿hacia dónde queremos dirigirnos?
Sin duda, algo ha cambiado en el relato flamenco o, mejor dicho, en los relatos históricos del flamenco. Hoy en día resulta casi impensable la conformación de nuevos palos. Si el patrimonio lírico que compone este arte se remonta a muchos siglos atrás, los palos, tal y como los conocemos en la actualidad, provendrían de los siglos XVIII y XIX mayoritariamente. Las condiciones de aislamiento cultural de las localidades bajo-andaluzas permitían que se produjese un proceso de decantación resultante en la rica variedad de estilos y palos que conocemos (solo hablando de fandangos locales nos referimos a cientos de variantes con rasgos diferenciados). Es especialmente el pueblo gitano y su relación con las formas de vida nómada-comerciales el agente de movilización e hibridación que permite la singular riqueza estilística que posee. En la cultura del mundo globalizado, estos sistemas de conformación de estilos se han perdido casi por completo. Cuando alguien se llena la boca con palabras como integración social refiriéndose al pueblo gitano, también habla de la transformación radical de sus modos de vida. Sin embargo, no se trata solo de esto.
Basta con asomarse a la calle o dar un paseo por el barrio sevillano de Triana o La Plazuela en Jerez. Las calles han cambiado. Ya no hay corralas de vecinos ni fraguas con olor a flamenco. Hoy en día, los espacios naturales son la última forma de separación entre el hombre y aquello a lo que el flamenco le cantaba. Pero mi intención no es lamentar la pérdida que esto supone. Más bien se trata de señalar que ese contexto en el que nacen las formas flamencas se ha modificado de forma innegable y que esto conlleva una transformación del sentir de la época y de sus expresiones artísticas. Es más, en tiempos de Lorca ya era difícil pensar en la creación de nuevos palos. Por supuesto, el gusto de la época llevaría al público a la predilección de unos estilos u otros, de la jondura a la fiesta. También las condiciones socioeconómicas transformaron el contexto flamenco propiciando, durante los años 20, el paso del café cantante a la ópera flamenca (de lo familiar a la escenografía, un elemento imprescindible en las prácticas flamencas contemporáneas). Ya sabemos que el régimen franquista vampirizó el flamenco empujándolo hacia un nacional flamenquismo de folclores vacíos. Todas estas transformaciones construyeron el relato histórico del flamenco, cuyas prácticas, más que muertas, pertenecen a una cultura orgánica sujeta a los procesos de transformación del paradigma cultural de cada época.
Los historiadores gaditanos Francisco Dodero Martín y Gabriel Romero Rubio consideran que la etapa de conformación de los palos sería la del pre-flamenco, seguida de la del cante jondo, el flamenco, lo aflamencado y, por último, el flamenco fusión. El relato flamenco que hoy consideramos original ha podido acabar. Por supuesto, resultaría reduccionista hablar de un estado estático y cerrado del arte flamenco. Es cierto que las líneas más características del flamenco actual destacan por su hibridación. En la música encontramos numerosos ejemplos de flamenco-jazz, flamenco-latin, flamenco-pop o flamenco-electrónico, por citar algunos ejemplos. No obstante, sigue habiendo una importantísima corriente flamenca que aboga por la interpretación de los cantes jondos y la búsqueda de la pureza estilística, representada principalmente por los certámenes y concursos. Además encontramos a grandes artistas que, capaces de innovar y fusionar el cante y el baile flamenco, se esfuerzan por depurar y desarrollar matices estilísticos propios de la interpretación clásica.
El flamenco sabrá llorarse a sí mismo. Lo que realmente puede resultar de interés es la búsqueda de prácticas que sirvan para dar lugar a nuevas formas de flamenco vivo
No es de extrañar que el momento artístico definido por la búsqueda de la máxima expresión a través de los medios puros, es decir, la mayor parte del arte moderno y de las primeras vanguardias, coincida con el momento de máximo rigor interpretativo del flamenco. Podríamos situar este periodo en los años que rodean al Concurso de Cante Jondo de Granada, que protagonizan artistas como Antonio Chacón, La Niña de los Peines, Manolo Caracol, Manuel Vallejo, Pepe Marchena, Carmen Amaya o Manuel Torres. Tampoco resulta extraño que durante los últimos treinta años del siglo XX, caracterizados por las prácticas de arte postmodernas como etapa intermedia entre el período moderno y contemporáneo, destacaran artistas revolucionarios del flamenco como fueron Enrique Morente o Camarón. La leyenda del tiempo (1979) y Omega (1996), obras magnas del nuevo flamenco, se caracterizan por su carácter innovador y por la apertura estilística a diferentes estilos e instrumentos musicales. Como diría Jameson, estos cambios parecen obedecer a la lógica cultural del capitalismo avanzado, el mundo globalizado y el pastiche o amalgama cultural. Es más, seguramente también haya acabado el relato del flamenco fusión que, como pasó con el coetáneo relato posmoderno, se vaticinó muerto desde el principio. Ya Paco de Lucía expresó su contrariedad con el término flamenco fusión, aduciendo que prefería hablar de flamenco de encuentro.
El inicio de las prácticas multidisciplinares en el baile, las nuevas concepciones escenográficas y performativas de Israel Galván o Rocío Molina, la sustitución y experimentación instrumental del flamenco-jazz o el flamenco electrónico, o la entrada del flamenco en la institución arte de la mano de artistas como Pedro G. Romero o Rafael Canogar: todos estos ejemplos parecen muestras del inicio de una nueva forma de flamenco contemporáneo que se ve influenciado por las prácticas artísticas hegemónicas de la actualidad. También podemos encontrar ejemplos recientes de trabajos musicales cuyos rasgos estéticos se ven claramente influenciados por la música de producción digital o home studio, relacionada con los paradigmas culturales del mundo post-digital. Un ejemplo de esto es el magnífico álbum Hodierno de David Lagos o los trabajos del colectivo sevillano Califato ¾ (Puerta de la Cânne), ambos publicados en 2019.
Todo esto abre nuevos debates y cuestiones acerca del estado actual del flamenco y la labor que las instituciones culturales deben desarrollar con respecto a él. Una de estas cuestiones, repetida hasta la saciedad, es la del problema de apropiación cultural y la compleja realidad que se oculta tras ella. El flamenco ha sido, a lo largo del tiempo, un relato alternativo propio del pueblo gitano y de las clases lumpen-proletarias de ciertas regiones de España. Personas a menudo despojadas de su historia, perseguidas y criminalizadas por los sistemas hegemónicos de poder. El flamenco, siempre unido al hambre, el grito y la protesta, no parece representar más a aquellos que lo han cultivado a lo largo de los siglos, algo que no suele importar a las instituciones políticas, culturales y económicas que hacen un uso indiscriminado del mismo. Además, el arte flamenco está siendo absorbido por el circuito comercial de la industria musical, modificando sus contextos y ecosistemas históricos. Frecuentemente sucede que, para comprender un evento flamenco determinado, es necesario acudir al elenco de productores, distribuidoras, directores de arte, críticos e interesados de una forma u otra en el mismo. El cante solo, en la casa o durante las horas de trabajo, cada vez tiene menos espacio y esto afecta sin ningún lugar a dudas a la naturaleza formal del mismo.
Repito: no hay nada más alejado de mi intención que dejarme llevar por la nostalgia. El flamenco sabrá, mejor que nadie, llorarse a sí mismo. La vuelta atrás no parece más una opción. Lo que realmente puede resultar de interés es la búsqueda de prácticas del arte flamenco que sirvan para dar lugar a nuevas formas de flamenco vivo. La ilimitada riqueza formal del flamenco y su carácter mestizo y aperturista sirve, al igual que ha servido en otros momentos históricos, para adaptarse a nuevos paradigmas culturales y para establecer relatos contra-hegemónicos que desafíen y resistan frente a los mecanismos de jerarquización cultural.
La práctica flamenca no ha muerto. Quizás su presencia sea más grande que nunca. Hace mucho tiempo que el flamenco nos sorprende en los lugares más distantes de nuestros mapas. Mientras el flamenco se expande, las letras de Rocío Márquez cantan a la ecología y a la vida cotidiana de nuestro mundo, a ratos bello y a ratos esquizofrénico. El historiador del arte Didi Huberman describe el zapateo de Galván como una llamada a la tierra. En mitad de las concentraciones por el Día de la Mujer, un quejío irrumpe con la jondura de una historia de siglos de protesta. Todo esto acontece en un nuevo relato del flamenco mientras nosotros buscamos las formas de darle nombre y, entre tanto, voces jóvenes como la de María José Llergo o ya maduras como la de Mauricio Sotelo (al que José María Velázquez-Gaztelu llama “el nuevo Falla”) exploran formas innovadoras de las prácticas flamencas. El flamenco será. Será en la calle, en el museo, en el teatro o en las chabolas que habitan las periferias de la ciudad genérica. Será allá donde perdure el cante y, mientras esto sucede, nuestra labor es la de cuidarlo.
Han pasado más de treinta años desde que Arthur C. Danto postuló la muerte del arte y más de setenta desde que Kojève retomó la idea hegeliana del fin de la historia que populizaría Fukuyama. No hace menos tiempo desde que se dijo lo mismo del flamenco. Conocido es que Lorca y Falla organizaron en 1922 el...
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Enrique Fuenteblanca
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