En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Miro a mi hijo. Yo era como él lo es ahora. Bello, desgarbado, inmortal. Una energía brutal e imparable, de una naturaleza tan escasa que tal vez no sea humana. O lo sea solo por poco tiempo. Me recuerdo saliendo así del bosque. Ella y yo con el cabello aún enredado y repleto de hojas, abrazados, caminando entre los cilindros de sol que atravesaban la espesura. Desde el carro de Apolo, un dios nos miraba brevemente. Pensaba, erróneamente, que el mundo era el mismo que vio la última vez, hace miles de años, por lo que no nos daba importancia. Por el camino hasta la ciudad nos encontrábamos con otros como nosotros, que iban hacia la selva. Algunos a comerse las bocas y a hacer saltar, violentamente, al hijo del centro de la Tierra, que es el placer cuando deja de ser calculable. Otros, con otros dioses, otro destino y otra muerte sobre sus hombros, a inyectarse un placer aún más intenso y definitivo. Algunos de ellos no volvían del bosque. O volvían cada vez menos. Todos nos saludábamos con una sonrisa. Éramos inocentes en nuestra energía imparable. Y valientes y camaradas unidos en fratría. Queríamos algo y lo cogíamos. La valentía es poco más que eso. Es, pues, algo sencillo. La cobardía, en contrapartida, es complicada, barroca, magnética. Requiere un esfuerzo mayor y constante. De esos caminos de vuelta recuerdo la plenitud. La plenitud es un paso del tiempo distinto. Consistía, o al menos era uno de sus ingredientes más densos, en saber que no teníamos nada. Apenas éramos, por lo que apenas teníamos. Éramos, de esta manera, absolutamente nosotros. Lo que acabábamos de robar al mundo había sido, y esa era la prueba, un robo limpio. Ella y yo, simplemente, habíamos sido ella y yo, y no ningún atributo, metal, o trampa. He intentado mantener esa nada valiosa desde entonces. La verdad es que no me ha costado nada. Por lo que eso no ha supuesto un triunfo. Sino nada. No tengo nada. Desplazarme a otra ciudad es sólo coger una bolsa. Nada. Cuando vuelvo del bosque –que ya no es un bosque–, lo hago sin nada. He intentado distanciarme de los objetos, de manera que no me formulan, y en el bosque nadie puede sospechar que soy una serie de piezas valiosas, y no nada. Nada ha sido muy poco que ofrecer. Ha sido, exactamente, nada. Nada ha sido el éxito profundo de cada partida. Y su fracaso. Fracasar por nada es, en todo caso, muy poco. Nada. Dejo de escribir esto y miro a mi hijo. Bello, desgarbado, inmortal. Tal vez nunca sea más él mismo como en estos segundos que le miro. Y me pregunto si mi nada será suficiente para él. Si será él quien se contente con nada.
Miro a mi hijo. Yo era como él lo es ahora. Bello, desgarbado, inmortal. Una energía brutal e imparable, de una naturaleza tan escasa que tal vez no sea humana. O lo sea solo por poco tiempo. Me recuerdo saliendo así del bosque. Ella y yo con el cabello aún enredado y repleto de hojas, abrazados,...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí