Los mamíferos tienen diversos anchos de banda en sus oídos. Eso les permite oír lo que les interesa oír en su medio. Los delfines, submarinos, tienen un ancho de banda diferente al de un pájaro, aéreo. Los primates, a su vez, disponen de una frecuencia que les permite escuchar lo que les interesa –gritos, gruñidos con un significado que entienden– por encima del sonido, de por sí frondoso, de una selva. El humano es el primate más extraño. Escucha diferente al resto. Posee un ancho de banda extenso. Desde hace tres especies –esto es, desde hace mucho tiempo; mucho– parece que su oído se ha adaptado para escuchar lo que realmente le interesa y para lo que realmente sirve. Puede oír, nítidamente, vocales. Pero también, y he ahí su rareza, esa cosa tan extraña que son las consonantes. Es decir, puede oír conversaciones. La selva, para él, no sólo son los sonidos que escuchan los otros primates. Sino los sonidos que emiten esos primates. La selva es, pues, algo lejano. Algo que dejamos de escuchar en su sinfonía hace milenios. Incluso para los humanos que viven en la selva, la selva es un ruido, quizás más inteligible. Son las fieras. Son conversaciones imposibles. Por eso tenemos nuestra propia selva. No hay en ella sonidos estridentes. En ella, sólo se escuchan vocales y consonantes. Conversaciones. Conversaciones pausadas, tranquilas, que te explican, con serenidad, que el otro no cabe, que el otro es sospechoso, que el otro es el enemigo, que tú mismo has hecho algo para ser el otro. La nuestra es, sin duda, la selva más inhóspita y peligrosa y sangrienta. Su ausencia de ruido ya orienta sobre su carácter terrorífico.