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El sábado por la mañana acudí a un acto fallido por incomparecencia del respetable, la presentación de un libro que a mí me parecía muy interesante, pero se ve que al resto del mundo pues no. Los organizadores, es un decir, del evento le echaban la culpa al coronavirus, que para eso sí sirve, pero yo me quedé con la impresión de que confiaron demasiado en su capacidad de convocatoria virtual. En cualquier caso, en el sitio había libros, muchos libros. Cogí uno al azar. Uno de Svetlana Aleksiévich, que fue premio Nobel hace unos años, gracias a lo que cayó en mis manos lo único suyo que he leído, Voces de Chernóbil. Ser pobre como una rata ha determinado que mi programa de lecturas venga diseñado por el azar, con muy poca capacidad de intervención por mi parte. Si no le llegan a dar el Nobel nunca habría leído a Naipaul, por ejemplo. La gente se compra el libro y luego te lo presta. Y después tú lo devuelves, se supone (juro, Paz, que te devolveré Crítica de la víctima algún día). Una amiga muy especial que tuve, que ya murió hace años, se había propuesto leer en español (su lengua materna era el neerlandés) Cien años de soledad. Pero alguien le dijo que mientras su español se iba haciendo fuerte podía ir leyendo a Salman Rushdie, que compartía con Gabo, siempre según este alguien, un cierto aire de realismo mágico. Y así llegó Rushdie a mi programa precario-aleatorio de lectura. Pero volvamos a Aleksiévich. El libro que mis dedos eligieron, Últimos testigos, hablaba de las experiencias de personas que fueron niñas o niños durante la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra Patria, en la Unión Soviética. Pude leer solo dos páginas, porque el llanto convulsivo que se apoderó de mí no era para estar compartiéndolo en público con gente desconocida. O yo tengo un trauma infantil, que todo puede ser, o esas dos primeras páginas podrían ser utilizadas como test para responsables políticos: alguien que no rompa a llorar desconsoladamente tras leer eso no tiene la empatía mínima exigible para ocuparse de asuntos que atañan a la economía, la educación, la sanidad, ni nada.
El libro tiene “en lugar de prefacio… una cita” de una revista de 1985 que informaba sobre las víctimas infantiles de la guerra y una pregunta autocontestada de Dostoievski: “¿Puede haber lugar para la absolución de nuestro mundo, para nuestra felicidad o para la armonía eterna, si para conseguirlo, para consolidar esta base, se derrama una sola lágrima de un niño inocente? No. Ningún progreso, ninguna revolución justifica esa lágrima. Tampoco una guerra. Siempre pesará más una sola lágrima”.
Lacrimógenos eran los gases europeos, la cabra tira al monte, en la frontera entre Grecia y Turquía, que hicieron llorar a las niñas de la revolución neoliberal. Los neonazis en eso son más de fiar que los neoliberales, porque en demasiadas circunstancias estos últimos resultan no ser liberales. Los neonazis, en cambio, siempre son nazis. Grecia suspende el derecho de asilo durante un mes. Hungría sine die. Si los titulares de los derechos humanos son los seres humanos, ¿cómo puede arrogarse un Estado la potestad de suspenderlos, con el apoyo presencial de los líderes de la Unión? ¿Acaso los Estados son los titulares de los seres humanos? Recientemente, en una entrevista, un pez gordo del Partido Popular Europeo justificaba la mano izquierda que gastan con el Fidesz de Orban porque es la forma de retenerle en cierta ortodoxia neoliberal y que no se pase a las filas de la extrema derecha sin complejos y les descuadre el balance en la UE. Como estrategia la veo regular.
Vemos ahora a gente neonazi que se desplaza a cosa hecha a territorios lejanos a apalear a personas refugiadas, y que encima se quejan cuando los antifascistas les apalean a ellos, habrase visto. Esto representa la ruptura de la delicada membrana que separa las sociedades desiguales, imperfectas y mejorables de la barbarie desatada, el infierno y la locura colectiva. Estar contra la inmigración ilegal es como estar contra los huracanes, pero ir a pegar a la gente que se ve forzada a huir del horror porque estás en contra de la inmigración es como ir a talar los bosques porque estás en contra de los incendios, más o menos. Como ir a pegar a las putas porque estás en contra de la prostitución.
Lo que me pregunto es cómo va la Unión Europea ahora a afear a, qué sé yo, el gobierno venezolano (porque los de Honduras, Bolivia o Chile no existen, parece ser) que no está respetando los derechos humanos. ¡Es un escándalo! ¡He descubierto que en este lugar se juega!
El sábado por la mañana acudí a un acto fallido por incomparecencia del respetable, la presentación de un libro que a mí me parecía muy interesante, pero se ve que al resto del mundo pues no. Los organizadores, es un decir, del evento le echaban la culpa al coronavirus, que para eso sí sirve, pero yo me quedé con...
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Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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