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Un día mi padre estaba hablando con su padre. Era una conversación trivial, pero en ella mi padre se dio cuenta, de repente, de que mi abuelo había perdido la razón. Sintió, me dijo, un escalofrío en la espalda. Algo parecido al terror, esa sensación de ver un fantasma conocido. Mi abuelo era muy viejo. Tanto que era antiguo, lejano para nosotros, los niños. Hablábamos la misma lengua, pero la suya aludía a otro mundo, como le sucede a las estatuas. Había vivido en dos continentes, y se podría decir de él que era un aventurero, si bien a los aventureros no les pasan las aventuras por encima, atropellándoles. O sí. No lo sé. Antes de ser un hombre hermético y, luego, demenciado, había sido otros hombres que no llegué a conocer. Se crió en varios países. En el primero de ellos hacía poco que se había acabado la esclavitud. Tan poco que era un recuerdo vivido. Un paisaje cotidiano, como el pan o el sol. Cada noche, por tanto, el propietario de la plantación encerraba con llave, en su propia casa, a mi abuelo y a su familia, y dejaba sueltos unos perros gigantescos, para evitar su fuga. Mi abuelo, un niño, se escapó de allí burlando a los hombres y a los perros, con su familia, cuyos nombres desconozco. Eran más de 20 personas. Estuvieron caminando, grandes y pequeños, toda la noche, hasta llegar a donde se sintieron seguros. Durmieron bajo un mango, esa escultura barroca. A mi abuelo le despertó el amanecer y un ruido extraño. Miró al cielo y vio un prodigio inaudito. Un aparato volador. Supongo que uno de los primeros aparatos, ruidosos y poco estables, de Santos-Dumont. En ese punto, mirando un aparato inestable, inauguró su biografía. Al menos, la que pudo elegir. Dejó de ser una mercancía y pasó a ser un hombre libre. Aprendió a escribir, perteneció a una sociedad secreta, creyó en el socialismo. Y gestionó su libertad con altibajos, muy hondos. La libertad, la capacidad de elaborar mapas sorprendentes, pero también el dolor de no encontrar el tesoro, es la contrapartida a dejar de ser una mercancía. La libertad es inestabilidad, no así su contrario. A veces, acuciado por la inestabilidad, miro al cielo, y me imagino siendo un niño antiguo, que ve un aparato volador precario, y siento una apoteosis de libertad que no es mía, pero que es una suerte de semilla de la mía. La idea lejana de haber vencido a las reglas, de manera que somos, si lo queremos, nuestra rebeldía frente a todo lo que las reglas pretendieron sellar. Por eso, la primera vez que, hace años, en mi propia casa, escuché que me vociferaban las reglas, que yo no era mi enfrentamiento a las reglas, sino mi fracaso ante ellas, que no era una mercancía estable, sentí un escalofrío en la espalda. Algo parecido al terror, ese fantasma conocido. Ese fantasma era mi abuelo huyendo. Le vi. Era un niño inmortal y feliz, llevando en sus brazos a un hermano, en la noche, a través de la selva. Y comprendí que su libertad no consistió tanto en escapar de donde no la había, como en no cerrar la puerta, cada noche. Pues comprendí también que, en cierta manera, eran él y su familia quienes, cada noche, cerraban la puerta y soltaban los perros. Vi en él, en fin, una valentía desmesurada y silenciosa, mayor que la huida. Despreciar la llave. Al mismo tiempo supe que no escaparon todos. Alguien quedó allí, con la llave, con las reglas, con la estabilidad, gritándoles su fracaso.
Un día mi padre estaba hablando con su padre. Era una conversación trivial, pero en ella mi padre se dio cuenta, de repente, de que mi abuelo había perdido la razón. Sintió, me dijo, un escalofrío en la espalda. Algo parecido al terror, esa sensación de ver un fantasma conocido. Mi abuelo era muy viejo. Tanto que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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