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Quizás, el vocabulario quedó completo cuando nació la palabra fuego. Esa palabra, fascinante en todas las lenguas latinas, es un pálido eco de su palabra original. Se sabe que la palabra anterior, en sánscrito, ya no alude al fuego, sino que asume la propuesta de una lengua más antigua, tal vez la primera lengua indoeuropea, su primer tronco. Hollín. El fuego era sagrado, por lo que no era concebible nombrarlo. Se nombraba, por tanto, a su sombra, a su huella. Al hollín. Hollín, palabra con la que, sin saberlo, aludimos al fuego, es el origen de la poesía, de lo abstracto. La palabra fuego es, por tanto, un salto en la Humanidad inaudito. A pesar de ello hemos inventado nuevas palabras. Aluden a nuevos objetos, o nuevos fenómenos, o al ingenio. Las nuevas palabras, no obstante, no siempre vienen a tiempo. La palabra inteligencia, por ejemplo, no existió, jamás se utilizó en el Siglo de Oro, en el que tal vez se dijo todo y con mayor inteligencia. O discreción, como hubieran dicho ellos. Estas líneas, en todo caso, las he empezado a escribir para hablar de una palabra también fascinante, que tampoco llegó a tiempo. Llegó muy tarde, en el siglo IV. Se trata de la palabra persona. Persona viene del latín persona. A su vez, del griego prósopon. Su periplo, distinto al fuego, también es poético. Alude, lo dicho, a persona. Esto es, a la máscara de barro que llevaban los actores clásicos. Eran hombres, pero gracias a la persona podían ser mujeres, jóvenes, viejos, esclavos, héroes, dioses. La palabra –útil, hablaba de una substancia que unía palabras como hombre, mujer, niño, niña, y los separaba de los animales– no tardó en caer sobre el mundo como la lluvia, de manera que una persona dejó de ser una máscara, y pasó a ser una persona, una esencia en la que nos reconocemos. También es el individuo al que no conocemos. Cuando lo conocemos es otra cosa. Su nombre. Una vez conocí una persona de un país lejano cuyo nombre, traducido, era Fuego.
Pienso en ello cuando veo, por la calle, estos días, personas con máscaras. Personas con personae. Son personae distintas a las clásicas. Tapan la boca, pero dejan libres los ojos. No sirven para plasmar diversos caracteres humanos, sino solo uno, diría. Ese carácter es perceptible en los ojos, que te miran como un peligro, como un enemigo. Hay en esos ojos fuego. Es decir, hollín. Si eso es así, sería deseable quitarse la persona, y ponerse solo una máscara. O la palabra persona, que llegó tarde, marchará pronto. Perderá el interés de la palabra fuego, ese otro objeto que podrías mirar por horas.
Quizás, el vocabulario quedó completo cuando nació la palabra fuego. Esa palabra, fascinante en todas las lenguas latinas, es un pálido eco de su palabra original. Se sabe que la palabra anterior, en sánscrito, ya no alude al fuego, sino que asume la propuesta de una lengua más antigua, tal vez la...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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