Confinamiento. No paran de llegar mensajes y llamadas. Llaman personas del pasado. En ocasiones, un pasado remoto y nebuloso. Básicamente, nos explicamos, sin aludir a ello, que no todo fue tan malo, que valió la pena, y que vivimos. Nos alegramos, por tanto, de estar vivos. De que el otro lo esté. Esas llamadas evocan, sin hablarlos, recuerdos, y eliminan otros. Depuran las biografías. Las limpian. Hablan de la fuerza de la vida. De lo hermoso que fue crearla, compartirla durante un segmento Y desde la misma esquina. De repente recibo una mañana una extraña. Hasta el sonido del teléfono, que me la comunica, es más lento. Atiendo al teléfono con reparos. Es la Mujer Muerta. Se produce un silencio asombroso. Con una voz que no es la suya, una voz desde una cueva, o desde una caja vacía, desde unos labios sin labios y sin boca, me pregunta si recuerdo su piel, su cabello, su saliva. Por primera vez en años intento recordar todo ello. Le respondo. Ella, sin dolor ni alegría, me dice: “Yo tampoco. No recuerdo mi piel, mi cabello, mi saliva”. 

Todo sucede en la vida. Nada fuera de ella. Parece algo sencillo. Pero es aún más sencillo. Es decir, incalculable. Fuera de la vida no hay nada. No sucede nada. Descansar en paz no puede ser, porque tras esa frontera –la única frontera– todo es imposible y no es.