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En aquellos tiempos siempre estábamos en la iglesia, que a su vez estaba siempre ocupada. El Mossèn pedía a los obreros, tan sólo, que cuando hubiera misa, se concentraran en un punto discreto y no hicieran ruido. También les invitaba, cada día, a participar en la misa. Pero nadie participaba. Había, no obstante, cierto respeto y cierta admiración entre el Mossèn y los ocupantes, que nunca se traducía en palabras. A los niños, por otra parte, no se nos pedía nada. Lo que era una situación sin precedentes. No nos dejaban quedar a dormir, pero en contrapartida nos dejaban todo lo demás. Como correr entre los bancos, gritar, jugar. Nos sentíamos felices e importantes en el camino a la iglesia, transportando bolsas con cosas importantes, como bocadillos. Yo me hice amigo de una niña de mi edad. Teníamos la misma piel, los mismos ojos, el mismo cabello. Tal vez, hacía miles de años que éramos iguales. Jugábamos juntos. A perseguirnos, creo. Y a escondernos. No había mucho donde esconderse. La iglesia, como todas las de la zona, había sido quemada por nuestros abuelos. Recuerdo sus calcetines blancos saltando frente a mí, mientras la perseguía. Algo así, un reclamo intermitente e irresistible, deben ver las fieras cuando persiguen una gacela, y olvidan de repente por qué la persiguen, pero no pueden parar. En ese trance deben reír a gritos, como nosotros lo hacíamos. De alguna manera, pensaba que aquella felicidad –el respeto silencioso, los bocadillos, la ausencia de horarios, jugar, perseguir, reír a gritos–, debía ser el socialismo del que hablaban los adultos. Y que, en efecto, era más sencillo que cualquier otra cosa que habíamos hecho en nuestra vida. No veo a aquella niña desde entonces. Hace un par de semanas la vi. Nos reconocimos al instante. Creo que nunca habíamos abrazado a nadie como nos abrazamos. Como niños, esos seres que nunca se abrazan. Llevaba bolso, carpeta y esas medias negras que les gusta llevar a las abogadas. Hablamos del pasado. De aquella iglesia. De lo mal que acabó todo. Mucho peor de lo esperado. De cómo el Mossén, un buen hombre, hoy muerto, se interpuso a la policía. De la factura pagada. Luego me explicó que tenía dos hijos. Y que, hacía escasas horas, acababa de presentar en un juzgado un ERE para 200 personas. Se produjo un silencio, y su voz se entrecortó. Yo ocupé esos segundos de silencio en recordarla perseguida, frente a mí, a escasos metros. Supongo que ella también. Dijo: “Sí, aquello, lo de la iglesia, acabó peor de lo esperado”.
En aquellos tiempos siempre estábamos en la iglesia, que a su vez estaba siempre ocupada. El Mossèn pedía a los obreros, tan sólo, que cuando hubiera misa, se concentraran en un punto discreto y no hicieran ruido. También les invitaba, cada día, a participar en la misa. Pero nadie participaba. Había, no...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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