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España es un país de conspiraciones. Puede que, por eso, mientras en la investidura de Pedro Sánchez los diputados iban emitiendo sus votos alto y claro, l@s que ansiábamos la formación de un gobierno conteníamos la respiración entre las costillas. En innumerables grupos de Whatsapp el tamayazo no sólo se esperaba: se ansiaba. Ni se imaginan las cosas que han llegado a mi móvil estos días, más que en grupos de Whatsapp parecía estar en Forocoches un viernes noche. Puede que por eso muchas miráramos ayer fijamente a la televisión tras el voto de cada uno de los diputados de la Cámara si no teníamos muy claro de qué partido era, puede que por eso respiráramos aliviados tras la intervención del líder de Teruel Existe y nos repanchingáramos con las abstenciones de ERC y Bildu.
Porque era cuestión de un voto y, aunque las cuentas salían, siempre queda ese y-si-no tan nuestro que nos reconcome hasta el último minuto, esa sensación de que, en última instancia, puede pasar cualquier cosa, que hasta el más honesto puede corromperse, que los poderes económicos no quieren este gobierno, que Girauta ha puesto un tuit, que fíate tú del PSOE de Extremadura, que mira la cara de Susana Díaz.
Había miedo. Miedo a un nuevo fracaso, a que algún diputado se perdiera por el camino, a que alguna diputada se echara atrás, a ir de nuevo a unas elecciones en las que esta vez la sombra de la ultraderecha fuera demasiado alargada como para sortearla, a lo que vendría después. En definitiva, había miedo al miedo.
Y puede que por eso fueran tan importantes las lágrimas. Y ayer hubo diferentes tipos de lágrimas en el Congreso. Las de Aina Vidal, la diputada de En Comú Podem que, enferma de cáncer, decidió pasar por encima de los dolores y el cansancio para acudir a votar al hemiciclo. Sus lágrimas eran de emoción y de una generosidad capaces de sacarnos por un instante del frenético ruido del odio para devolvernos un poco de humanidad y bajar el volumen de los comentarios descorazonadores que llevamos días escuchando.
Muy diferentes fueron las lágrimas de Adriana Lastra. Lágrimas contenidas como contenido se tenía que haber quedado el clasismo torpemente exhibido estos días por Inés Arrimadas, que parece haber olvidado por qué Rivera ya no está ahí sentado. Y las de Echenique, de satisfacción, alegría por el trabajo (iba a decir “por el trabajo bien hecho”, pero tampoco nos pasemos que ha costado más de lo que nos gustaría). Las lágrimas invisibles de Errejón por lo que pudo haber sido también son lágrimas, aunque no se vean. Y las lágrimas de Pablo, unas lágrimas que estoy segura de conocer bien. Les explico.
De pequeña, mi madre, leonesa de carácter inflexible, me decía que a las niñas que lloraban se les ponían los ojos oscuros. Yo, ingenua a rabiar, me creí esa fake news
De pequeña, mi madre, leonesa de carácter inflexible, me decía que a las niñas que lloraban se les ponían los ojos oscuros. Yo, ingenua a rabiar, me creí esa fake news. La primera de mi vida (lo de los Reyes Magos vendría después). En mi familia prácticamente todo el mundo tiene los ojos claros, y es más raro ver a alguien de los nuestros llorar que ver a Ana Oramas feliz, así que supuse que tenía que ser verdad. Nunca sabes hasta qué punto una niña de la generación que creció con Leticia Sabater es capaz de tomarse en serio un comentario a priori tan estúpido. Así que aprendí a no llorar. En realidad, parece más complicado de lo que es, basta con un poco de autocontrol y un elemento importantísimo e imprescindible cuando quieres conseguir algo: el miedo.
Evidentemente, pasado el tiempo supe que era imposible que se te pusieran los ojos marrones por llorar, pero para entonces yo ya había asociado las palabras llorar y debilidad, y ambas tenían para mí connotaciones negativas. Total, que no fue hasta muchos años después cuando me di cuenta de que evitar mostrar los sentimientos no significa ser más fuerte, significa perder, y que realmente la gente a la que no le importa llorar es la gente que ha perdido el miedo. Y creo que ayer las lágrimas de Pablo Iglesias decían justo eso, que ya no tenía miedo a demostrar, ni miedo a lo que viene y que el riesgo a perder, al final ha merecido la pena.
El miedo de las lágrimas contenidas lo tienen ahora los que no lloran pero gritan desde la bancada. Los que infravaloran a las mujeres a la vez que incitan al racismo, los que dan lecciones de constitucionalismo mientras apelaban a la presión como mecanismo válido contra un gobierno que no era el que ellos hubieran querido. En definitiva, los que por no escuchar se creen menos débiles y que en su infantil ignorancia tienen miedo a que se rompa España y a que se les pongan los ojos marrones.
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Autora >
Marina Lobo
Periodista, aunque en mi casa siempre me han dicho que soy un poco payasina. Soy de León, escucho trap y dicen que soy guapa para no ser votante de Ciudadanos.
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