LITERATURA
El corazón de un escritor está en su obra juvenil
Tras ganar el Premio Jaén de Novela Juvenil, el autor reflexiona sobre su relación con este género literario
Álvaro Colomer 17/04/2020
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En cierta ocasión, mientras conducía por la autopista, Roald Dahl tuvo una idea para un cuento: un hombre que se quedaba atrapado en el ascensor de un edificio vacío. El argumento prometía, podía sacarle punta, seguro que alguna revista pagaría un buen dinero. Pero el escritor era consciente de que la memoria es escasa y, en vez de esperar a llegar a casa, quiso anotar la ocurrencia en una libreta. Detuvo el coche en el arcén, buscó papel y lápiz, hurgó en los bolsillos, en la guantera y hasta debajo de los asientos. Pero no encontró ningún útil de escritura. Rodeó el vehículo algo nervioso, abrió el maletero y revisó la caja de herramientas, donde tampoco localizó nada con lo que fijar el apunte. Y ya se estaba desesperando cuando, al cerrar el portón trasero, reparó en que la chapa del coche estaba cubierta de polvo. “Con un dedo escribí [sobre la suciedad] una sola palabra: ASCENSOR”, cuenta en el relato autobiográfico Racha de suerte. Cómo me hice escritor, incluido en la antología Historias extraordinarias (Anagrama, 2006). “Con eso hubo suficiente. En cuanto llegué a casa me fui directamente a mi estudio y escribí la idea en una vieja libreta escolar de tapas rojas que lleva sólo el título de Relatos”.
Hace algo más de un año, estando junto al foso del Castillo de Montjuïc (Barcelona), agradecí haber leído el cuento de Dahl. Necesitaba anotar la idea germinal de Ahora llega el silencio (Montena), ficción que ha merecido el Premio Jaén de Novela Juvenil, y aunque tenía bolígrafo, no llevaba ninguna libreta. Me encontraba en aquel lugar porque me habían concedido la Beca Montserrat Roig, que, además de cierta dotación económica, conlleva la adjudicación temporal de un despacho en cualquier institución propiedad del Ayuntamiento de Barcelona. Me había tocado el Castillo de Montjuïc y, de tanto contemplar la ciudad desde los baluartes de la fortaleza, se me ocurrió escribir una distopía en la que todos los barceloneses mayores de veintidós años hubieran muerto y en la que, en consecuencia, los niños, adolescentes y jóvenes gestionaran su propio gobierno. Y es que, ya se sabe, desde Montjuïc sólo se puede pensar en la destrucción de Barcelona.
Lo bueno de la literatura juvenil es que, en la prensa tradicional, no existe una crítica realmente especializada
Las líneas generales del argumento de Ahora llega el silencio me sobrevinieron una tarde en la que ya había salido del despacho. Acababa de atravesar el puente del castillo y me disponía a coger la moto cuando, de pronto, apareció la idea fundacional de la novela, y cuando eché mano al bolsillo de mi americana, me di cuenta de que llevaba bolígrafo pero no libreta. Busqué algún papel en el suelo, pero Barcelona es una ciudad tan limpia que no encontré ninguno. Y en el último momento, cuando ya temía que la historia imaginada fuera a perderse en los recovecos de la memoria, decidí usar la única superficie blanca que encontré cerca: la matrícula de la moto. Me arrodillé con el bolígrafo en ristre, escribí en una esquina Barcelona/destrucción/niños y arranqué el motor dispuesto a llegar a casa lo antes posible.
Si algún día me sancionan por haber emborronado la placa de identificación de mi Honda CB 250, alegaré que el responsable de mi imprudencia es Roald Dahl. Y luego firmaré la multa.
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Lo bueno de la literatura juvenil es que, en la prensa tradicional, no existe una crítica realmente especializada. Son pocos los periodistas que atienden al género de un modo auténticamente riguroso y han tenido que ser los mismos lectores quienes asuman la labor de analizar –y juzgar– las novedades editoriales. La labor de estos blogueros, youtubers e instagramers es, en este sentido, digna de aplauso. De alguna forma, su esfuerzo por evitar que el género caiga en el olvido –o continúe siendo despreciado– es la demostración de que, cuando los profesionales no hacen su trabajo, la sociedad activa sus mecanismos de defensa.
Con todo, el hecho de que la crítica tradicional desatienda a la literatura juvenil tiene, en cierta manera, un aspecto positivo: la libertad de la que gozan los autores de dicho género. Y es que, seamos sinceros, saber que ningún crítico leerá tu novela con el monóculo encajado en la cuenca ocular es una de las experiencias más liberadoras de cuantas existen en la vida de un escritor. O al menos de uno que se tome las cosas en serio. De ahí que pueda afirmarse sin temor a errores que, para conocer realmente el corazón de un narrador, nada como leer la obra que elaboró en la más absoluta de las libertades: la juvenil. O incluso la infantil.
Una novela juvenil sólo triunfa si los lectores, y nadie más que los lectores, disfrutan con su contenido. Por norma general, el público objetivo de estos libros no se extasía con las florituras del lenguaje, ni con los alambiques de la prosa, ni tampoco con los andamiajes de la estructura. Todo eso le importa un bledo y sólo continúa leyendo cuando la historia le provoca algo tremendamente difícil de generar: emociones. Por decirlo de un modo directo, su criterio a la hora de valorar la calidad de un libro se basa en lo que podríamos llamar ‘la dicotomía perfecta’: la novela mola o no mola. Sin duda alguna, el mejor de los criterios.
Lógicamente, las únicas novelas que acaban molando son aquellas que, además de contener un argumento atractivo, están bien escritas. Tal vez el lector joven no tenga capacidad para enfrentarse al texto desde un punto de vista estilístico, pero sí que la tiene para detectar, aun cuando sea inconscientemente, la calidad del mismo. Lo que dicho receptor percibe es si la historia le entra y no le entra, sin más, y este sistema de cribaje en apariencia tan sencillo esconde en su interior la esencia misma de eso que llamamos literatura. Lo que entra es literatura, lo que no entra es otra cosa. Es cierto que los textos ‘entran’ o ‘no entran’ dependiendo del nivel de lectura de quien los consume, y que los lectores refinados exigirán, por norma general, textos refinados, pero también lo es que un estilo invisible siempre satisfará a un lector que esté más interesado en el contenido que en el continente, no así al contrario.
La fuerza de una novela juvenil está en su contenido y todas las técnicas narrativas han de estar al servicio de la desaparición del lenguaje
Ahora bien, que nadie se llame a engaño. El lenguaje directo –o invisible, o internacional, o como queramos llamarlo– no es tan fácil de crear como pueda parecer. Creo que fue Azorín quien dijo aquello de “escribe de un modo tan sencillo que, cuando el lector lea tu texto, piense que él también puede escribir así y que, cuando se ponga a hacerlo, no lo consiga”. Escribir para un público joven tiene idéntica dificultad: el estilo ha de estar tan trabajado que acabe por parecer un no-estilo, consiguiendo de este modo que nada entorpezca el fin último de toda novela juvenil: la generación de imágenes en la mente del lector. Y esto, señores y señoras, no es moco de pavo. Prueben y luego me lo cuentan.
La escritura de Ahora llega el silencio, así como de una trilogía que coescribí hace ya algunos años junto a Antonio Lozano, titulada Terror en la red (Edebé), me ha demostrado que la fuerza de una novela juvenil está en su contenido y que todas las técnicas narrativas han de estar al servicio de la desaparición del lenguaje. Hacerlo invisible para que la historia brille más, por resumir. Y es por esto que muchos representantes del género repiten hasta la saciedad que sus novelas se sustentan sobre tres patas: acción, acción y acción. Estoy de acuerdo, pero no puede negarse que, para conseguir que parezca que todo es acción, tiene que haberse encontrado primero una fórmula capaz de invisibilizar el lenguaje.
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Ahora bien, lo que no debe jamás hacer un escritor de literatura juvenil es moralizar a sus lectores. Todavía se detecta, en pleno siglo XXI, cierta tendencia en el género a los finales felices, a los personajes bondadosos o, hablando claro, a la transformación de la realidad. Parece no haberse percibido que, a día de hoy, los chavales no sólo no son tontos, sino que conocen la realidad en ocasiones mejor que sus propios padres. En la medida en que van por la vida con los ojos mucho más abiertos que los adultos, son más conscientes de las injusticias, crueldades y miserias que dominan el mundo en que vivimos. Edulcorar la realidad para hacérsela más llevadera no es solo un error, sino una jugarreta que algún día nos reprocharán.
En este sentido, me gustaría destacar en estas líneas la crudeza de dos autores que, pese a no tener en la actualidad los lectores que debieran, son la columna vertebral de la literatura juvenil contemporánea: Jack London y William Golding. Si estos dos escritores atravesaron el corazón de sus lectores fue, precisamente, porque sus novelas, además de contener altísimas dosis de acción, mostraban el mundo en toda su oscuridad. Y sus lectores, cómo no, agradecieron la sinceridad. (Aunque, ahora que lo pienso, me da la sensación de que algunos de los grandes representantes de la literatura juvenil contemporánea han olvidado las lecciones de aquellos dos literatos porque, simple y llanamente, no los leen. No lo digo en broma: tengo detectado que muchos escritores de novela juvenil no leen literatura juvenil. Sin ir más lejos, hace poco escuché a uno decir que actualmente los niños leen Moby Dick sin ninguna dificultad. Moby Dick, sí. Así está el patio).
Y, por aquello de acabar del mismo modo en que hemos empezado, me permitirán contar otra historia protagonizada por Roald Dahl: había en el internado donde se crió un portero que cada mañana, a las siete y media en punto, agitaba una campana y hacía formar a los niños en el pasillo de acceso a las aulas. El hombre sacaba entonces seis discos metálicos numerados, cada uno de los cuales correspondía a uno de los seis retretes con los que contaba la planta, y paseaba entre el alumnado mientras entregaba las chapas a los estudiantes que le apetecía, sin criterio alguno, sólo según sus propios deseos. Esos chavales tenían que ir inmediatamente al lavabo y hacer sus necesidades aun cuando no les apeteciera.
Así pues, cuando era pequeño, Roald Dahl movía el intestino al capricho de los adultos, y además lo hacía contento, porque quienes eran mandados al lavabo se libraban de la inspección de indumentaria que el director del centro hacía a continuación. Una imposición de este calibre sería imposible entre nuestros jóvenes. No podemos obligarles a hacer lo que no desean. Tampoco a leer lo que no les divierte, interesa y satisface. Los autores de literatura juvenil están ahí para meter el gusanillo de la lectura en los futuros adultos. Y, a poder ser, deben conseguir que ese vicio se mantenga durante el resto de sus vidas. Esto se puede conseguir eligiendo los clásicos apropiados, pero también creando obras que sean tan honestas como quienes habrán de consumirlas. Que no es poco.
En cierta ocasión, mientras conducía por la autopista, Roald Dahl tuvo una idea para un cuento: un hombre que se quedaba atrapado en el ascensor de un edificio vacío. El argumento prometía, podía sacarle punta, seguro que alguna revista pagaría un buen dinero. Pero el escritor era consciente de que la memoria es...
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